Hace mucho tiempo
que no escribo. Han pasado meses sin que viva, y voy perdurando,
entre la oficina y la fisiología, en una parálisis íntima de
pensar y sentir. Esto, infelizmente, no descansa: en la putrefacción
hay fermentación.
Hace
mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo.
Creo que apenas sueño. Las calles son calles para mí. Hago el
trabajo de la oficina con conciencia sólo para él, pero no puedo
decir exactamente que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de
meditando, durmiendo, aunque sigo siendo siempre distinto por detrás
del trabajo.
Hace
mucho tiempo que no existo. Estoy tranquilísimo.
Nadie
me diferencia de quien soy. Me sentí ahora respirar como si hubiera
practicado una cosa nueva o atrasada. Empiezo a tener conciencia de
tener conciencia. Tal vez mañana despierte para mí mismo, y reanude
el curso de mi existencia propia. No sé si, con eso, seré más o
menos feliz. No sé nada. Levanto la cabeza de paseante y veo que,
sobre la cuesta del Castillo, el ocaso opuesto arde en decenas de
ventanas, con un reverbero inmenso de fuego frío. Alrededor de esos
ojos de llama dura toda la cuesta tiene la suavidad del fin del día.
Puedo al menos sentirme triste, y tener la conciencia de que, con
esta mi tristeza, se cruzó ahora —visto con el oído— el ruido
repentino del tranvía que pasa, la voz casual de los conversadores
jóvenes, el susurro olvidado de la cuidad viva.
Hace
mucho tiempo que no soy yo.
Libro del desasosiego. 1982.
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