En la televisión pasaban el comercial
del gordo que había adelgazado con un té: mi hijo me pidió que no
fuera a su partido de fútbol y yo le pregunté ¿por qué, acaso te
doy vergüenza? —el exgordo lloraba, le pedía a la cámara que no
lo filmara, la cámara lo filmaba igual—. Inés lagrimeaba con ese
comercial. No estaba gorda, nunca había sido gorda, pero el drama
del tipo le tocaba alguna fibra.
Esa
mañana había intentado hablar con Michel. Desde el día de la
mudanza no tenía noticias de él. Le marcó al celular y no
contestó; quizá estaba trabajando. Recién le había vuelto a
marcar, pero tampoco. Todavía no era mediodía y ya estaba agotada.
La noche anterior había soñado que se le caían los dedos de los
pies. Últimamente le dolían los pies y a veces los sentía como
gangrenados. Era una sensación parecida a la que tuvo aquella vez en
Boston, cuando las piernas se le paralizaron. Michel estaba haciendo
su posgrado y ella había ido a visitarlo: era invierno. El médico
de allá le dijo que tenía graves problemas de circulación. «¡Como
cualquier pinche avenida!», contestó Inés, jocosa, pero ni el
médico ni Michel se rieron de su chiste.
El
exgordo había cambiado de locación y de vestuario; ahora, enfundado
en un traje negro, posaba en un balcón con vista a una ciudad con
muchas luces: hacía años que no me veía el pene.
—Pene
—repitió Inés—, qué fea palabra.
—Buenos
días, señora.
En
la puerta del estudio estaba la mujer que limpiaba. Tenía un vestido
de botones hasta el cuello, con el calor que hacía. Inés apagó el
televisor.
—Buen
día…
No
recordaba el nombre, era la segunda vez que la veía.
—Glenda,
señora.
Inés
asintió. Glenda también asintió, entró al estudio y le dio un
sobre que estaba en el buzón.
—Gracias.
Inés
se incorporó, se aplastó el pelo con las manos. Se sentía áspero,
como la barba incipiente de un hombre.
—Estaré
en la cocina por cualquier cosa.
Glenda
se dio vuelta. Era una morena grandota, de voz muy grave.
El
sobre traía una tarjeta que decía «Brunch». La enviaban del
condominio Las Palmeras y estaba dirigida a Gerardo y a ella, con
nombre y apellido. Se preguntó cómo habrían averiguado eso.
Llevaba una semana ahí, escasamente.
Salió
del estudio con la tarjeta en la mano. Atravesó la sala, abrió las
persianas y la luz entró como un chorro de agua con mucha presión.
Entrecerró los ojos. Los obreros recién llegaban; estaban
arreglando una tubería podrida. El jardín hedía. Era una casa de
campo vieja, herencia de una tía soltera de Inés, y en la familia
nadie la usaba. Su hermana le había dado la idea de que se instalara
allí por un tiempo, mientras terminaba de recuperarse. Michel la
había ayudado a mudarse, incluso Gerardo la ayudó. Todos la querían
lejos. «Es cáncer, no lepra», les había dicho ella. La miraron
ofendidos.
Se
sentó en el sofá. Si iba al brunch tendría que hacerse algo en la
cabeza.
En
la mesita de centro había una revista ¡Salud! —Michel le había
llevado algunas para que se distrajera—; la portada era una mujer
mayor comiendo frutos secos con el gesto de una ardilla. Pensó que
debía ir al brunch y conocer a sus vecinos. Al fin y al cabo iba a
vivir allí por un tiempo. Un año. Eso les había dicho a todos. A
Michel, a Gerardo, a su hermana. Se abanicó con la revista y miró
afuera: los obreros desenfundaban las herramientas lentísimo.
—Señora.
—Era Glenda. A Inés se le cayó la revista al piso. La mujer había
aparecido de la nada—. ¿Va a desayunar?
—No,
gracias.
—¿Ya
tomó sus medicinas?
—No,
más tarde.
Inés
se aplastó el pelo con las manos, levantó la revista y la puso en
la mesita. ¿Por qué tenía que preguntarle eso?
—Yo
creo que debe desayunar, señora, no puede tomarse las medicinas con
el estómago vacío.
—No,
pero no quiero.
Glenda
se aclaró la garganta:
—Muy
bien.
Se
dio vuelta y condujo su cuerpo bamboleante a la cocina.
Inés
sacudió la cabeza. Se levantó del sofá, subió las escaleras
despacio. Repasó la ropa que podría ponerse.
Un
sombrero, tendría que usar un sombrero.
*
El
condominio era un clásico lugar californiano de película. Como de
mafioso venido a menos: balcones redondeados, palmeras altas
plantadas simétricamente, una al lado de la otra, formando un
círculo que contenía una laguna artificial. Después, a cada lado,
estaban las casas en hilera, todas iguales, con sus terrazas
enfrentadas. Inés estaba en una de esas terrazas, sentada en una
silla de mimbre. Un muchacho de bermuda blanca y guayabera celeste se
le había sentado al lado. Sorbía su trago. En medio de las dos
sillas había una sombrilla azul.
—Madre
hace unos daiquiris frutales fabulosos —dijo el tipo.
Inés
asintió.
¿Madre?
¿Quién hablaba así?
El
tipo se llamaba Leonardo y estaría por los cuarenta. Trabajaba en
bienes raíces, le había dicho. La anfitriona era su madre, Susana,
que se acercaba con dos nuevos vasos coloridos. Le extendió uno:
—¿Otro?
Inés
alzó la cara para mirarla. Susana se había parado a contraluz. Una
aureola tornasolada le rodeaba la cabeza teñida de rojo ciruela.
—Gracias.
Recibió
el daiquiri que, según habían anunciado, era una mezcla de
cítricos. El médico le había dicho que todavía no tomara alcohol.
«¿Ni una copita?, le preguntó Inés. Cuánta mezquindad».
Entonces le dijo que una copita podía ser, pero que no se excediera
porque tenía que recuperar defensas.
Susana
se sentó en las piernas de su hijo, revolvió su vaso con el pitillo
y se lo tomó todo en un trago largo. Inés probó el suyo, estaba
demasiado dulce.
—¿Te
contó Inés dónde vive, mi amor? —dijo Susana. Leonardo negó con
la cabeza—. En esa casa que estaba semiderruida, pero que ahora
Inés y su marido, que se dedica a… —Susana frunció el ceño y
la miró: tenía delineador azul—. ¿Qué hace exactamente tu
marido?
Inés
mudó los ojos a su trago dulzón. ¿Cómo podía contestar eso? Uno:
ya no era su marido. Dos: nunca entendió qué era lo que hacía.
Ella nunca tuvo una respuesta tipo, como la mayoría de mujeres con
marido. Había escuchado esas respuestas: nunca debía ser una frase
completa como «mi marido se dedica a…»; eso era impreciso y daba
la sensación de que se necesitaba demasiado tiempo para pensar algo
que debía tenerse claro. Había juegos de preguntas y respuestas en
los que esa formulación te quitaba puntos: «Los animales crustáceos
son aquellos que cuentan con las siguientes características…».
Era trampa. Las posibles respuestas a la pregunta de Susana debían
ser directas, cortas, expeditivas: «¿Qué hace exactamente tu
marido?». «Estudios de suelo»; o bien: «Manuales de computación»;
o bien: «Peceras de acrílico».
Susana
se había vuelto hacia su hijo:
—En
fin, que Inés y su marido arreglaron esa casa y quedó impecable. Es
lo que dicen. ¿No es así Inés?
Inés
asintió. ¿Quién podía decir eso? Pensó en la tubería podrida
que atravesaba su jardín. Después pensó en el comercial del
exgordo que llora: era como ser un paria.
—…es
un chalet muy sólido y coqueto, aunque… —ahora era Leonardo el
que hablaba.
Inés
sorbió el trago. El líquido frío le bajó muy rápido por la
garganta y quiso toser pero se contuvo. De pronto se sintió mal
vestida: era el sombrero, debía parecer una campesina.
—…Tiene
problemas en las cañerías y las instalaciones eléctricas.
Leonardo
estaba quedándose calvo. El sudor se le acumulaba en las entradas
donde no llegaba el pañuelo que cada tanto se pasaba por el contorno
de la cara. Las entradas le brillaban y la luz del sol rebotaba dando
la sensación de que de su cabeza salían rayos. Pero no era feo: era
alto, rubión y tenía una de esas narices grandes y rectas que le
dan un aire refinado a ciertos muchachos. Michel tenía la nariz
chiquita, pero mucho pelo en la cabeza.
—Dicho
lo cual —seguía Leonardo—, no entiendo qué te llevó a mudarte
allí y no buscar una opción más confortable, dadas las
circunstancias.
¿Qué
circunstancias?
Susana
se paró súbitamente, soltó una risita idiota. Se la veía
avergonzada por la pregunta de su hijo.
—Hijo
—dijo, con la mano en el pecho caído, pero todavía redondo
gracias a los implantes—, no puedes preguntarle eso a Inés, por el
amor de Dios.
Susana
tenía sandalias planas color azul, como su delineador, como la
sombrilla, como la camisa de Leonardo. Debía estar por los sesenta y
pocos. Inés tenía cincuenta y siete, pero se sentía de cien.
Sorbió lo último que quedaba en su vaso. En la piscina había gente
flotando en colchones inflables. Inés no decidía si le gustaban o
no las piscinas. Gerardo las odiaba —después de estar adentro y
sumergirse, ¿uno qué hace?
Susana,
con una torpeza monumental, seguía disculpando la imprudencia de su
hijo. Inés trató de fijar la vista más allá de las palmeras, que
marcaban el recorrido del río y se perdían en un descenso de
ladera. Un mesero se acercó con una bandeja de daiquiris. Esta vez
también había un whisky. Inés lo agarró:
—Creo
que seguiré con esto.
*
La
galería era el lugar más fresco de la casa, pero estaba hedionda.
Los obreros trabajaban enfrente y el olor de las tuberías podridas
pegaba muy fuerte. A Glenda se le había ocurrido sembrar antorchas
en el jardín; no era mala idea: las había armado con estacas y
pedazos de trapo mojados en citronela, un aceite dulzón y alimonado
que espantaba los mosquitos. Había otros trapos que mojaba en una
esencia de jazmín y el resultado era un vaho penetrante y ácido,
con algunos momentos empalagosos. Un olor horroroso, pero más
tolerable que el de la tubería podrida.
Esa
mañana nadie había encendido todavía las antorchas. Los obreros
debían haber perdido el olfato porque allí estaban, sentados en el
pasto, comiendo de unos platos hondos que recién les había llevado
Glenda y tragándose ese olor.
—¿Va
a almorzar, señora?
Glenda
la sorprendió. Siempre hacía lo mismo. Era un misterio cómo una
mujer tan enorme podía llegar hasta su costado sin hacer ruido.
—¿Por
qué no han prendido las antorchas? —preguntó Inés.
—Ahora
las prendo —dijo Glenda. En su cara siempre había una mueca de
disgusto—. ¿Quiere que le sirva?
—¿Qué
hora es?
—La
una, ¿le sirvo?
—¿Qué
cocinó?
Resopló:
—Pollo
al horno y torta de maíz. Era todo lo que quedaba.
—Eso
está bien, gracias.
—No
queda nada de comer, señora.
—Le
diré a Michel que me traiga un mercado.
—Llegó
esto.
Glenda
se sacó un sobre del bolsillo del delantal y se lo extendió. Inés
lo abrió: era otra invitación de Susana. Al día siguiente haría
una reunión con motivo de las fiestas de la Virgen del Carmen.
Glenda seguía allí, el hocico estirado y la mano en la nariz,
tapándosela con disimulo.
—¿Qué
le pasa? —le preguntó Inés.
—Nada.
Glenda
se fue a la cocina y regresó casi enseguida con una bandeja que ya
debía tener servida. La puso en la mesa: un pollo blancuzco con un
mazacote amarillo al lado. Todo se veía frío y seco. Inés sintió
ganas de vomitar; se llevó una servilleta a la boca y apagó el
sonido de un eructo ácido que le quemó la garganta. Le pasaba eso
desde los whiskys del condominio, hacía un par de días.
—Me
imagino que sabe que una no va a venir hasta el martes, señora —dijo
Glenda, que seguía allí, tiesa como una momia.
—¿Qué
dice?
—Yo
no vengo, y supongo que los muchachos tampoco —señaló a los
obreros.
Inés
apartó el plato del almuerzo, asqueada.
—No
entiendo de qué habla, ¿cuándo no van a venir?
Glenda
respiró hondo.
—Mañana
viernes, y hasta el martes. En estos días no se trabaja porque son
las fiestas de la Patrona. Y yo pensé… —se volvió a aclarar la
garganta.
—¿Qué
pensó?
—Que
por ahí quiere decirle a su hijo que venga a acompañarla —y se
metió en la cocina sin dejarla contestar.
Michel
la había llamado el día anterior. No estaba de acuerdo con que se
hubiera ido a esa fiesta en el condominio. «No era una fiesta, era
un brunch», le dijo Inés. Y él contestó: «Puedo olerte el tufo
por el teléfono». Atrevido. Ella le colgó. No le dijo nada para no
pelearse, pero le colgó. Cada vez se parecía más a Gerardo: mandón
y prejuicioso. Y ella se había convertido en la hija boba de ambos.
Volvió
a mirar el jardín: las antorchas apagadas, los obreros sentados en
el piso, tragándose ese olor. Estaba tan cansada. Subió al cuarto,
pero le costó; las escaleras parecían más empinadas que de
costumbre.
*
Hacía
demasiado calor como para tener a Gerardo encima. Inés lo empujaba y
le decía que ahora no, que después, cuando refrescara. Pero Gerardo
seguía aplastándola con su cuerpo sudado que olía agrio. Inés lo
mordió en el pecho y se quedó con un pedazo de carne en la boca, y
ni así Gerardo se movió. Se quedó más quieto todavía, como un
saco de arena. Inés respiró despacio, aspirando el restito de aire
que quedaba entre su cara y el pecho ensangrentado de Gerardo. Volvió
a morderlo, a sacarle más pedazos de carne hasta que llegó al
corazón, un globo sanguinolento muy inflado que, cuando ella le
metió el diente, explotó.
El
ruido la despertó: abrió los ojos. Seguía en la tumbona. Tuvo que
aspirar bien hondo el aire tibio y hediondo del jardín, porque
sintió que se ahogaba. Se tocó la frente con el dorso de la mano:
estaba helada, pero se sentía caliente por dentro. Le dolía el
pecho, le dolían los pies. ¿De dónde había venido ese ruido? Al
lado de la tumbona había un balde que hacía varias horas contenía
hielo. Ya no quedaba ni el agua; ella se la había echado encima
antes de quedarse dormida.
Se
había pasado todo el día en calzones y brasier, aprovechando que
estaba sola. Se levantó para buscar más hielo y algo de tomar.
Atravesó la galería, entró a la cocina y abrió la nevera: solo
había agua. Sacó más hielo del congelador, llenó el balde. Fue al
baño de servicio y orinó. Después se metió bajo la ducha, que era
ínfima. Pensó que allí no podría bañarse cómodo un insecto.
Salió mojada hasta la cocina, agarró un trapo de limpiar y se secó
la cara. El trapo olía a cebolla, lo tiró a la basura. Abrió la
despensa, sacó una almohadilla de pan y untó una torreja con
mayonesa. Era lo primero que comía en el día. Volvió afuera, se
paró frente al terreno agrietado. El hueco por el que pasaría la
tubería era el corredor sin techo de la casa de un gran topo. No se
oía nada, solo pájaros y, cada tanto, la bocina de un bus lejano.
Inés volvió a la tumbona. Se acostó y cerró los ojos.
Otra
vez, la explosión.
Cuando
abrió los ojos descubrió en el cielo puntos de colores. Tardó unos
segundos en entender que eran fuegos artificiales. Venían del
pueblo. Eran por las fiestas de la Virgen, seguramente. Al rato oyó
el citófono. Tenía un timbre rarísimo, apagado y nasal. Era uno de
esos aparatos que habían sido modernísimos en los sesenta. Se
levantó, atravesó la galería, entró a la cocina y miró el reloj.
Las siete. El citófono volvía a sonar.
—¿Sí?
—contestó.
—Señora,
soy el celador de la cuadra, vengo a traerle un sobre.
—Ya
—sintió la boca pastosa—, por favor, déjelo en el buzón.
El
hombre dijo que bueno. Ella esperó a que se fuera, salió hasta la
puerta y sacó el sobre del buzón. Era una nota de Susana. Decía
que había estado llamándola por teléfono, que no había podido
comunicarse y que no dejara de ir a la fiesta de esa noche; le
enviaría un chofer a las ocho, para asegurarse. Inés entró a la
sala y alzó el teléfono. Estaba muerto.
Se
bañó. Se puso su vestido turquesa, que era liviano. Se aplastó los
pelos y se amarró una pañoleta de seda que le había regalado
Michel. Se puso unas sandalias planas, porque los pies no le
resistirían otros zapatos: estaban hinchados. Antes de irse alzó el
teléfono para ver si tenía tono. Nada.
*
Alguien
le hablaba de lejos. Y todavía más lejos, como detrás de un
vidrio, se oía otra voz:
—¡Gracias
a todos los huecos en los que alguna vez enterré mi verga! —Era el
amigo de Leonardo.
Inés
giró la cabeza y lo vio encuero, en el trampolín de la piscina,
usando una botella de micrófono.
—Gracias
por este premio —ahora alzaba la botella al frente, con ambas
manos—, mi culo sabrá disfrutarlo.
Inés
se tocó la cabeza, ya no tenía su pañoleta. Se sentía mareada.
—Gracias
a todos y cada uno de los…
—¿Entonces?
—Ahora era Leonardo. Estaba sentado en el piso, a su lado—. Me
estabas contando de este gordo que adelgazó con un té. ¿Es amigo
tuyo?
Inés
tenía la garganta seca, las palabras se le atoraban. Sintió un
dolor en el muslo: Leonardo la estaba mordiendo. Le apartó la cabeza
de un empujón muy débil. Estaba desnuda y él también. Al lado de
la tumbona había una mesita con una botella de whisky casi vacía.
—¿Dónde
está mi pañoleta? —Volvió a tocarse la cabeza.
—¿Qué
dices? —dijo Leonardo.
En
la piscina alguien daba brazadas.
—Gracias
a todos los labios que supieron succionarme…
—No
me siento los pies —dijo Inés.
Un
rato antes, Inés, Leonardo y el amigo de Leonardo se habían metido
en la piscina. Inés recordaba eso y recordaba unos dedos
pellizcándole los pezones. Recordaba que había pensado, quizá
dicho también, que en el agua el roce de los cuerpos se sentía
artificial, como si estuvieran envueltos en papel film. Ahora el
amigo de Leonardo y Susana estaban frente a ella, besándose. El tipo
tenía la pañoleta de Inés amarrada en el pito: lo tenía encogido,
morado, metido hacia adentro como una media. Inés sintió que le
ardía algo por dentro. Quiso pedirle que se la quitara y se la
devolviera, pero no le salió una palabra. El tipo soltó a Susana y
se inclinó sobre la mesita del whisky, vació lo que quedaba en la
botella sobre las tetas de Inés y se agachó para lamerla, pero
Leonardo lo frenó:
—Déjala,
no ves que no sabe ni dónde está.
El
tipo dijo algo que Inés no entendió y se tiró en la piscina. Al
fondo se escuchó la risa de Susana. Inés cerró los ojos y sintió
que algo la aplastaba hasta dejarla casi sin aire. Abrió los ojos.
—Quietita.
—Leonardo estaba trepado de piernas abiertas sobre su vientre. Se
lamía la mano y la tocaba abajo—. Tienes el chocho seco y cerrado
como una ostra.
Le
metió un par de dedos, empujó fuerte y una uña debió rozarla por
dentro, porque Inés sintió que sangraba y le ardía.
—Por
favor… —murmuró.
Quiso
decirle algo sobre su cáncer, sus defensas bajas. Pensó que ya se
lo había dicho antes.
Leonardo
metía y sacaba los dedos como si destapara una cañería y con la
otra mano se hacía la paja. Se vino con un bramido y se dejó caer
sobre Inés, aplastando con el cuerpo su propio semen.
*
Al
día siguiente Michel le llevó los ingredientes para que hiciera una
lasaña. Inés la sirvió en la mesa de la galería. Michel barría
las hojas del jardín, era muy torpe con el rastrillo. Las antorchas
estaban prendidas.
—Ya
está el almuerzo, mi amor.
Inés
estaba mareada, le dolía mucho la cabeza. Michel se acercó, sirvió
coca-cola en dos vasos con hielo.
Esa
mañana, cuando volvió del condominio, Inés se había metido en la
ducha y se había quedado ahí sentada durante horas. Después llegó
Michel con un escándalo porque no le contestaba el teléfono. Está
dañado, se defendió Inés. Pero cuando Michel fue y lo revisó, vio
que no estaba dañado, sino desenchufado. Eso lo puso peor.
—Te
veo desmejorada —le decía ahora, masticando—. No fue una buena
idea que te mudaras acá.
Inés
se rio sin ganas:
—¡Pero
si todos estaban encantados!
Michel
apartó su plato:
—Estás
insoportable, madre.
¿Madre?
Nunca le había dicho así.
—Come
—dijo Inés—, que se te va a enfriar.
Después
probó la lasaña, pero no le pasó de la garganta.
—¿Dónde
está la señora que viene a limpiar?
Inés
alzó los hombros:
—No
viene sino hasta al martes.
—¿Por
qué?
—Por
las fiestas de la Virgen.
—¿Qué
virgen?
—Yo
qué sé.
Comieron
en silencio. Ella tragaba bocados diminutos con dificultad. Le dolía
el cuerpo, le dolía todo. Al poco rato se alborotaron los jejenes y
Michel se levantó a atizar una de las antorchas del jardín para que
el humo los espantara. El aire podrido que llegaba a la galería fue
reemplazado por el olor dulzón de la citronela.
Inés
se tocó las sienes, le palpitaban. Michel volvió a hablar:
—¿Qué
has comido en estos días? No había nada en la nevera.
—Ya
sé, por eso te pedí que me trajeras un mercado. Acá no es fácil
salir a comprar cosas.
Michel
terminó su plato y ella le sirvió otra porción. Las manos le
temblaban, tenía escalofríos. Se secó el sudor con la manga de la
blusa. Michel la miraba y eso la incomodaba, era como si estuviera
escaneando cada hueso de su cuerpo maltrecho.
—¿Estás
tomando las pastillas?
—Sí.
—¿Las
vitaminas también?
—Sí.
—¿Estás
haciendo los estiramientos?
—Todos
los días.
—¿Seguro?
—Sí,
señor.
Inés
había abandonado su plato y miraba el jardín: la llama de una
antorcha flameaba por culpa de la brisa y hacía que el humo se
elevara en una línea blanca y curva, que al final se disolvía.
Sintió
ganas de fumar.
Una
vez, a mitad de tratamiento, había sentido la misma urgencia por un
cigarrillo. Ella no fumaba, lo que lo hacía más extraño. «Es el
modo en que expresas tu deseo de morirte —le había dicho el
doctor—, y estás en todo tu derecho de querer morirte». Ella no
daba más: se desmayaba cada dos por tres, vomitaba hasta el agua y
se sacaba costras ensangrentadas de la cabeza.
Inés
se tocó la cabeza.
—¿Te
duele? —dijo Michel.
—No,
me molestan estos pelos, me pican.
—Ponte
la pañoleta que te di, ¿no te gusta?
Aquella
vez, cuando casi deja el tratamiento, Michel y Gerardo la esperaron
afuera de la habitación: habían insistido en quedarse adentro, pero
el médico les dijo que algunas cosas era mejor hablarlas a solas con
el paciente. Inés dijo: «Sí, el doctor tiene razón», y ellos la
miraron como dos criaturas desamparadas.
«No,
doctor, que se le tuerza esa boca, yo no quiero morirme». Y el
médico la miró con tristeza, casi decepcionado. Inés le preguntó:
«¿Qué tan seguro es que, aun con el tratamiento, no me muera?».
El médico alzó los hombros en un gesto que a ella le pareció el
summum de la crueldad. Y pensó: «¿Qué le cuesta mentirme?».
Michel
se metió un bocado grande de lasaña.
—No
te ves nada bien, mami —dijo, otra vez masticando. Tragó lento y
repitió, severo—: Nada bien.
Sus
ojos la evadían, brillantes, rencorosos.
Inés
empuñó una mano y golpeó la mesa:
—¡Pero
por Dios! —dijo—, si estoy perfecta.
Cosas peores, 2014.
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