Aun sería Albanio
muy niño cuando leyó a Bécquer por vez primera. Eran unos
volúmenes de encuadernación azul con arabescos de oro, y entre las
hojas de color amarillento alguien guardó fotografías de catedrales
viejas y arruinados castillos. Se los habían dejado a las hermanas
de Albanio sus primas, porque en tales días se hablaba mucho y vago
sobre Bécquer, al traer desde Madrid sus restos para darles
sepultura pomposamente en la capilla de la universidad.
Entre
las páginas más densas de prosa, al hojear aquellos libros, halló
otras claras, con unas cortas líneas de leve cadencia. No alcanzó
entonces (aunque no por ser un niño, ya que la mayoría de los
hombres crecidos tampoco alcanzan esto) la desdichada historia humana
que rescata la palabra pura de un poeta. Mas al leer sin comprender,
como el niño y como muchos hombres, se contagió de algo distinto y
misterioso, algo que luego, al releer otras veces al poeta, despertó
en él tal el recuerdo de una vida anterior, vago e insistente,
ahogado en abandono y nostalgia.
Años
más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha, de admiración, de
amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de la
universidad, parándose en un rincón, donde bajo dosel de piedra un
ángel sostiene en su mano un libro mientras lleva la otra a los
labios, alzado un dedo, imponiendo silencio. Aunque sabía que
Béequer no estaba allí, sino abajo, en la cripta de la capilla,
solo, tal siempre se hallan los vivos y los muertos, durante largo
rato contemplaba Albanio aquella imagen, como si no bastándole su
elocuencia silenciosa necesitara escuchar, desvelado en sonido, el
mensaje de aquellos labios de piedra. Y quienes respondían a su
interrogación eran las voces jóvenes, las risas vivas de los
estudiantes, que a través de los gruesos muros hasta él llegaban
rlesde el patio salcedo. Allá adentro todo era ya indiferencia y
olvido.
Ocnos, 1942.
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