lunes, 11 de marzo de 2024

[Una rata con alas]. Ernesto Sabato. Abaddón el exterminador.

Sin que atinara a nada (para qué gritar? para que la gente al llegar lo matara a palos, asqueada?), Sabato observó cómo sus pies se iban transformando en patas de murciélago. No sentía dolor, ni siquiera el cosquilleo que podía esperarse a causa del encogimiento y resecamiento de la piel, pero sí una repugnancia que se fue acentuando a medida que la transformación progresaba: primero los pies, luego las piernas, poco a poco el torso. Su asco se hizo más intenso cuando se le formaron las alas, acaso por ser sólo de carne y no llevar plumas. Por fin, la cabeza. Hasta ese momento, había seguido el proceso con su vista, y aunque no se atrevió a tocar con sus manos, todavía humanas, las patas de murciélago, no pudo dejar de ver con horrenda fascinación las garras de gigantesca rata, arrugada la piel como la de un anciano milenario. Pero luego, como ya se ha dicho, lo que más lo impresionó fue el surgimiento de las enormes alas cartilaginosas. Pero cuando el proceso alcanzó la cabeza y empezó a sentir cómo se alargaba su hocico y cómo le crecían los largos pelos sobre la nariz husmeante, su horror alcanzó la máxima e indescriptible intensidad. Durante un tiempo quedó paralizado en la cama, donde lo había sorprendido la transformación. Trató de conservar la calma y hacerse un plan. En ese plan entraba el propósito de mantenerse callado, pues con gritar sólo lograría el acceso de personas que lo matarían despiadadamente con fierros. Había, sí, la frágil esperanza de que comprendieran que esa inmundicia viviente era él mismo, puesto que no era lógico que se hubiese instalado en su lugar de modo inexplicable.
En su cabeza de rata bullían las ideas.
Se incorporó, por fin, y sentado, trató de serenarse y tomar las cosas como eran.
Con cierto cuidado, como si se tratara de un cuerpo extraño a él mismo (como de algún modo lo era), se movió hasta ponerse en la posición que acostumbra tomar un ser humano para levantarse de la cama: es decir, se sentó de costado, con los pies colgando hacia el suelo. Entonces advirtió que las patas no alcanzaban el piso.
Pensó que por la contracción de los huesos, su tamaño se había hecho menor, aunque no demasiado, lo que explicaba la piel tan arrugada. Calculó que su estatura podía alcanzar más o menos el metro veinte. Se levantó, y se contempló en el espejo.
Durante largo rato permaneció sin moverse. Había perdido la calma y ahora lloraba en silencio ante el horror.
Hay gente que tiene ratas en su casa, fisiólogos como Houssay, que experimentan con esos asquerosos bichos. Pero él había pertenecido siempre a la clase de gente que siente invencible asco ante la sola vista de una rata. Es imaginable, pues, lo que podía sentir ante una rata de un metro veinte, con inmensas alas cartilaginosas, con la repulsiva piel arrugada de esos monstruos. Y él dentro!
Su vista había comenzado a debilitarse y entonces tuvo la repentina convicción de que ese debilitamiento no era un fenómeno pasajero ni producto de su emoción, sino que avanzaría paulatinamente hasta llegar a la ceguera total. Así fue: en pocos segundos más, aunque esos segundos le parecieron siglos de catástrofes y pesadillas, sus ojos llegaron a la absoluta negrura. Quedó paralizado, aunque sentía que su corazón golpeaba tumultuosamente y que su piel temblaba de frío. Luego, poquito a poquito, se acercó tanteando hacia la cama y se sentó a su costado.
Así permaneció un tiempo. Hasta que de pronto, sin poder retener, olvidando su plan y sus razonables prevenciones, se encontró lanzando un inmenso y pavoroso grito de socorro. Pero un grito que no era humano ya sino el estridente y nauseabundo chillido de una gigantesca rata alada. Vino gente, como es natural.
Pero no manifestó ninguna sorpresa. Le preguntaron qué pasaba, si se sentía mal, si quería una taza de té.
No advertían su cambio, era evidente.
No respondió nada, no dijo una sola palabra, pensando que sólo lograría que lo tomasen por loco. Y decidió tratar de vivir de cualquier manera, guardando su secreto, aun en condiciones tan horrendas.
Porque el deseo de vivir es así: incondicional e insaciable.

Abaddón el exterminador, 1974.

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