Masha Ivanova,
ocho años
Actualmente
es profesora
Mi
familia estaba muy unida. Todos nos queríamos…
Mi
padre había luchado en la Guerra Civil. De la guerra salió lisiado,
caminaba con muletas. Sin embargo, consiguió dirigir el koljós, que
bajo su dirección sobresalió por encima de las demás granjas.
Cuando aprendí a leer, él mismo me enseñó los recortes del
periódico Pravda en los que se hablaba de nuestro koljós. Antes de
que estallara la guerra, incluso lo invitaron, junto con otros
presidentes reputados, a asistir a un congreso de miembros destacados
de koljós y a la exposición agrícola de Moscú. De aquel viaje me
trajo unos libros muy bonitos y una caja de bombones.
Mi
madre y yo queríamos mucho a papá. Yo lo adoraba y él nos adoraba
a nosotras. A mi madre y a mí. ¿Estoy idealizando mi infancia? Tal
vez. Pero mi memoria ha teñido todo lo anterior a la guerra de
colores alegres y nítidos. Porque… era mi infancia. Una infancia
de verdad…
Recuerdo
las canciones. Las mujeres volvían cantando del campo. El sol
empezaba a caer, desaparecía más allá del horizonte, y desde lejos
se oía: «Ya es la hora de volver, ya es la hora…».
El
crepúsculo del atardecer…
Yo
corro al encuentro de la canción: mi madre está allí, oigo su voz.
Mamá me levanta en brazos, yo la abrazo, luego salto al suelo y
corro por delante de la canción que vuela detrás de mí, que lo
llena todo a mi alrededor; ¡me siento tan bien, tan feliz!
Y
en medio de una infancia tan alegre… De repente… De la noche a la
mañana… ¡la guerra!
Mi
padre se marchó en los primeros días… Le encomendaron un puesto
en la organización clandestina. Tuvo que irse de casa, porque en
nuestro pueblo todos lo conocían. Solo venía a vernos de noche.
Una
vez lo oí hablando con mamá:
—Hoy
hemos hecho volar un camión alemán en la carretera…
Yo
estaba escondida en la parte de arriba de la estufa y sin querer
empecé a toser. Mis padres se asustaron.
—Hija,
nadie debe saberlo —me avisaron.
Empezó
a darme miedo que llegara la noche. Mi padre vendría a vernos, los
nazis lo descubrirían y se lo llevarían, se llevarían a mi padre,
a quien tanto quería.
Siempre
le estaba esperando. Me metía en el rincón más alejado, encima de
nuestra gran estufa… Me abrazaba a mi abuela, pero me daba miedo
quedarme dormida; si me dormía, me despertaba a menudo. El viento
aullaba en la chimenea, la llave del tiro de la chimenea vibraba y
tintineaba. Y yo sin poder dejar de pensar: «No puedo dormirme, que
entonces no veré a papá cuando llegue».
Un
día… de pronto tuve la sensación de que lo que oía no era el
viento, sino el llanto de mi madre. Tenía fiebre. Era tifus.
Era
noche cerrada; llegó papá. Yo fui la primera en oírlo y llamé a
la abuela. Mi padre estaba frío y yo ardía de fiebre; él se sentó
a mi lado y no podía irse. Estaba cansado, envejecido, pero yo lo
sentía tan mío, tan querido… De repente llamaron a la puerta.
Unos golpes sonoros. Mi padre ni siquiera tuvo tiempo de ponerse la
zamarra: los policías ya estaban dentro de casa. Lo empujaron
afuera; yo me abalancé detrás, él tendió las manos hacia mí y al
instante recibió un golpe. Lo pegaban con los fusiles. Le golpeaban
la cabeza. Yo fui corriendo, descalza sobre la nieve, hasta la orilla
del río y grité: «¡Papá! Papá…». En casa, la abuela se
lamentaba: «Pero ¿dónde está Dios? ¿Dónde se esconde?».
Mataron
a mi padre…
La
abuela no logró sobrevivir a una desgracia tan grande. Su llanto se
hizo cada vez más y más grave, y dos semanas después de aquello,
una noche, murió. Estábamos encima de la estufa. Yo dormía con
ella y abrazaba su cuerpo sin vida. No había nadie más en casa: mi
madre y mi hermano estaban escondidos en casa de los vecinos.
Mi
madre cambió después de la muerte de mi padre. No salía de casa.
Solo hablaba de él… Enseguida se cansaba, y eso que antes de la
guerra era una trabajadora infatigable, siempre entre las primeras.
Ya no se fijaba nunca en mí, aunque yo trataba de llamar su atención
todo el rato. Intentaba alegrarla con lo que fuera. Solo se animaba
un poco cuando nos poníamos a recordar a mi padre.
Recuerdo
el día en que un grupo de mujeres entraron en casa y dijeron muy
contentas:
—Han
enviado a un chico de la aldea vecina… ¡Dice que la guerra ha
acabado! Pronto regresarán nuestros hombres.
Mamá
cayó a plomo en el suelo limpio que yo acababa de fregar…
Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial.1985.
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