Ese olmo tenía
unas iniciales grabadas en la corteza: sin duda, la firma del poeta
que lo creó.
Solo,
cerca del río, recordaba su vida: un gran envión desde la semilla
hasta la flor más alta, flor que prolongaba la ascensión al
difundir su fragancia. Hubiera querido seguir subiendo como ese otro
árbol, el de humo, que se formaba cada vez que quemaban sus hojas
secas en el otoño. Y en la primavera, cuando las urracas que se le
habían posado se echaban a volar como hojas que después de planear
por un rato podían volver a las ramas, el olmo sentía que su
follaje era el viajero. Conocía a los pájaros por sus modos de
volar: la acrobacia aérea del chajá, la tristeza de la golondrina
que por alto que vuele siempre sueña con algo que está más allá
de sus alas, la rebeldía de la tijereta, que se aleja de la tierra,
no para explorar, sino en una rápida ofensiva contra el cielo. Si un
viento lo agitaba, el olmo sabía que venía de alguien que, al ver
el globo de la tierra, se había puesto a soplar para hacerlo girar y
que los cambiantes colores del cielo eran intensidades de ese
constante soplo.
Ante
tanto cielo, ante tanto ejemplo de libertad, la ambición del olmo
era volar. Se erguía, estiraba los brazos. Un día le creció un
nuevo brote. No era un brote cualquiera: era una pluma. Una pluma
verde. El comienzo de un ala.
El gato de Cheshire, 1965.
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