domingo, 17 de marzo de 2024

Ambición. Enrique Anderson Imbert.

Ese olmo tenía unas iniciales grabadas en la corteza: sin duda, la firma del poeta que lo creó.
Solo, cerca del río, recordaba su vida: un gran envión desde la semilla hasta la flor más alta, flor que prolongaba la ascensión al difundir su fragancia. Hubiera querido seguir subiendo como ese otro árbol, el de humo, que se formaba cada vez que quemaban sus hojas secas en el otoño. Y en la primavera, cuando las urracas que se le habían posado se echaban a volar como hojas que después de planear por un rato podían volver a las ramas, el olmo sentía que su follaje era el viajero. Conocía a los pájaros por sus modos de volar: la acrobacia aérea del chajá, la tristeza de la golondrina que por alto que vuele siempre sueña con algo que está más allá de sus alas, la rebeldía de la tijereta, que se aleja de la tierra, no para explorar, sino en una rápida ofensiva contra el cielo. Si un viento lo agitaba, el olmo sabía que venía de alguien que, al ver el globo de la tierra, se había puesto a soplar para hacerlo girar y que los cambiantes colores del cielo eran intensidades de ese constante soplo.
Ante tanto cielo, ante tanto ejemplo de libertad, la ambición del olmo era volar. Se erguía, estiraba los brazos. Un día le creció un nuevo brote. No era un brote cualquiera: era una pluma. Una pluma verde. El comienzo de un ala.

El gato de Cheshire, 1965.

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