Cool Pozzo y Al
Caparra ya no son amigos. La vida se encargó de distanciarlos a
punta de balas huérfanas, irremisiblemente perdidas en el espacio de
la historia.
Por
años, Cool vivió atormentado por sus fechorías: robó en Trepani y
mató en Nueva York. En aquellos tiempos la gran manzana estaba
podrida. En una callejuela hedionda, con seguridad Prince St.,
conoció a Al, recién apaleado por deudas de juego. Los grandes
hematomas que invadían su cara, impresionaron a Cool, que lo llevó
a su ratonera para curarlo y componerle los huesos quebrados.
Ten
cerca a tus amigos, pero más cerca a tus enemigos, sugirió Cool a
Al. ¿Eso no lo dijo Don Vito?, preguntó Al. Perfecto, respondió
Cool, no eres tan tonto como pensaba.
Cool
Pozzo y Al Caparra fueron goodfellas. Trabajaron solos. Hay quienes
intentaron acercárseles, como Pus Verdi, un matón con los arcos
ciliares inflamados por la sinusitis crónica, de hablar gangoso y
respiración sibilante. O como Sony Ditto, policía corrupto y
trompetista amateur. Cool les encargó trabajos que fueron cumplidos
en menos de lo que canta un gallo. Acto seguido, Al los despachó al
patio de los callados. Nuestro lema es la desconfianza, balbuceaba
Cool, limpiándose las lágrimas, al recordar a sus esbirros
desangrándose en algún rincón oscuro de Port Authority.
La
desconfianza huyó por una alcantarilla cuando los goodfellas
conocieron a Kala Mari, de padres napolitanos pero nacida en Newark,
NJ, prostituta de profesión y cantante ocasional en bares del
distrito portuario.
Cool
y Al enloquecieron al verla aquella noche, enfundada en un vestido
morado, de tela tan flexible que podía apreciarse la turgencia de
los senos y los largos músculos de sus piernas.
A
Kala no le costó nada enamorar al par de babosos y agenciarse comida
diaria, una cama, aunque sucia, para dormir, ciertas caricias a las
cuales no estaba acostumbrada. Los tres, puedo decirlo con certeza,
pasaron días felices. Kala cocinaba como una diosa y su especialidad
era la frittata di piovra; también la soppressata di
piovra all’aceto balsamico. Cool y Al le compraban otros frutos
del mar, pero Kala tenía sólo ojos para los moluscos cefalópodos.
Te amo, suspiraba Kala, deslizando uno por su cuello, cantándole
Autumn leaves, besando cada una de las ventosas, jugando con
los tentáculos y la cabeza lánguida. Te amo, repetía, mientras
miraba con lascivia a Cool y Al, celosos, pero también excitados por
aquella extraña parafilia.
Este
huevito quiere sal, espetó Al tocándose obscenamente. He aquí el
principio del caos. Cool le dio la paliza de su vida. No te mato
porque somos goodfellas, acezó, mientras Kala, ajena a la pelea,
continuaba su ritual a ojos cerrados, murmurando cosas
ininteligibles, quizás el lenguaje de las profundidades abisales,
donde los monstruos mayores están en la mente del que los lee.
Pobre
chica. La cortaron en juliana. Desde aquel nefasto día, Cool y Al
guardaron silencio. Se enjabonaban el cuerpo hasta cinco veces
diarias, pero no lograron sacarse el pungente olor de Kala. Vivieron
sumergidos en una pena violácea, sobre todo Cool, que tenía accesos
de llanto y no lograba calmar su espíritu.
Hasta
que pasó lo que tenía que pasar: Una helada mañana de febrero, Al
Caparra se marchó de la covacha infesta. Dejó una nota sujeta a uno
de los imanes en forma de pulpo que Kala había comprado para el
refrigerador: We’re not friends, pal.
Ojo travieso.
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