lunes, 1 de abril de 2024

Buenos muchachos. Lilian Elphick.

Cool Pozzo y Al Caparra ya no son amigos. La vida se encargó de distanciarlos a punta de balas huérfanas, irremisiblemente perdidas en el espacio de la historia.
Por años, Cool vivió atormentado por sus fechorías: robó en Trepani y mató en Nueva York. En aquellos tiempos la gran manzana estaba podrida. En una callejuela hedionda, con seguridad Prince St., conoció a Al, recién apaleado por deudas de juego. Los grandes hematomas que invadían su cara, impresionaron a Cool, que lo llevó a su ratonera para curarlo y componerle los huesos quebrados.
Ten cerca a tus amigos, pero más cerca a tus enemigos, sugirió Cool a Al. ¿Eso no lo dijo Don Vito?, preguntó Al. Perfecto, respondió Cool, no eres tan tonto como pensaba.
Cool Pozzo y Al Caparra fueron goodfellas. Trabajaron solos. Hay quienes intentaron acercárseles, como Pus Verdi, un matón con los arcos ciliares inflamados por la sinusitis crónica, de hablar gangoso y respiración sibilante. O como Sony Ditto, policía corrupto y trompetista amateur. Cool les encargó trabajos que fueron cumplidos en menos de lo que canta un gallo. Acto seguido, Al los despachó al patio de los callados. Nuestro lema es la desconfianza, balbuceaba Cool, limpiándose las lágrimas, al recordar a sus esbirros desangrándose en algún rincón oscuro de Port Authority.
La desconfianza huyó por una alcantarilla cuando los goodfellas conocieron a Kala Mari, de padres napolitanos pero nacida en Newark, NJ, prostituta de profesión y cantante ocasional en bares del distrito portuario.
Cool y Al enloquecieron al verla aquella noche, enfundada en un vestido morado, de tela tan flexible que podía apreciarse la turgencia de los senos y los largos músculos de sus piernas.
A Kala no le costó nada enamorar al par de babosos y agenciarse comida diaria, una cama, aunque sucia, para dormir, ciertas caricias a las cuales no estaba acostumbrada. Los tres, puedo decirlo con certeza, pasaron días felices. Kala cocinaba como una diosa y su especialidad era la frittata di piovra; también la soppressata di piovra all’aceto balsamico. Cool y Al le compraban otros frutos del mar, pero Kala tenía sólo ojos para los moluscos cefalópodos. Te amo, suspiraba Kala, deslizando uno por su cuello, cantándole Autumn leaves, besando cada una de las ventosas, jugando con los tentáculos y la cabeza lánguida. Te amo, repetía, mientras miraba con lascivia a Cool y Al, celosos, pero también excitados por aquella extraña parafilia.
Este huevito quiere sal, espetó Al tocándose obscenamente. He aquí el principio del caos. Cool le dio la paliza de su vida. No te mato porque somos goodfellas, acezó, mientras Kala, ajena a la pelea, continuaba su ritual a ojos cerrados, murmurando cosas ininteligibles, quizás el lenguaje de las profundidades abisales, donde los monstruos mayores están en la mente del que los lee.
Pobre chica. La cortaron en juliana. Desde aquel nefasto día, Cool y Al guardaron silencio. Se enjabonaban el cuerpo hasta cinco veces diarias, pero no lograron sacarse el pungente olor de Kala. Vivieron sumergidos en una pena violácea, sobre todo Cool, que tenía accesos de llanto y no lograba calmar su espíritu.
Hasta que pasó lo que tenía que pasar: Una helada mañana de febrero, Al Caparra se marchó de la covacha infesta. Dejó una nota sujeta a uno de los imanes en forma de pulpo que Kala había comprado para el refrigerador: We’re not friends, pal.

Ojo travieso.

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