sábado, 6 de abril de 2024

Cuqui era el hijo de la portera. José Luis Coll.

Cuqui era el hijo de la portera, la señora Rufina, mujeruca de escaso volumen y cara boxeada por el leñador de su marido, que solía llegar todos los atardeceres con una joroba de leña salvaje, hurtada a hurtadillas. Por aquel entonces había que robar el calor. Por aquel entonces había que robarlo todo. La dádiva no existía y la compra era imposible. Y el aire estaba impregnado de una polución silente. Se hablaba con los ojos. La lengua era un peligro. Y hasta los músculos de los rostros se habían declarado en huelga. Las gentes no andaban. Se deslizaban. Era como un vivir en cámara lenta, en un ambiente en el que se moría a cámara rápida.
Cuqui era el segundo de tres hermanos, entre Rufino y Darío. Le llamábamos Cabeza de Ajo, por la pequeñez de su calavera. No era fuerte, pero sí nervudo, y sus ojos -diminutos puntos negros- nos hacían temblar cuando miraban con mala leche. Cuqui no necesitaba más de una piedra para ejecutar un pájaro con su onda, ni más de cinco minutos para escalar hasta los tejados de la catedral, medio cuerpo en el vacío, y arramplar con siete nidos de vencejo. Su cara era redonda como una luna de ñino. Su tez blanca marfileña. Su boca apenas el boceto de una raya. La cabeza rapada, con excepción de un ligero flequillo hasta media frente. Y nunca le vimos reír. Decía que la risa era cosa de señoritos mariquitas.
Cuqui acababa de cumplir los trece años, cuando una de sus piernas comenzó a enflaquecer de manera incomprensible. No admitía la menor broma acerca de aquella súbita anomalía. Y al que osaba excederse en tal sentido, con la misma pierna enferma, le atizaba una patada en las cercanías.
Durante algunas semanas siguió siendo el jefe de la camarilla, maldisimulando una cojera que cada día se hacía más ostensible.
-Mi hermano debe estar muy mal -nos dijo una tarde Darío-. Mi madre lo ha llevado al médico y a dicho que tiene que estar mucho tiempo en la cama.
-¿Cuánto tiempo?
-Mucho.
-Pero, ¿cuánto?
-Mucho.
Cuando fuimos a verle, nos dijo que le lleváramos unas cuartilla y un lapicero. Aquello nos extrañó sobremanera porque Cuqui no sabía escribir. Sin embargo tenía cierta habilidad para el dibujo. Y se pasaba las horas dibujando cosas que luego escondía bajo la almohada.
-¿Qué es lo que dibujas, Cuqui? -le preguntamos.
Le vimos sonreír por primera vez en la vida.
Y dijo:
-Dibujo hojas de árbol. Dibujo árboles en otoño.
Y nos lo decía en primavera.
-Dibujo bosques con árboles sin hojas. Dibujo bosques con el suelo lleno de hojas. Dibujo bosques con lagos y ríos que llevan hojas secas. No se me ocurre otra cosa, y me gusta. No veo hojas verdes en los árboles. Sólo veo hojas secas. Y las veo caer poco a poco, formando montones de hojas como manos muertas. A veces veo ciervos que llevan en la cabeza muchas ramas con hojas secas. Y se me acercan hasta la cama. Y me llenan la cama de hojas secas. Y entonces veo mi pierna como un sarmiento sin hojas.
El Fede y el Rómulo lo miraban sin comprender nada.
-Madre…
-¿Qué quieres, hijo?
-Dame agua.
-Cuqui, ya has bebido mucha agua.
-Necesito más agua para mi pierna. A lo mejor bebiendo agua le salen hojas. Pero hojas verdes. Me cansan tantas hojas secas.
-Cuqui.
-No llores, madre. Ya he vivido trece años. Cuántos quisieran decir lo mismo. El otoño se acerca y con él me iré yo. No tengo ningún miedo, madre. Se lo juro. Cuídese y cuide de padre, que está casi tan viejo como yo. Para qué trabajar tanto. Anda y le den por culo al estropajo.
-Cuqui…
-Déjeme, madre, que diga lo que quiera. No sabe usted lo corta que es la vida. Si lo siento es porque ya no podré bañarme en el Júcar ni robar fruta de las huertas. Sin embargo, se pondrán contentos los pájaros. Y habrá más nidos en los árboles, y en los árboles más hojas…
Cuqui se quedó dormido aquel día.
En otoño no despertó.

El hermano bastardo de Dios, 1984.

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