Cuqui era el hijo de la portera, la
señora Rufina, mujeruca de escaso volumen y cara boxeada por el
leñador de su marido, que solía llegar todos los atardeceres con
una joroba de leña salvaje, hurtada a hurtadillas. Por aquel
entonces había que robar el calor. Por aquel entonces había que
robarlo todo. La dádiva no existía y la compra era imposible. Y el
aire estaba impregnado de una polución silente. Se hablaba con los
ojos. La lengua era un peligro. Y hasta los músculos de los rostros
se habían declarado en huelga. Las gentes no andaban. Se deslizaban.
Era como un vivir en cámara lenta, en un ambiente en el que se moría
a cámara rápida.
Cuqui
era el segundo de tres hermanos, entre Rufino y Darío. Le llamábamos
Cabeza de Ajo, por la pequeñez de su calavera. No era fuerte,
pero sí nervudo, y sus ojos -diminutos puntos negros- nos hacían
temblar cuando miraban con mala leche. Cuqui no necesitaba más de
una piedra para ejecutar un pájaro con su onda, ni más de cinco
minutos para escalar hasta los tejados de la catedral, medio cuerpo
en el vacío, y arramplar con siete nidos de vencejo. Su cara era
redonda como una luna de ñino. Su tez blanca marfileña. Su boca
apenas el boceto de una raya. La cabeza rapada, con excepción de un
ligero flequillo hasta media frente. Y nunca le vimos reír. Decía
que la risa era cosa de señoritos mariquitas.
Cuqui
acababa de cumplir los trece años, cuando una de sus piernas comenzó
a enflaquecer de manera incomprensible. No admitía la menor broma
acerca de aquella súbita anomalía. Y al que osaba excederse en tal
sentido, con la misma pierna enferma, le atizaba una patada en las
cercanías.
Durante
algunas semanas siguió siendo el jefe de la camarilla,
maldisimulando una cojera que cada día se hacía más ostensible.
-Mi
hermano debe estar muy mal -nos dijo una tarde Darío-. Mi madre lo
ha llevado al médico y a dicho que tiene que estar mucho tiempo en
la cama.
-¿Cuánto
tiempo?
-Mucho.
-Pero,
¿cuánto?
-Mucho.
Cuando
fuimos a verle, nos dijo que le lleváramos unas cuartilla y un
lapicero. Aquello nos extrañó sobremanera porque Cuqui no sabía
escribir. Sin embargo tenía cierta habilidad para el dibujo. Y se
pasaba las horas dibujando cosas que luego escondía bajo la
almohada.
-¿Qué
es lo que dibujas, Cuqui? -le preguntamos.
Le
vimos sonreír por primera vez en la vida.
Y
dijo:
-Dibujo
hojas de árbol. Dibujo árboles en otoño.
Y
nos lo decía en primavera.
-Dibujo
bosques con árboles sin hojas. Dibujo bosques con el suelo lleno de
hojas. Dibujo bosques con lagos y ríos que llevan hojas secas. No se
me ocurre otra cosa, y me gusta. No veo hojas verdes en los árboles.
Sólo veo hojas secas. Y las veo caer poco a poco, formando montones
de hojas como manos muertas. A veces veo ciervos que llevan en la
cabeza muchas ramas con hojas secas. Y se me acercan hasta la cama. Y
me llenan la cama de hojas secas. Y entonces veo mi pierna como un
sarmiento sin hojas.
El
Fede y el Rómulo lo miraban sin comprender nada.
-Madre…
-¿Qué
quieres, hijo?
-Dame
agua.
-Cuqui,
ya has bebido mucha agua.
-Necesito
más agua para mi pierna. A lo mejor bebiendo agua le salen hojas.
Pero hojas verdes. Me cansan tantas hojas secas.
-Cuqui.
-No
llores, madre. Ya he vivido trece años. Cuántos quisieran decir lo
mismo. El otoño se acerca y con él me iré yo. No tengo ningún
miedo, madre. Se lo juro. Cuídese y cuide de padre, que está casi
tan viejo como yo. Para qué trabajar tanto. Anda y le den por culo
al estropajo.
-Cuqui…
-Déjeme,
madre, que diga lo que quiera. No sabe usted lo corta que es la vida.
Si lo siento es porque ya no podré bañarme en el Júcar ni robar
fruta de las huertas. Sin embargo, se pondrán contentos los pájaros.
Y habrá más nidos en los árboles, y en los árboles más hojas…
Cuqui
se quedó dormido aquel día.
En
otoño no despertó.
El hermano bastardo de Dios, 1984.
No hay comentarios:
Publicar un comentario