A partir de la operación, el cuerpo me ha desobedecido en muchas ocasiones. Se niega a levantarse, a sentarse. Se niega a entrar o salir. Me fuerza muchas tardes a permanecer en casa, inmóvil como un mueble más. Los trámites de la testamentaría -las últimas enfermedades suelen empezar al tiemp que las primeras herencias- me han obligado a hacer este viaje y me sorpendió comprobar la facilidad con que mi cuerpo se dispuso a ello. Anoche, tras llegar a la vieja casa impregnada de recuerdos de niñez y adolescencia que incrementaban mi desazón, advertí el primer signo rebelde: en un momento de la madrugada me sentí en una posición incómoda que no me dejaba respirar bien e intenté moverme, pero el cuerpo no me resondía. Como estaba dormido, comprendí que era preciso despertar para cambiar de postura, pero mi cuerpo no quería despertarse, y solo después de un largo forcejeo en el umbral que comunica sueño y vigilia conseguí vencer su resistencia. Otro signo de rebelión se produjo esta misma tarde, después de comer, cuando me disponía a pasear por el bosque. Mi cuerpo no me obedeció y tuve que cambiar de rumbo y encaminarme a los acantilados. Ahora estoy sentado en el borde del prado húmedo, sobre el mar que ruge. En el oscuro roquedal, treinta metros más abajo, se desparrama violenta la espuma de las olas. Hace mucho frío y he intentado regresar a casa, pero mi cuerpo se rebela una vez más, se acerca al borde del precipicio, levanta los brazos. Asumo lo que va a suceder con horrible resignación.
Antología del microrrelato español. (1906 – 2011). 2012.
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