Olía como a
albaricoques podridos. Caminando entre las ruinas del incendio,
percibió ese tenue olor. También pensó que, extrañamente, el
hedor de cadáveres putrefactos bajo el calor del sol no era tan
desagradable. Ante el estanque donde habían ido apilando los
cadáveres, comprendió que en el ámbito de las sensaciones, la
expresión «atroz y truculento» no era exagerada. En especial, lo
había impresionado el cadáver de un niño de doce o trece años.
Mientras lo miraba, sintió algo parecido a la envidia. Las palabras
«Los amados por los dioses, mueren prematuramente» surgieron en su
mente. La casa de su hermana, quemada. La de su hermano adoptivo,
también. Sin embargo, su cuñado, en libertad provisional por haber
cometido perjurio…
«Ojalá
se mueran todos».
Fue
todo lo que se le ocurrió pensar mientras permanecía inmóvil y de
pie ante las ruinas de los incendios que siguieron al terremoto.
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