Cuando mi padre se
arruinó con la farmacia de Tacuarembó, la familia pasó, casi sin
transición, de la vida confortable a la casi miseria. Fuimos a dar a
una casucha con techo de zinc en los alrededores de Colón. Si
malamente nos manteníamos era gracias a que mi madre iba pignorando,
uno tras otro, los regalos de su boda: un juego de té de porcelana
Meissen, una jarra de plata y cristal, una lámpara de Gallé (sólo
con esta venta sobrevivimos un semestre), etcétera. Mi padre no
podía trabajar en ninguna parte, al menos legalmente, porque la
implacable Liga Comercial había embargado de antemano todos sus
posibles haberes en nombre de una retahíla de acreedores. Lo más
que conseguía, gracias a la buena voluntad de algún viejo amigo o
camarada de estudios, eran changas clandestinas. Me consta que
trabajó, en distintas épocas, como boletero eventual de un cine de
barrio, y también que gastó zapatos haciendo una suplencia de
visitador médico. Varios años después consiguió un puesto como
químico en el laboratorio de una repartición pública (allí el
sueldo era por fin inembargable), pero en aquel entonces ese logro
estaba todavía muy lejos y en el ambiente familiar había siempre
tensiones y rabias contenidas y cuando a la noche sacaba las cuentas
mi padre daba de pronto un puñetazo de impotencia sobre la mesa y el
hule a cuadros verdes y blancos quedaba durante unos minutos marcado
por el castigo. Mientras tuvimos radio, mi madre se quedaba en un
rincón escuchando el episodio del día, pero cuando también hubo
que vender la antigua Philips de dos piezas, simplemente callaba y se
ponía a hojear revistas viejas, deteniéndose sólo en los avisos.
Recuerdo
esta escena porque así estábamos distribuidos, casi como en el
cierre de un capítulo de D'Amicis, cuando en la puerta de la cocina
sonaron golpes de miedo. Mi padre, más pálido que de costumbre, se
levantó y fue a abrir. Nunca olvidaré el aspecto del vecino,
Saverio Tarchetti, que apareció en el marco de la puerta con una
impresionante herida en el hombro y otra más leve en una mano. Un
hermano mayor, Dino, lo sujetaba de un brazo y le pidió a mi padre
que los acompañara hasta el médico más cercano, cuya casa quedaba
a unas cinco cuadras, en el Camino Garzón. Antes hubo que hacerle al
herido una cura elemental, sumarísima, y mi madre no vaciló en
rasgar una de nuestras únicas tres sábanas a fin de que mi padre
pudiera hacer un precario vendaje. Por allí no había teléfono
público ni privado para llamar a la Asistencia. El teléfono más
próximo, dijo Dino, quedaba más lejos aún que la casa del médico.
Era
medianoche. Días después supimos con detalles qué había pasado.
Los Tarchetti eran una laboriosa familia italiana, magnífica gente,
generosa y alegre durante casi todo el año, pero inusualmente
agresiva en Navidad, Año Nuevo y en los cumpleaños familiares. Sólo
en tales celebraciones tomaban vino en abundancia y el resultado era
siempre lamentable. En un cumpleaños anterior, el ahora herido había
rociado el exterior de la vivienda con abundante nafta y seguramente
la habría incendiado, pero en el instante en que iba a arrojar un
fósforo encendido, unos vecinos a quienes la tradición familiar
había vuelto vigilantes se le echaron encima hasta reducirlo. En la
pasada Navidad, Ruggero, otro de los cinco hermanos, había saltado,
con las botas puestas, sobre el vientre de un fratello, Paolo, que
estuvo varias semanas orinando sangre. Un quinto hermano, Giorgio, el
menor, que en la ocasión era el dueño del cumpleaños, le había
asestado esta vez dos puñaladas a nuestro huésped de medianoche.
Cuando
al fin mi padre se dispuso a salir con Dino y Saverio, mi madre dijo
que ella por nada del mundo se iba a quedar sola, de modo que me tomó
de la mano y así emprendimos la marcha. Mis siete años, recién
cumplidos, iban temblando, pero no de frío. La noche era cálida y
serena, y la luna hacía más blancos los trozos de sábana que iban
poco a poco tiñéndose de sangre a la altura del hombro y la mano
del herido. Éste no decía palabra, ni siquiera se quejaba, como si
concentrara todas las energías que le quedaban en dar un paso tras
otro, flanqueado y ayudado por Dino y por mi padre. Mi madre y yo
éramos la retaguardia, formando una comitiva casi fantasmal. Yo me
aferraba a la mano materna, con la vista fija en aquellas manchas de
sangre que crecían, oscureciendo la pálida contribución de la
luna.
Después
de una eternidad (el paso del herido era cada vez más lento y
vacilante) llegamos a casa del médico, pero ahí todo estaba cerrado
y oscuro. Dino empezó entonces a aporrear la puerta y a gritar una y
otra vez: «¡Dottore Acosta! ¡Dottore Acosta!». Pasó una segunda
eternidad antes de que il dottore Acosta abriera cautelosamente un
postigo y asomara su personal modorra. Rápidamente se despejó, sin
embargo, no bien le echó un vistazo a nuestro miserable quinteto.
Nos abrió la puerta y entramos todos. Afortunadamente hacía diez
días que el doctor tenía teléfono, así que, en una breve
secuencia tartamuda, le indicó a mi padre que pidiera una
ambulancia, mientras él atendía al derrengado Saverio, que a esta
altura había optado por desmayarse. Estuvimos allí una tercera
eternidad hasta que por fin se hizo presente la ambulancia y se llevó
a Saverio, a Dino y al médico.
Mis
padres y yo emprendimos el regreso, más bien cabizbajos, y recuerdo
que el viejo respiró profundamente y dijo: «Siempre hay alguien que
está peor que uno», y enseguida agregó: «Pero eso tampoco arregla
las cosas». Luego me tomó de la mano y pasó el otro brazo sobre el
hombro de mamá y no sé si a ella se le aguaron los ojos o es que
así me parecía a través de mis lágrimas. Y bien, esta imagen
última, con los tres caminando, enlazados y tristes, bajo la luna
solidaria, es en verdad el recuerdo más entrañable que conservo de
mi infancia, que no fue lo que se dice un paraíso.
Ah,
me olvidaba. Saverio se salvó. En el siguiente Año Nuevo, el
segundo de los hermanos empujó al cuarto desde la azotea y el salto
terminó en doble fractura de la pierna derecha. Pero nosotros ya no
estábamos allí y quizá para esa época ya había teléfono.
Despistes y franquezas, 1989.
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