El Kilimanjaro es una montaña
cubierta de nieve de 5895 m de altura, y dicen que es la más alta de
África. Su nombre es, en masai, «Ngáje Ngái», «la Casa de
Dios». Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de
un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando
el leopardo por aquellas alturas.
—Lo
maravilloso es que no huele —dijo—. Así se sabe cuándo empieza.
—¿De
veras?
—Absolutamente.
Aunque siento mucho lo del olor. No se puede evitar, y debe
molestarte, ¿eh?
—¡No!
No digas eso, por favor.
—Míralos.
¿Qué será lo que los atrae? ¿Vendrán por la vista o por el
olfato?
El
catre donde yacía el hombre estaba situado a la sombra de una ancha
mimosa. Ahora dirigía su mirada hacia el resplandor de la llanura,
mientras tres de las grandes aves se agazapaban en posición obscena
y otras doce atravesaban el cielo, provocando fugaces sombras al
pasar.
—No
se han movido de allí desde que nos quedamos sin camión —dijo—.
Hoy por primera vez han bajado al suelo. He observado que al
principio volaban con precaución, como temiendo que quisiera
cogerlas para mi despensa. Esto es muy divertido, ya que ocurrirá
todo lo contrario.
—Quisiera
que no fuese así.
—Es
un decir. Si hablo, me resulta más fácil soportarlo. Pero puedes
creer que no quiero molestarte, por supuesto.
—Bien
sabes que no me molesta —contestó ella—. ¡Me pone tan nerviosa
no poder hacer nada! Creo que podríamos aliviar la situación hasta
que llegue el aeroplano.
—O
hasta que no venga…
—Dime
qué puedo hacer. Te lo ruego. Ha de existir algo que yo sea capaz de
hacer.
—Puedes
irte; eso te calmaría. Aunque dudo que puedas hacerlo. Tal vez será
mejor que me mates. Ahora tienes mejor puntería. Yo te enseñé a
tirar, ¿no?
—No
me hables así, por favor. ¿No podría leerte algo?
—¿Leerme
qué?
—Cualquier
libro de los que no hayamos leído. Han quedado algunos.
—No
puedo prestar atención. Hablar es más fácil. Así nos peleamos, y
no deja de ser un buen pasatiempo.
—Para
mí, no. Nunca quiero pelearme. Y no lo hagamos más. No demos más
importancia a mis nervios, tampoco. Quizá vuelvan hoy mismo con otro
camión. Tal vez venga el avión…
—No
quiero moverme —manifestó el hombre—. No vale la pena ahora; lo
haría únicamente si supiera que con ello te encontrarías más
cómoda.
—Eso
es hablar con cobardía.
—¿No
puedes dejar que un hombre muera lo más tranquilamente posible, sin
dirigirle epítetos ofensivos? ¿Qué se gana con insultarme?
—Es
que no vas a morir.
—No
seas tonta. Ya me estoy muriendo. Mira esos bastardos —y levantó
la vista hacia los enormes y repugnantes pájaros, con las cabezas
peladas hundidas entre las abultadas plumas. En aquel instante bajó
otro y, después de correr con rapidez, se acercó con lentitud hacia
el grupo.
—Siempre
están cerca de los campamentos. ¿No te habías fijado nunca?
Además, no puedes morir si no te abandonas…
—¿Dónde
has leído eso? ¡Maldición! ¡Qué estúpida eres!
—Podrías
pensar en otra cosa.
—¡Por
el amor de Dios! —exclamó—. Eso es lo que he estado haciendo.
Luego
se quedó quieto y callado por un rato y miró a través de la cálida
luz trémula de la llanura, la zona cubierta de arbustos. Por
momentos, aparecían gatos salvajes, y, más lejos, divisó un hato
de cebras, blanco contra el verdor de la maleza. Era un hermoso
campamento, sin duda. Estaba situado debajo de grandes árboles y al
pie de una colina. El agua era bastante buena allí y en las
cercanías había un manantial casi seco por donde los guacos de las
arenas volaban por la mañana.
—¿No
quieres que lea, entonces? —preguntó la mujer, que estaba sentada
en una silla de lona, junto al catre—. Se está levantando la
brisa.
—No,
gracias.
—Quizá
venga el camión.
—Al
diablo con él. No me importa un comino.
—A
mí, sí.
—A
ti también te importan un bledo muchas cosas que para mí tienen
valor.
—No
tantas, Harry.
—¿Qué
te parece si bebemos algo?
—Creo
que te hará daño. Dijeron que debías evitar todo contacto con el
alcohol. En todo caso, no te conviene beber.
—¡Molo!
—gritó él.
—Sí,
bwana.
—Trae
whisky con soda.
—Sí,
bwana.
—¿Por
qué bebes? No deberías hacerlo —le reprochó la mujer—. Eso es
lo que entiendo por abandono. Sé que te hará daño.
—No.
Me sienta bien.
«Al
fin y al cabo, ya ha terminado todo —pensó—. Ahora no tendré
oportunidad de acabar con eso. Y así concluirán para siempre las
discusiones acerca de si la bebida es buena o mala».
Desde
que le empezó la gangrena en la pierna derecha no había sentido
ningún dolor, y le desapareció también el miedo, de modo que lo
único que sentía era un gran cansancio y la cólera que le
provocaba el que esto fuera el fin. Tenía muy poca curiosidad por lo
que le ocurriría luego. Durante años le había obsesionado, sí,
pero ahora no representaba esencialmente nada. Lo raro era la
facilidad con que se soportaba la situación estando cansado.
Ya
no escribiría nunca las cosas que había dejado para cuando tuviera
la experiencia suficiente para escribirlas. Y tampoco vería su
fracaso al tratar de hacerlo. Quizá fuesen cosas que uno nunca puede
escribir, y por eso las va postergando una y otra vez. Pero ahora no
podría saberlo, en realidad.
—Quisiera
no haber venido a este lugar —dijo la mujer. Le estaba mirando
mientras tenía el vaso en la mano y apretaba los labios—. Nunca te
hubiera ocurrido nada semejante en París. Siempre dijiste que te
gustaba París. Podíamos habernos quedado allí, entonces, o haber
ido a otro sitio. Yo hubiera ido a cualquier otra parte. Dije, por
supuesto, que iría adonde tú quisieras. Pero si tenías ganas de
cazar, podíamos ir a Hungría y vivir con más comodidad y
seguridad.
—¡Tu
maldito dinero!
—No
es justo lo que dices. Bien sabes que siempre ha sido tan tuyo como
mío. Lo abandoné todo, te seguí por todas partes y he hecho todo
lo que se te ha ocurrido que hiciese. Pero quisiera no haber pisado
nunca estas tierras.
—Dijiste
que te gustaba mucho.
—Sí,
pero cuando tú estabas bien. Ahora lo odio todo. Y no veo por qué
tuvo que sucederte lo de la infección en la pierna. ¿Qué hemos
hecho para que nos ocurra?
—Creo
que lo que hice fue olvidarme de ponerle yodo en seguida. Entonces no
le di importancia porque nunca había tenido ninguna infección. Y
después, cuando empeoró la herida y tuvimos que utilizar esa débil
solución fénica, por haberse derramado los otros antisépticos, se
paralizaron los vasos sanguíneos y comenzó la gangrena. —Mirándola,
agregó—: ¿Qué otra cosa, pues?
—No
me refiero a eso.
—Si
hubiésemos contratado a un buen mecánico en vez de un imbécil
conductor kikuyú, hubiera averiguado si había combustible y no
hubiera dejado que se quemara ese cojinete…
—No
me refiero a eso.
—Si
no te hubieses separado de tu propia gente, de tu maldita gente de
Old Westbury, Saratoga, Palm Beach, para seguirme…
—¡Caramba!
Te amaba. No tienes razón al hablar así. Ahora también te quiero.
Y te querré siempre. ¿Acaso no me quieres tú?
—No
—respondió el hombre—. No lo creo. Nunca te he querido.
—¿Qué
estás diciendo, Harry? ¿Has perdido el conocimiento?
—No.
No tengo ni siquiera conocimiento para perder.
—No
bebas eso. No bebas, querido. Te lo ruego. Tenemos que hacer todo lo
que podamos para zafarnos de esta situación.
—Hazlo
tú, pues. Yo estoy cansado.
En
su imaginación vio una estación de ferrocarril en Karagatch. Estaba
de pie junto a su equipaje. La potente luz delantera del expreso
Simplón-Oriente atravesó la oscuridad, y abandonó Tracia, después
de la retirada. Esta era una de las cosas que había reservado para
escribir en otra ocasión, lo mismo que lo ocurrido aquella mañana,
a la hora del desayuno, cuando miraba por la ventana las montañas
cubiertas de nieve de Bulgaria y el secretario de Nansen le preguntó
al anciano si era nieve. Este lo miró y le dijo: «No, no es nieve.
Aún no ha llegado el tiempo de las nevadas». Entonces, el
secretario repitió a las otras muchachas: «No. Como ven, no es
nieve». Y todas decían: «No es nieve. Estábamos equivocadas».
Pero era nieve, en realidad, y él las hacía salir de cualquier modo
si se efectuaba algún cambio de poblaciones. Y ese invierno tuvieron
que pasar por la nieve, hasta que murieron…
Y
era nieve también lo que cayó durante toda la semana de Navidad,
aquel año en que vivían en la casa del leñador, con el gran horno
cuadrado de porcelana que ocupaba la mitad del cuarto, y dormían
sobre colchones rellenos de hojas de haya. Fue la época en que llegó
el desertor con los pies sangrando de frío para decirle que la
Policía estaba siguiendo su rastro. Le dieron medias de lana y
entretuvieron con la charla a los gendarmes hasta que las pisadas
hubieron desaparecido.
En
Schrunz, el día de Navidad, la nieve brillaba tanto que hacía daño
a los ojos cuando uno miraba desde la taberna y veía a la gente que
volvía de la iglesia. Allí fue donde subieron por la ruta
amarillenta como la orina y alisada por los trineos que se extendían
a lo largo del río, con las empinadas colinas cubiertas de pinos,
mientras llevaban los esquíes al hombro. Fue allí donde efectuaron
ese desenfrenado descenso por el glaciar, para ir a la Madlenerhaus.
La nieve parecía una torta helada, se desmenuzaba como el polvo, y
recordaba el silencioso ímpetu de la carrera, mientras caían como
pájaros.
La
ventisca los hizo permanecer una semana en la Madlenerhaus, jugando a
los naipes y fumando a la luz de un farol. Las apuestas iban en
aumento a medida que Herr Lent perdía. Finalmente, lo perdió todo.
Todo: el dinero que obtenía con la escuela de esquí, las ganancias
de la temporada y también su capital. Lo veía ahora con su nariz
larga, mientras recogía las cartas y las descubría, Sans Voir.
Siempre jugaban. Si no había nada de nieve, jugaban; y si había
mucha también. Pensó en la gran parte de su vida que pasaba
jugando.
Pero
nunca había escrito una línea acerca de ello, ni de aquel claro y
frío día de Navidad, con las montañas a lo lejos, a través de la
llanura que había recorrido Gardner, después de cruzar las líneas,
para bombardear el tren que llevaba a los oficiales austriacos
licenciados, ametrallándolos mientras ellos se dispersaban y huían.
Recordó que Gardner se reunió después con ellos y empezó a contar
lo sucedido, con toda tranquilidad, y luego dijo: «¡Tú, maldito!
¡Eres un asesino de porquería!».
Y
con los mismos austriacos que habían matado entonces se había
deslizado después en esquíes. No; con los mismos, no. Hans, con
quien paseó con esquí durante todo el año, estaba en los
Káiser-Jagers (Cazadores imperiales), y cuando fueron juntos a cazar
liebres al valle pequeño, conversaron encima del aserradero, sobre
la batalla de Pasubio y el ataque a Pertica y Asalone, y jamás
escribió una palabra de todo eso. Ni tampoco de Monte Corno, ni de
lo que ocurrió en Siete Commum, ni lo de Arsiero.
¿Cuántos
inviernos había pasado en el Vorarlberg y el Arlberg? Fueron cuatro,
y recordó la escena del pie a Bludenz, en la época de los regalos,
el gusto a cereza de un buen kirsch y el ímpetu de la carrera a
través de la blanda nieve, mientras cantaban: «¡Hi! ¡Ho!, dijo
Rolly».
Así
recorrieron el último trecho que los separaba del empinado declive,
y siguieron en línea recta, pasando tres veces por el huerto; luego
salieron y cruzaron la zanja, para entrar por último en el camino
helado, detrás de la posada. Allí se desataron los esquíes y los
arrojaron contra la pared de madera de la casa. Por la ventana salía
la luz del farol y se oían las notas de un acordeón que alegraba el
ambiente interior, cálido, lleno de humo y de olor a vino fresco.
—¿Dónde
nos hospedamos en París? —preguntó a la mujer que estaba sentada
a su lado en una silla de lona, en África.
—En
el «Crillon», ya lo sabes.
—¿Por
qué he de saberlo?
—Porque
allí paramos siempre.
—No.
No siempre. Allí y en el «Pavillion Henri-Quatre», en St. Germain.
Decías que te gustaba con locura.
—Ese
cariño es una porquería —dijo Harry—, y yo soy el animal que se
nutre y engorda con eso.
—Si
tienes que desaparecer, ¿es absolutamente preciso destruir todo lo
que dejas atrás? Quiero decir, si tienes que deshacerte de todo:
¿debes matar a tu caballo y a tu esposa y quemar tu silla y tu
armadura?
—Sí.
Tu podrido dinero era mi armadura. Mi Corcel y mi Armadura.
—No
digas eso…
—Muy
bien. Me callaré. No quiero ofenderte.
—Ya
es un poco tarde.
—De
acuerdo. Entonces seguiré hiriéndote. Es más divertido, ya que
ahora no puedo hacer lo único que realmente me ha gustado hacer
contigo.
—No,
eso no es verdad. Te gustaban muchas cosas y yo hacía todo lo que
querías. ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! Deja ya de fanfarronear,
¿quieres?
—Escucha
—dijo—. ¿Crees que es divertido hacer esto? No sé, francamente,
por qué lo hago. Será para tratar de mantenerte viva, me imagino.
Me encontraba muy bien cuando empezamos a charlar. No tenía
intención de llegar a esto, y ahora estoy loco como un zopenco y me
porto cruelmente contigo. Pero no me hagas caso, querida. No des
ninguna importancia a lo que digo. Te quiero. Bien sabes que te
quiero. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.
Y
deslizó la mentira familiar que le había servido muchas veces de
apoyo.
—¡Qué
amable eres conmigo!
—Ahora
estoy lleno de poesía. Podredumbre y poesía. Poesía podrida…
—Cállate,
Harry. ¿Por qué tienes que ser malo ahora? ¿Eh?
—No
me gusta dejar nada —contestó el hombre—. No me gusta dejar nada
detrás de mí.
Cuando
despertó anochecía. El sol se había ocultado detrás de la colina
y la sombra se extendía por toda la llanura, mientras los animalitos
se alimentaban muy cerca del campamento, con rápidos movimientos de
cabeza y golpes de cola. Observó que sobresalían por completo de la
maleza. Los pájaros, en cambio, ya no esperaban en tierra. Se habían
encaramado todos a un árbol, y eran muchos más que antes. Su criado
particular estaba sentado al lado del catre.
—La
memsahib fue a cazar —le dijo—. ¿Quiere algo bwana?
—Nada.
Ella
había ido a conseguir un poco de carne buena y, como sabía que a él
le gustaba observar a los animales, se alejó lo bastante para no
provocar disturbios en el espacio de llanura que el hombre abarcaba
con su mirada.
«Siempre
está pensativa —meditó Harry—. Reflexiona sobre cualquier cosa
que sabe, que ha leído, o que ha oído alguna vez. Y no tiene la
culpa de haberme conocido cuando yo ya estaba acabado. ¿Cómo puede
saber una mujer que uno no quiere decir nada con lo que dice, y que
habla solo por costumbre y para estar cómodo?».
Desde
que empezó a expresar lo contrario de lo que sentía, sus mentiras
le procuraron más éxitos con las mujeres que cuando les decía la
verdad. Y lo grave no eran solo las mentiras, sino el hecho de que ya
no quedaba ninguna verdad para contar. Estaba acabando de vivir su
vida cuando empezó una nueva existencia, con gente distinta y de más
dinero, en los mejores sitios que conocía y en otros que
constituyeron la novedad.
«Uno
deja de pensar y todo es maravilloso. Uno se cuida para que esta vida
no lo arruine como le ocurre a la mayoría y adopta la actitud de
indiferencia hacia el trabajo que solía hacer cuando ya no es
posible hacerlo. Pero, en lo más mínimo de mi espíritu, pensé que
podría escribir sobre esa gente, los millonarios, y diría que yo no
era de esa clase, sino un simple espía en su país. Pensé en
abandonarles y escribir todo eso, para que, aunque solo fuera una
vez, lo escribiese alguien bien compenetrado con el asunto». Pero
luego se dio cuenta de que no podía llevar a cabo tal empresa, pues
cada día que pasaba sin escribir, rodeado de comodidades y siendo lo
que despreciaba, embotaba su habilidad y reblandecía su voluntad de
trabajo, de modo que, finalmente, no hizo absolutamente nada. Y la
gente que conocía ahora vivía mucho más tranquila si él no
trabajaba. En África había pasado la temporada más feliz de su
vida y entonces se le ocurrió volver para empezar de nuevo. Fue así
como se realizó la expedición de caza con el mínimo de comodidad.
No pasaban penurias, pero tampoco podían permitirse lujos, y él
pensó que podría volver a vivir así, de algún modo que le
permitiese eliminar la grasa de su espíritu, igual que los
boxeadores que van a trabajar y entrenarse a las montañas para
quemar la grasa de su cuerpo.
La
mujer, por su parte, se había mostrado complacida. Decía que le
gustaba. Le gustaba todo lo que era atractivo, lo que implicara un
cambio de escenario, donde hubiera gente nueva y las cosas fuesen
agradables. Y él sintió la ilusión de regresar al trabajo con más
fuerza de voluntad que perdiera.
«Y
ahora que se acerca el fin —pensó—, ya que estoy seguro de que
esto es el fin, no tengo por qué volverme como esas serpientes que
se muerden ellas mismas cuando les quiebran el espinazo. Esta mujer
no tiene la culpa, después de todo. Si no fuese ella, sería otra.
Si he vivido de una mentira trataré de morir de igual modo».
En
aquel instante oyó un estampido, más allá de la colina.
«Tiene
muy buena puntería esta buena y rica perra, esta amable guardiana y
destructora de mi talento. ¡Tonterías! Yo mismo he destruido mi
talento. ¿Acaso tengo que insultar a esta mujer porque me mantiene?
He destruido mi talento por no usarlo, por traicionarme a mí mismo y
olvidar mis antiguas creencias y mi fe, por beber tanto que he
embotado el límite de mis percepciones, por la pereza y la
holgazanería, por las ínfulas, el orgullo y los prejuicios, y, en
fin, por tantas cosas buenas y malas. ¿Qué es esto? ¿Un catálogo
de libros viejos? ¿Qué es mi talento, en fin de cuentas? Era un
talento, bueno, pero, en vez de usarlo, he comerciado con él. Nunca
se reflejó en las obras que hice, sino en ese problemático “lo
que podría hacer”. Por otra parte, he preferido vivir con otra
cosa que un lápiz o una pluma. Es raro, ¿no?, pero cada vez que me
he enamorado de una nueva mujer, siempre tenía más dinero que la
anterior… Cuando dejé de enamorarme y solo mentía, como por
ejemplo con esta mujer; con esta, que tiene más dinero que todas las
demás, que tiene todo el dinero que existe, que tuvo marido e hijos,
y amantes que no la satisficieron, y que me ama tiernamente como
hombre, como compañero y con orgullosa posesión; es raro lo que me
ocurre, ya que, a pesar de que no la amo y estoy mintiendo, sería
capaz de darle más por su dinero que cuando amaba de veras. Todos
hemos de estar preparados para lo que hacemos. El talento consiste en
cómo vive uno la vida. Durante toda mi existencia he regalado
vitalidad en una u otra forma, y he aquí que cuando mis afectos no
están comprometidos, como ocurre ahora, uno vale mucho más para el
dinero. He hecho este descubrimiento, pero nunca lo escribiré. No,
no puedo escribir tal cosa, aunque realmente vale la pena».
Entonces
apareció ella, caminando hacia el campamento a través de la
llanura. Usaba pantalones de montar y llevaba su rifle. Detrás,
venían los dos criados con un animal muerto cada uno. «Todavía es
una mujer atractiva —pensó Harry—, y tiene un hermoso cuerpo».
No era bonita, pero a él le gustaba su rostro. Leía una enormidad,
era aficionada a cabalgar y a cazar y, sin duda alguna, bebía
muchísimo. Su marido había muerto cuando ella era una mujer
relativamente joven, y por un tiempo se dedicó a sus dos hijos, que
no la necesitaban y a quienes molestaban sus cuidados; a sus
caballos, a sus libros y a las bebidas. Le gustaba leer por la noche,
antes de cenar, y mientras tanto, bebía whisky escocés y soda. Al
acercarse la hora de la cena ya estaba embriagada y, después de otra
botella de vino con la comida, se encontraba lo bastante ebria como
para dormirse.
Esto
ocurrió mientras no tuvo amantes. Luego, cuando los tuvo, no bebió
tanto, porque no precisaba estar ebria para dormir… Pero los
amantes la aburrían. Se había casado con un hombre que nunca la
fastidiaba, y los otros hombres le resultaban extraordinariamente
pesados.
Después,
uno de sus hijos murió en un accidente de aviación. Cuando sucedió
aquello, no quiso más amantes, y como la bebida no le servía ya de
anestésico, pensó en empezar una nueva vida. De repente, se sintió
aterrorizada por su soledad. Pero necesitaba alguien a quien poder
corresponder.
Empezó
del modo más simple. A la mujer le gustaba lo que Harry escribía y
envidiaba la vida que llevaba. Pensaba que él realizaba todo lo que
se proponía. Los medios a través de los cuales trabaron relación y
el modo de enamorarse de ese hombre formaban parte de una constante
progresión que se desarrollaba mientras ella construía su nueva
vida y se desprendía de los residuos de su anterior existencia.
Él
sabía que ella tenía mucho dinero, muchísimo, y que la maldita era
una mujer muy atractiva. Entonces se acostó pronto con ella, mejor
que con cualquier otra, porque era más rica, porque era deliciosa y
muy sensible, y porque nunca metía bulla. Y ahora, esa vida que la
mujer se forjara estaba a punto de terminar por el solo hecho de que
él no se puso yodo, dos semanas antes, cuando una espina le hirió
la rodilla, mientras se acercaba a un rebaño de antílopes con
objeto de sacarles una fotografía. Los animales, con la cabeza
erguida, atisbaban y olfateaban sin cesar, y sus orejas estaban
tensas, como para escuchar el más leve ruido que les haría huir
hacia la maleza. Y así fue: huyeron antes de que él pudiera sacar
la fotografía.
Y
ella ahora estaba aquí.
Harry
volvió la cabeza para mirarla.
—¡Hola!
—le dijo.
—Cacé
un buen morueco —manifestó la mujer—. Te haré un poco de caldo
y les diré que preparen puré de patatas. ¿Cómo te encuentras?
—Mucho
mejor.
—¡Maravilloso!
Te aseguro que pensaba encontrarte mejor. Estabas durmiendo cuando me
fui.
—Dormí
muy bien. ¿Anduviste mucho?
—No.
Llegué más allá de la colina. Tuve suerte con la puntería.
—Te
aseguro que tiras de un modo extraordinario.
—Es
que me gusta. Y África también me gusta. De veras. Si mejorases,
esta sería la mejor época de mi vida. No sabes cuánto me gusta
salir de caza contigo. Me ha gustado mucho más el país.
—A
mí también.
—Querido,
no sabes qué maravilloso es encontrarte mejor. No podía soportar lo
de antes. No podía verte sufrir. Y no volverás a hablarme otra vez
como hoy, ¿verdad? ¿Me lo prometes?
—No.
No recuerdo lo que dije.
—No
tienes que destrozarme, ¿sabes? No soy nada más que una mujer vieja
que te ama y quiere que hagas lo que se te antoje. Ya me han
destrozado dos o tres veces. No quieres destrozarme de nuevo,
¿verdad? El aeroplano estará aquí mañana.
—¿Cómo
lo sabes?
—Estoy
segura. Se verá obligado a aterrizar. Los criados tienen la leña y
el pasto preparados para hacer la hoguera. Hoy fui a darles un
vistazo. Hay sitio de sobra para aterrizar y tenemos las hogueras
preparadas en los dos extremos.
—¿Y
por qué piensas que vendrá mañana?
—Estoy
segura de que vendrá. Hoy se ha retrasado. Luego, cuando estemos en
la ciudad, te curarán la pierna. No ocurrirán esas cosas horribles
que dijiste.
—Vayamos
a tomar algo. El sol se ha ocultado ya.
—¿Crees
que no te hará daño?
—Voy
a beber.
—Beberemos
juntos, entonces. ¡Molo, letti dui whiskey-soda! —gritó la
mujer.
—Sería
mejor que te pusieras las botas. Hay muchos mosquitos.
—Lo
haré después de bañarme…
Bebieron
mientras las sombras de la noche lo envolvían todo, pero un poco
antes de que reinase la oscuridad, y cuando no había luz suficiente
como para tirar, una hiena cruzó la llanura y dio la vuelta a la
colina.
—Esa
porquería cruza por allí todas las noches —dijo el hombre—. Ha
hecho lo mismo durante dos semanas.
—Es
la que hace ruido por la noche. No me importa. Aunque son unos
animales asquerosos.
Y
mientras bebían juntos, sin que él experimentara ningún dolor,
excepto el malestar de estar siempre postrado en la misma posición,
y los criados encendían el fuego, que proyectaba sus sombras sobre
las tiendas, Harry pudo advertir el retorno de la sumisión en esta
vida de agradable entrega. Ella era, francamente, muy buena con él.
Por la tarde había sido demasiado cruel e injusto. Era una mujer
delicada, maravillosa de verdad. Y en aquel preciso instante se le
ocurrió pensar que iba a morir.
Llegó
esta idea con ímpetu; no como un torrente o un huracán, sino como
una vaciedad repentinamente repugnante, y lo raro era que la hiena se
deslizaba ligeramente por el borde…
—¿Qué
te pasa, Harry?
—Nada.
Sería mejor que te colocaras al otro lado. A barlovento.
—¿Te
cambió la venda Molo?
—Sí.
Ahora llevo la que tiene ácido bórico.
—¿Cómo
te encuentras?
—Un
poco mareado.
—Voy
a bañarme. En seguida volveré. Comeremos juntos, y después haré
entrar el catre.
«Me
parece —se dijo Harry— que hicimos bien dejándonos de pelear».
Nunca se había peleado mucho con esta mujer, y, en cambio, con las
que amó de veras lo hizo siempre, de tal modo que, finalmente, lo
corrosivo de las disputas destruía todos los vínculos de unión.
Había amado demasiado, pedido muchísimo y acabado con todo.
Pensó
ahora en aquella ocasión en que se encontró solo en Constantinopla,
después de haber reñido en París antes de irse. Pasaba todo el
tiempo con prostitutas y cuando se dio cuenta de que no podía matar
su soledad, sino que cada vez era peor, le escribió a la primera, a
la que abandonó. En la carta le decía que nunca había
podido acostumbrarse a estar solo… Le contó cómo, cuando una vez
le pareció verla salir del «Regence», la siguió ansiosamente, y
que siempre hacía lo mismo al ver a cualquier mujer parecida por el
bulevar, temiendo que no fuese ella, temiendo perder esa esperanza.
Le dijo cómo la extrañaba más cada vez que se acostaba con otra;
que no importaba lo que ella hiciera, pues sabía que no podía
curarse de su amor. Escribió esta carta en el club y la mandó a
Nueva York, pidiéndole que le contestara a la oficina en París.
Esto le pareció más seguro. Y aquella noche la extrañó tanto que
le pareció sentir un vacío en su interior. Entonces salió a
pasear, sin rumbo fijo, y al pasar por «Maxim’s» recogió una
muchacha y la llevó a cenar. Fue a un sitio donde se pudiera bailar
después de la cena, pero la mujer era muy mala bailadora, y entonces
la dejó por una perra armenia, que se restregaba contra él. Se la
quitó a un artillero británico subalterno, después de una disputa.
El artillero le pegó en el cuerpo y junto a un ojo. Él le aplicó
un puñetazo con la mano izquierda y el otro se arrojó sobre él y
lo cogió por la chaqueta, arrancándole una manga. Entonces le
golpeó en pleno rostro con la derecha, echándole hacia delante. Al
caer el inglés se hirió en la cabeza y Harry salió corriendo con
la mujer porque oyeron que se acercaba la Policía. Tomaron un taxi y
fueron a Rimmily Hissa, a lo largo del Bósforo, y después dieron la
vuelta. Era una noche más bien fresca y se acostaron en seguida.
Ella parecía más bien madura, pero tenía la piel suave y un olor
agradable. La abandonó antes de que se despertase, y con la primera
luz del día fue al «Pera Palace». Tenía un ojo negro y llevaba la
chaqueta bajo el brazo, ya que había perdido una manga.
Aquella
misma noche partió para Anatolia y, en la última parte del viaje,
mientras cabalgaban por los campos de adormideras que recolectaban
para hacer opio, y las distancias parecían alargarse cada vez más,
sin llegar nunca al sitio donde se efectuó el ataque con los
oficiales que marcharon a Constantinopla, recordó que no sabía
nada, ¡maldición!, y luego la artillería acribilló a las tropas,
y el observador británico gritó como un niño.
Aquella
fue la primera vez que vio hombres muertos con faldas blancas de
ballet y zapatos con cintas. Los turcos se hicieron presentes con
firmeza y en tropel. Entonces vio que los hombres de faldón huían,
perseguidos por los oficiales que hacían fuego sobre ellos, y él y
el observador británico también tuvieron que escapar. Corrieron
hasta sentir una aguda punzada en los pulmones y tener la boca seca.
Se refugiaron detrás de unas rocas, y los turcos seguían atacando
con la misma furia. Luego vio cosas que ahora le dolía recordar, y
después fue mucho peor aún. Así, pues, cuando regresó a París no
quería hablar de aquello ni tan solo oír que lo mencionaran. Al
pasar por el café vio al poeta americano delante de un montón de
platillos, con estúpido gesto en el rostro, mientras hablaba del
movimiento «dadá» con un rumano que decía llamarse Tristán
Tzara, y que siempre usaba monóculo y tenía jaqueca. Por último,
volvió a su departamento con su esposa, a la que amaba otra vez.
Estaba contento de encontrarse en su hogar y de que hubieran
terminado todas las peleas y todas las locuras. Pero la
administración del hotel empezó a mandarle la correspondencia al
departamento, y una mañana, en una bandeja, recibió una carta en
contestación a la suya. Cuando vio la letra le invadió un sudor
frío y trató de ocultar la carta debajo de otro sobre. Pero su
esposa dijo: «¿De quién es esa carta, querido?»; y ese fue el
principio del fin. Recordaba la buena época que pasó con todas
ellas, y también las peleas. Siempre elegían los mejores sitios
para pelearse. ¿Y por qué tenían que reñir cuando él se
encontraba mejor? Nunca había escrito nada referente a aquello,
pues, al principio, no quiso ofender a nadie, y después, le pareció
que tenía muchas cosas para escribir sin necesidad de agregar otra.
Pero siempre pensaba que al final lo escribiría también. No era
mucho, en realidad. Había visto los cambios que se producían en el
mundo; no solo los acontecimientos, aunque observó con detención
gran cantidad de ellos y de gente; también sabía apreciar ese
cambio más sutil que hay en el fondo y podía recordar cómo era la
gente y cómo se comportaba en épocas distintas. Había estado en
aquello, lo observaba de cerca, y tenía el deber de escribirlo. Pero
ya no podría hacerlo…
—¿Cómo
te encuentras? —preguntó la mujer, que salía de la tienda después
de bañarse.
—Muy
bien.
—¿Podrías
comer algo, ahora?
Vio
a Molo detrás de la mujer, con la mesa plegadiza, mientras el otro
sirviente llevaba los platos.
—Quiero
escribir.
—Sería
mejor que tomaras un poco de caldo para fortalecerte.
—Si
voy a morirme esta noche, ¿para qué quiero fortalecerme?
—No
seas melodramático, Harry; te lo ruego.
—¿Por
qué diablos no usas la nariz? ¿No te das cuenta de que estoy
podrido hasta la cintura? ¿Para qué demonios serviría el caldo
ahora? Molo, trae whisky-soda.
—Toma
el caldo, por favor —dijo ella suavemente.
—Bueno.
El
caldo estaba demasiado caliente. Tuvo que dejarlo enfriar en la taza,
y por último lo tragó sin sentir náuseas.
Ella
lo miró con su cara bonita como las que ilustraban Spur y
Town and Country. Y al mirarla y observar su agradable
sonrisa, sintió que la muerte se acercaba de nuevo. Esta vez no fue
con ímpetu. Fue una ráfaga, como las que hacen vacilar la luz de la
vela y extienden la llama con su gigantesca sombra proyectada hasta
el techo.
—Después
pueden traer mi mosquitero, colgarlo del árbol y encender el fuego.
No voy a entrar en la tienda esta noche. No vale la pena moverse. Es
una noche clara. No lloverá.
«Así
es como uno muere, entre susurros que no oye. Pues bien, no habrá
más peleas». Hasta podía prometerlo. No iba a echar a perder la
única experiencia que le faltaba. Aunque probablemente lo haría.
«Siempre lo he estropeado todo». Pero quizá no fuese así en esta
ocasión.
—No
puedes escribir al dictado, ¿verdad?
—Nunca
supe —contestó ella.
—Está
bien.
No
había tiempo, por supuesto, pero en aquel momento le pareció que
todo se podía poner en un párrafo si se interpretaba bien.
Encima
del lago, en una colina, veía una cabaña rústica que tenía las
hendiduras tapadas con mezcla. Junto a la puerta había un palo con
una campana, que servía para llamar a la gente a comer. Detrás de
la casa, campos, y más allá de los campos estaba el monte. Una
hilera de álamos se extendía desde la casa hasta el muelle. Un
camino llevaba hasta las colinas por el límite del monte, y a lo
largo de ese camino él solía recoger zarzas. Luego, la cabaña se
incendió y todos los fusiles que había en las perchas encima del
hogar, también se quemaron. Los cañones de las escopetas, fundido
el plomo de las cámaras para cartuchos, y las cajas fueron
destruidos lentamente por el fuego, sobresaliendo del montón de
cenizas que fueron usadas para hacer lejía en las grandes calderas
de hierro, y cuando le preguntamos al Abuelo si podíamos utilizarla
para jugar, nos dijo que no. Allí estaban, pues, sus fusiles y nunca
volvió a comprar otros. Ni volvió a cazar. La casa fue reconstruida
en el mismo sitio, con madera aserrada. La pintaron de blanco; desde
la puerta se veían los álamos y, más allá, el lago; pero ya no
habían fusiles. Los cañones de las escopetas que habían estado en
las perchas de la cabaña yacían ahora afuera, en el montón de
cenizas que nadie se atrevió a tocar jamás.
En
la Selva Negra, después de la guerra, alquilamos un río para pescar
truchas, y teníamos dos maneras de llegar hasta aquel sitio. Había
que bajar al valle desde Trisberg, seguir por el camino rodeado de
árboles y luego subir por otro que atravesaba las colinas, pasando
por muchas granjas pequeñas, con las grandes casas de Schwarzwald,
hasta que cruzaba el río. La primera vez que pescamos recorrimos
todo ese trayecto.
La
otra manera consistía en trepar por una cuesta empinada hasta el
límite de los bosques, atravesando luego las cimas de las colinas
por el monte de pinos, y después bajar hasta una pradera, desde
donde se llegaba al puente. Habla abedules a lo largo del río, que
no era grande, sino estrecho, claro y profundo, con pozos provocados
por las raíces de los abedules. El propietario del hotel, en
Trisberg, tuvo una buena temporada. Era muy agradable el lugar y
todos eran grandes amigos. Pero el año siguiente se presentó la
inflación, y el dinero que ganó durante la temporada anterior no
fue suficiente para comprar provisiones y abrir el hotel; entonces,
se ahorcó.
Aquello
era fácil de dictar, pero uno no podía dictar lo de la Plaza
Contrescarpe, donde las floristas teñían sus flores en la calle, y
la pintura corría por el empedrado hasta la parada de los autobuses;
y los ancianos y las mujeres, siempre ebrios de vino; y los niños
con las narices goteando por el frío. Ni tampoco lo del olor a
sobaco, roña y borrachera del café «Des Amateurs», y las rameras
del «Bal Musette», encima del cuál vivían. Ni lo de la portera
que se divertía en su cuarto con el soldado de la Guardia
Republicana, que había dejado el casco adornado con cerdas de
caballo sobre una silla. Y la inquilina del otro lado del vestíbulo,
cuyo marido era ciclista, y que aquella mañana, en la lechería,
sintió una dicha inmensa al abrir L’Auto y ver la fotografía de
la prueba Parls-Tours, la primera carrera importante que disputaba, y
en la que se clasificó tercero. Enrojeció de tanto reír, y después
subió al primer piso llorando, mientras mostraba por todas partes la
página de deportes. El marido de la encargada del «Bal Musette»
era conductor de taxi y cuando él, Harry, tenía que tomar un avión
a primera hora, el hombre le golpeaba la puerta para despertarlo y
luego bebían un vaso de vino blanco en el mostrador de la cantina,
antes de salir. Conocía a todos los vecinos de ese barrio, pues
todos, sin excepción, eran pobres.
Frecuentaban
la Plaza dos clases de personas: los borrachos y los deportistas. Los
borrachos mataban su pobreza de ese modo; los deportistas iban para
hacer ejercicio. Eran descendientes de los comuneros y resultaba
fácil describir sus ideas políticas. Todos sabían cómo habían
muerto sus padres, sus parientes, sus hermanos y sus amigos cuando
las tropas de Versalles se apoderaron de la ciudad, después de la
Comuna, y ejecutaron a toda persona que tuviera las manos callosas,
que usara gorra o que llevara cualquier otro signo que revelase su
condición de obrero. Y en aquella pobreza, en aquel barrio del otro
lado de la calle de la «Boucherie Chevaline» y la cooperativa de
vinos, escribió el comienzo de todo lo que iba a hacer. Nunca
encontró una parte de París que le gustase tanto como aquella, con
sus enormes árboles, las viejas casas de argamasa blanca con la
parte baja pintada de pardo, los autobuses verdes que daban vueltas
alrededor de la plaza, el color purpúreo de las flores que se
extendían por el empedrado, el repentino declive pronunciado de la
calle Cardenal Lemoine hasta el río y, del otro lado, la apretada
muchedumbre de la calle Mouffetard. La calle que llevaba al Panteón
y la otra que él siempre recorría en bicicleta, la única asfaltada
de todo el barrio, suave para los neumáticos, con las altas casas y
el hotel grande y barato donde había muerto Paul Verlaine. Como los
departamentos que alquilaban solo constaban de dos habitaciones, él
tenía una habitación aparte en el último piso, por la cual pagaba
sesenta francos mensuales. Desde allí podía ver, mientras escribía,
los techos, las chimeneas y todas las colinas de París.
Desde
el departamento solo se veían los grandes árboles y la casa del
carbonero, donde también se vendía vino, pero de mala calidad; la
cabeza de caballo de oro que colgaba frente a la «Boucherie
Chevaline», en cuya vidriera se exhibían los dorados trozos de res
muerta, y la cooperativa pintada de verde, donde compraban el vino,
bueno y barato. Lo demás eran paredes de argamasa y ventanas de los
vecinos. Los vecinos que, por la noche, cuando algún borracho se
sentaba en el umbral, gimiendo y gruñendo con la típica ivresse
francesa que la propaganda hace creer que no existe, abrían las
ventanas, dejando oír el murmullo de la conversación. «¿Dónde
está el policía? El bribón desaparece siempre que uno lo necesita.
Debe de estar acostado con alguna portera. Que venga el agente».
Hasta que alguien arrojaba un balde de agua desde otra ventana y los
gemidos cesaban. «¿Qué es eso? Agua. ¡Ah! ¡Eso se llama tener
inteligencia!». Y entonces se cerraban todas las ventanas.
Marie,
su sirvienta, protestaba contra la jornada de ocho horas, diciendo:
«Mi marido trabaja hasta las seis, solo se emborracha un poquito al
salir y no derrocha demasiado. Pero si trabaja nada más que hasta
las cinco, está borracho todas las noches y una se queda sin dinero
para la casa. Es la esposa del obrero la que sufre de la reducción
del horario».
—¿Quieres
un poco más de caldo? —le preguntaba su mujer.
—No,
muchísimas gracias, aunque está muy bueno.
—Toma
un poquito más, ¿no?
—Prefiero
un whisky con soda.
—No
te sentará bien.
—Ya
lo sé. Me hace daño. Cole Porter escribió la letra y la música de
eso: te estás volviendo loca por mí.
—Bien
sabes que me gusta que bebas, pero…
—¡Oh!
Sí, ya lo sé: solo que me sienta mal.
«Cuando
se vaya —pensó—, tendré todo lo que quiera. No todo lo que
quiera, sino todo lo que haya». ¡Ay! Estaba cansado. Demasiado
cansado. Iba a dormir un rato. Estaba tranquilo porque la muerte ya
se había ido. Tomaba otra calle, probablemente. Iba en bicicleta,
acompañada, y marchaba en absoluto silencio por el empedrado…
No,
nunca escribió nada sobre París. Nada del París que le interesaba.
Pero ¿y todo lo demás que tampoco había escrito?
¿Y
lo del rancho y el gris plateado de los arbustos de aquella región,
el agua rápida y clara de los embalses de riego, y el verde oscuro
de la alfalfa? El sendero subía hasta las colinas. En el verano, el
ganado era tan asustadizo como los ciervos. En otoño, entre gritos y
rugidos estrepitosos, lo llevaban lentamente hacia el valle,
levantando una polvareda con sus cascos. Detrás de las montañas se
dibujaba el limpio perfil del pico a la luz del atardecer, y también
cuando cabalgaba por el sendero bajo la luz de la luna. Ahora
recordaba la vez que bajó atravesando el monte, en plena oscuridad,
y tuvo que llevar al caballo por las riendas, pues no se veía nada…
Y todos los cuentos y anécdotas, en fin, que había pensado
escribir.
¿Y
el imbécil peón que dejaron a cargo del rancho en aquella época,
con la consigna de que no dejara tocar el heno a nadie? ¿Y aquel
viejo bastardo de los Forks que castigó al muchacho cuando este se
negó a entregarle determinada cantidad de forraje? El peón tomó
entonces el rifle de la cocina y le disparó un tiro cuando el
anciano iba a entrar en el granero. Y cuando volvieron a la granja,
hacía una semana que el viejo había muerto. Su cadáver congelado
estaba en el corral y los perros lo habían devorado en parte. A
pesar de todo, envolvieron los restos en una frazada y la ataron con
una cuerda. El mismo peón los ayudó en la tarea. Luego, dos de
ellos se llevaron el cadáver, con esquíes, por el camino,
recorriendo las sesenta millas hasta la ciudad, y regresaron en busca
del asesino. El peón no esperaba que se lo llevaran preso. Creía
haber cumplido con su deber, y que yo era su amigo y pensaba
recompensar sus servicios. Por eso, cuando el sheriff le colocó las
esposas, se quedó mudo de sorpresa, y luego se echó a llorar. Esta
era una de las anécdotas que dejé para escribirla más adelante.
Conocía por lo menos veinte anécdotas parecidas y buenas y nunca
había escrito ninguna. ¿Por qué?
—Tú
les dirás por qué —dijo.
—¿Por
qué qué, querido?
—Nada.
Desde
que estaba con él, la mujer no bebía mucho. «Pero si vivo —pensó
Harry—, nunca escribiré nada sobre ella ni sobre los otros». Los
ricos eran perezosos y bebían muchísimo, o jugaban demasiado al
backgammon. Eran perezosos; por eso siempre repetían lo mismo.
Recordaba al pobre Julián, que sentía un respetuoso temor por todos
ellos, y que una vez empezó a contar un cuento que decía: «Los muy
ricos son gente distinta. No se parecen ni a usted ni a mí». Y
alguien le interrumpió para manifestar: «Ya lo creo. Tienen más
dinero que nosotros». Pero esto no le causó ninguna gracia a
Julián, que pensaba que los ricos formaban una clase social de
singular encanto. Por eso, cuando descubrió lo contrario, sufrió
una decepción totalmente nueva.
Harry
despreciaba siempre a los que se desilusionaban, y eso se comprendía
fácilmente. Creía que podía vencerlo todo y a todos, y que nada
podría hacerle daño, ya que nada le importaba.
Muy
bien. Pues ahora no le importaba un comino la muerte. El dolor era
una de las pocas cosas que siempre había temido. Podía aguantarlo
como cualquier mortal, mientras no fuese demasiado prolongado y
agotador, pero en esta ocasión había algo que le hería
espantosamente, y cuando iba a abandonarse a su suerte, cesó el
dolor.
Recordaba
aquella lejana noche en que Williamson, el oficial del cuerpo de
bombarderos, fue herido por una granada lanzada por un patrullero
alemán, cuando él atravesaba las alambradas; y cómo, llorando, nos
pidió a todos que lo matásemos. Era un hombre gordo, muy valiente y
buen oficial, aunque demasiado amigo de las exhibiciones fantásticas.
Pero, a pesar de sus alardes, un foco le iluminó aquella noche entre
las alambradas, y sus tripas empezaron a desparramarse por las púas
a consecuencia de la explosión de la granada, de modo que cuando lo
trajeron vivo todavía, tuvieron que matarlo, «¡Mátame, Harry!
¡Mátame, por el amor de Dios!». Una vez sostuvieron una discusión
acerca de que Nuestro Señor nunca nos manda lo que no podemos
aguantar, y alguien exponía la teoría de que, diciendo eso en un
determinado momento, el dolor desaparece automáticamente. Pero nunca
se olvidaría del estado de Williamson aquella noche. No le pasó
nada hasta que se terminaron las tabletas de morfina que Harry no
usaba ni para él mismo. Después, matarlo fue la única solución.
Lo
que tenía ahora no era nada en comparación con aquello; y no habría
habido motivo de preocupación, a no ser que empeorara con el tiempo.
Aunque tal vez estuviera mejor acompañado.
Entonces
pensó un poco en la compañía que le hubiera gustado tener.
«No
—reflexionó—, cuando uno hace algo que dura mucho, y ha empezado
demasiado tarde, no puede tener la esperanza de volver a encontrar a
la gente todavía allí. Toda la gente se ha ido. La reunión ha
terminado y ahora has quedado solo con tu patrona. ¡Bah! Este asunto
de la muerte me está fastidiando tanto como las demás cosas».
—Es
un fastidio —dijo en voz alta.
—¿Qué,
queridito?
—Todo
lo que dura mucho.
Harry
miró el rostro de la mujer, que estaba entre el fuego y él. Ella se
había recostado en la silla y la luz de la hoguera brillaba sobre su
cara de agradables contornos, y entonces se dio cuenta de que ella
tenía sueño. Oyó también que la hiena hacía ruido algo más allá
del límite del fuego.
—He
estado escribiendo —dijo—, pero me cansé.
—¿Crees
que podrás dormir?
—Casi
seguro. ¿Por qué no vas adentro?
—Me
gusta quedarme sentada aquí, contigo.
—¿Te
encuentras mal? —le preguntó a la mujer.
—No.
Tengo un poco de sueño.
—Yo
también.
En
aquel momento sintió que la muerte se acercaba de nuevo.
—Te
aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad —le
dijo más tarde.
—Nunca
has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido.
—¡Dios
mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?
Porque
en aquel instante la muerte apoyaba la cabeza sobre los pies del
catre y su aliento llegaba hasta la nariz de Harry.
—Nunca
creas eso que dicen de la guadaña y la calavera. Del mismo modo
podrían ser dos policías en bicicleta, o un pájaro, o un hocico
ancho como el de la hiena.
Ahora
avanzaba sobre él, pero no tenía forma. Ocupaba espacio,
simplemente.
—Dile
que se marche.
No
se fue, sino que se acercó aún más.
—¡Qué
aliento del demonio tienes! —le dijo a la muerte—. ¡Tú,
asquerosa bastarda!
Se
acercó otro poco y él ya no podía hablarle, y cuando la muerte lo
advirtió, se aproximó todavía más, mientras Harry trataba de
echarla sin hablar; pero todo su peso estaba sobre su pecho, y
mientras se acuclillaba allí y le impedía moverse o hablar, oyó
que su mujer decía:
—Bwana
ya se ha dormido. Levanten el catre y llévenlo a la tienda, pero con
cuidado.
No
podía decirle que la hiciera marcharse, y allí estaba la muerte,
sentada sobre su pecho, cada vez más pesada, impidiéndole hasta
respirar.
Y
entonces, mientras levantaban el catre, se encontró repentinamente
bien ya que el peso dejó de oprimirle el pecho.
***
Ya
era de día y habían transcurrido varias horas de la mañana cuando
oyó el aeroplano. Parecía muy pequeño. Los criados corrieron a
encender las hogueras, usando kerosene y amontonando la hierba hasta
formar dos grandes humaredas en cada extremo del terreno que ocupaba
el campamento. La brisa matinal llevaba el humo hacia las tiendas. El
aeroplano dio dos vueltas más, esta vez a menor altura, y luego
planeó y aterrizó suavemente. Después, Harry vio que se acercaba
el viejo Compton, con pantalones, camisa de color y sombrero de
fieltro oscuro.
—¿Qué
te pasa, amigo? —preguntó el aviador.
—La
pierna —le respondió Harry—. Anda mal. ¿Quieres comer algo o
has desayunado ya?
—Gracias.
Voy a tomar un poco de té. Traje el Puss Moth que ya conoces,
y como hay sitio para uno solo, no podré llevar a la memsahib.
Tu camión está en el camino.
Helen
llamó aparte a Compton para decirle algo. Luego, él volvió más
animado que antes.
—Te
llevaré en seguida —dijo—. Después volveré a buscar a la mem.
Lo único que temo es tener que detenerme en Arusha para cargar
combustible. Convendría salir ahora mismo.
—¿Y
el té?
—No
importa; no te preocupes.
Los
peones levantaron el catre y lo llevaron a través de las verdes
tiendas hasta el avión, pasando entre las hogueras que ardían con
todo su resplandor. La hierba se había consumido por completo y el
viento atizaba el fuego hacia el pequeño aparato. Costó mucho
trabajo meter a Harry, pero una vez que estuvo adentro se acostó en
el asiento de cuero, y ataron su pierna a uno de los brazos del que
ocupaba Compton. Saludó con la mano a Helen y a los criados. El
motor rugía con su sonido familiar. Después giraron rápidamente,
mientras Compie vigilaba y esquivaba los pozos hechos por los
jabalíes. Así, a trompicones atravesaron el terreno, entre las
fogatas, y alzaron vuelo con el último choque. Harry vio a los otros
abajo, agitando las manos; y el campamento, junto a la colina, se
veía cada vez más pequeño: la amplia llanura, los bosques y la
maleza, y los rastros de los animales que llegaban hasta los charcos
secos, y vio también un nuevo manantial que no conocía. Las cebras,
ahora con su lomo pequeño, y las bestias, con las enormes cabezas
reducidas a puntos, parecían subir mientras el avión avanzaba a
grandes trancos por la llanura, dispersándose cuando la sombra se
proyectaba sobre ellos. Cada vez eran más pequeños, el movimiento
no se notaba, y la llanura parecía estar lejos, muy lejos. Ahora era
gris-amarillenta. Estaban encima de las primeras colinas y las
bestias les seguían siempre el rastro. Luego pasaron sobre unas
montañas con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos
de bambúes, y después, de nuevo los bosques tupidos y las colinas
que se veían casi chatas. Después, otra llanura, caliente ahora,
morena, y púrpura por el sol. Compie miraba hacia atrás para ver
cómo cabalgaba. Enfrente, se elevaban otras oscuras montañas.
Por
último, en vez de dirigirse a Arusha, dieron la vuelta hacia la
izquierda. Supuso, sin ninguna duda, que al piloto le alcanzaba el
combustible. Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que se movía
sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves
de una ventisca que aparecen de improviso, y entonces supo que eran
las langostas que venían del Sur. Luego empezaron a subir. Parecían
dirigirse hacia el Este. Después se oscureció todo y se encontraron
en medio de una tormenta en la que la lluvia torrencial daba la
impresión de estar volando a través de una cascada, hasta que
salieron de ella. Compie volvió la cabeza sonriendo y señaló algo.
Harry miró, y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del
Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e
increíblemente blanca bajo el sol. Entonces supo que era allí
adonde iba.
En
aquel instante, la hiena cambió sus lamentos nocturnos por un sonido
raro, casi humano, como un sollozo. La mujer lo oyó y se estremeció
de inquietud. No se despertó, sin embargo. En su sueño, se veía en
la casa de Long Island, la noche antes de la presentación en
sociedad de su hija. Por alguna razón estaba allí su padre, que se
portó con mucha descortesía. Pero la hiena hizo tanto ruido que
ella se despertó y, por un momento, llena de temor, no supo dónde
estaba. Luego tomó la linterna portátil e iluminó el catre que le
habían entrado después de dormirse Harry. Vio el bulto bajo el
mosquitero, pero ahora le parecía que él había sacado la pierna,
que colgaba a lo largo de la cama con las vendas sueltas. No aguantó
más.
—¡Molo!
—llamó—. ¡Molo! ¡Molo!
Y
después dijo:
—¡Harry!
¡Harry! —Y levantando la voz—: ¡Harry! ¡Contéstame, te lo
ruego! ¡Oh, Harry!
No
hubo respuesta y tampoco le oyó respirar.
Fuera
de la tienda, la hiena seguía lanzando el mismo gemido extraño que
la despertó. Pero los latidos del corazón le impedían oírlo.
Las nieves del Kilimanjaro. 1961.
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