Nadine y yo somos un matrimonio como cualquiera, en un bonito dúplex con jardín. No muy lejos de aquí pasan los años y se suceden las demoliciones. Pero Nadine y yo somos felices. Nuestros hijos han crecido rápido. Uno, el mayor, estudia en Boston. El mediano se fue a las misiones (a estornudar, nos dijo; no supimos por qué). Y el pequeño, que no mostró afición por los estudios, sigue aún con nosotros; y se entretiene haciendo el cocodrilo, los fines de semana, en el foso que rodea el jardín.
—¿En qué piensas? —me pregunta Nadine algunas veces.
—En ti —le miento; para no preocuparla sin motivo.
De perfil, nuestros hijos no se distinguen de un serrucho. De frente son idénticos a esa efigie ladina de George Washington que aparece en los dólares. Una vez, en un viaje que hicimos a Rótterdam, me quedé sin florines y pagué al conductor de un autobús con mi hijo mediano:
—Tenemos instrucciones de no aceptar serruchos —me dijo él.
Entonces nos apeamos sin protestar.
Y pasamos todo el día perdidos.
Esto es el tiempo, el autobús se va, quedan los hijos, los hijos, esas vigas caídas, los hijos, los puentes levadizos y los puentes volados, Nadine y yo, este montón de escombros dondequiera que mire.
La vida ausente, 2006.
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