Para mi cincuenta cumpleaños mi madre me lleva a comer al restaurante de Charlie el Gordo. Quiero pedir una torre de panqueques con sirope de arce y nata, pero mi madre me suplica, como siempre, que pida algo más sano.
—Es mi cumpleaños —me empecino—, mis cincuenta. Déjame que pida los panqueques. Solo por una vez.
—Pero si te he hecho una tarta —se enfurece mi madre—, la tarta crocante que a ti tanto te gusta.
—Si no me dejas que me coma los panqueques, no pienso ni probar la tarta —le prometo.
Mi madre se queda pensando un momento hasta que dice, como aburrida:
—Te dejo que comas los panqueques y la tarta, pero solo por esta vez; solo porque es tu cumpleaños.
Charly el Gordo me trae la torre de panqueques con una pequeña bengala encendida en lo alto. Me canta el «Cumpleaños feliz» con voz ronca esperando que mi madre se le una, pero ella le lanza una mirada furiosa a la torre de panqueques. Así que soy yo el que me pongo a cantar con Charly, en vez de ella.
—¿Cuántos años cumples? —pregunta Charly.
—Cincuenta —le digo.
—¿Cincuenta y todavía lo celebras con mamá? —exclama dando un silbido de sorpresa—. La envidio, señora Paikov. Mi hija tiene la mitad de años que él y hace tiempo que no está dispuesta a celebrar el cumpleaños con nosotros. Somos demasiado viejos para ella.
—¿Qué hace su hija? —le pregunta mi madre, sin apartar la mirada de la montaña de panqueques que tengo en el plato.
—No lo sé exactamente —reconoce Charly—, algo relacionado con la alta tecnología.
—Mi hijo está gordo y no tiene trabajo —dice mi madre medio susurrando—, así que creo que se ha precipitado en envidiarme.
—No está gordo —masculla Charly intentando sonreír.
Y la verdad es que, comparado con Charly, yo no estoy gordo.
—Ni tampoco estoy en el paro —añado yo con la boca llena de panqueque.
—Querido —dice mi madre—, meter mis pastillas en el pastillero por dos dólares al día no puede considerarse un trabajo.
—¡Felicidades! —me dice Charly—. ¡Buen provecho y felicidades! —Y se retira de nuestra mesa dando unos minúsculos pasitos hacia atrás, como quien se aparta de un perro que gruñe.
Cuando mi madre se va al baño, Charly vuelve a acercarse a nuestra mesa.
—Que sepas que estás haciendo una buena acción —me dice—. Por vivir con tu madre y todo eso. Cuando mi padre murió, mi madre se quedó sola. Tendrías que haberla visto. Se apagó más deprisa que la bengala de tus panqueques. Ya puede tu madre despotricar lo que quiera, pero eres tú el que la mantiene viva, y eso es un mandamiento bíblico. «Honrarás a tu padre y a tu madre». ¿Cómo están los panqueques?
—Excelentes —le contesto—, lástima que no pueda venir aquí más a menudo.
—Cuando estés por aquí, que sepas que estás invitado a pasar —me dice Charly guiñándome un ojo—. Estaré encantado de servirte los que haga falta. Y gratis.
Como no sé qué decirle, solo asiento mientras le sonrío.
—Y lo digo en serio —añade Charly—. De verdad. Me alegrará mucho. Mi hija hace ya años que no toca mis panqueques, porque siempre está a dieta.
—Vendré —le digo a Charly—, ¡se lo prometo!
—Estupendo —dice Charly—, estupendo. Y prometo no contarle nada de todo esto a tu madre. ¡Palabrita!
De camino hacia casa nos paramos en el supermercado, y mi madre me dice que, como es mi cumpleaños, puedo escoger una cosa como regalo. Quiero una bebida energética con sabor a chicle, pero mi madre me dice que ya he comido suficiente dulce por hoy y que escoja otra cosa. Entonces le pido que me compre un boleto de lotería. Me dice que está en contra de los juegos de azar, porque educan a las personas a ser pasivas y a que, en lugar de hacer algo que cambie su destino, se queden sentadas con sus culos gordos esperando a que la suerte los socorra.
—¿Sabes qué probabilidades tienes de que te toque? —me pregunta—. Una entre un millón, o menos incluso. Piénsalo bien: la probabilidad de que muramos en un accidente de coche yendo para casa es mucho más alta que de que te toque la lotería.
Y, tras un breve silencio, añade:
—Pero, ya que te empeñas, te lo voy a comprar.
Como me empeño, me lo compra. Doblo el billete de lotería dos veces. Una vez a lo ancho y otra a lo largo, y me lo meto en el bolsillito delantero del pantalón vaquero. Mi padre murió en un accidente de coche cuando volvía a casa, hace tiempo, cuando yo todavía estaba en la barriga de mi madre, así que puede que de todas maneras sí tenga probabilidades de que me toque.
Por la noche quiero ver el partido de baloncesto. Este año los Warriors son buenísimos. Ese Curry, con su triple, está que se sale. En mi vida he visto nada igual. Lanza los balones sin ni siquiera mirar la canasta y los encesta uno detrás de otro. Pero mi madre no me deja, porque dice que ha leído en la revista de televisión que van a emitir un especial del National Geographic sobre los lugares más pobres del planeta.
—Por favor, ¿no me lo podrías dejar ver? —le pido—. Por ser mi cumpleaños.
Pero mi madre se empeña en que mi cumpleaños empezó ayer y se termina hoy cuando el sol se pone, así es que estamos ya en un día normal.
Mientras mi madre está viendo el programa, me voy a la cocina a prepararle el pastillero con sus medicamentos. Se toma más de treinta pastillas al día. Diez por la mañana, y veintipico por la noche. Pastillas para la tensión, para el corazón, para el colesterol y para el tiroides. Tantísimas pastillas que solo con tragártelas te quedas lleno. De verdad que no creo que haya una enfermedad en el mundo que mi madre no tenga. Menos el sida, puede. Ni el lupus. Cuando termino de ordenarle las pastillas en el pastillero me siento a su lado en el sofá y veo el programa con ella. Muestran a un niño con joroba que se ha criado en el barrio más pobre de Calcuta. Por la noche, antes de irse a acostar, los padres lo atan con una cuerda para que duerma encogido. Así, explica el locutor, la joroba se le hará más prominente, y cuando crezca le ayudará a inspirar piedad y a sacar una significativa ventaja en la dura carrera contra los otros mendigos de la ciudad. No soy de lágrima fácil, pero la historia de ese niño me parece tristísima.
—¿Quieres que ponga el baloncesto? —me pregunta mi madre, con una voz muy suave y acariciándome el pelo.
—No —le digo, secándome la cara con la manga mientras le sonrió—, es un programa muy interesante.
Y la verdad es que sí lo es.
—Siento mucho haberte hablado mal en el restaurante —me dice—, eres un buen chico.
—No pasa nada —le digo, y le doy un beso en la mejilla—, no me ha molestado pero que nada.
Al día siguiente por la mañana acompaño a mi madre al oculista. Este le enseña un cartel con letras y le pide que las lea. Las letras que reconoce las dice a gritos, y las que no se empeña en adivinarlas, como si al acertarlas por casualidad contaran como buenas. El médico le receta un medicamento más, que tiene que tomar una vez al día, contra el glaucoma. Al salir del médico nos vamos a la farmacia a comprar las nuevas pastillas, y, para que no se me olvide, en cuanto volvemos a casa las añado al pastillero en la casilla de la noche. Después me pongo ropa de deporte, cojo el balón de baloncesto y me voy a la cancha de los niños.
Hace unos años tuve un problema con una madre pelirroja con tatuajes que se ponía muy nerviosa con eso de que yo jugara con su hijo. En cuanto me veía con él en la cancha me gritaba con una voz bien potente que ni se me ocurriera tocarlo. Le expliqué que según el reglamento del baloncesto está permitido tocar al rival cuando lo estás marcando y que no tenía de qué preocuparse, porque como sabía que era más grande y más fuerte que su hijo siempre ponía mucho cuidado. Pero ella, en lugar de escucharme, se puso todavía más furiosa.
—Y ni se te ocurra llamar a mi hijo «chatito», pedazo de degenerado —gritó, y me tiró a la cara el vaso de poliuretano del café que se estaba tomando.
Por suerte para mí el café estaba templado, así que solo se me manchó la camiseta. Después de aquello estuve sin ir unos meses, pero luego empezó el playoff, y, cuando ves unos partidos tan buenos, al momento te entran ganas de jugar a ti también. No quería volver a la cancha porque temía que la pelirroja de los tatuajes estuviera allí y empezara a gritarme otra vez, así que le pedí a mi madre que compráramos nuestra propia cesta y la pusiéramos en el patio. Y mi madre, a la que se me ocurrió contarle por primera vez lo que había pasado entonces, se quedó muy callada, así, como se queda siempre que se enfada de verdad, y me pidió que me pusiera los pantalones de deporte, cogiera el balón de baloncesto y fuéramos para allá. De camino hacia la cancha me dijo, con voz temblorosa, que todos los padres de los niños que jugaban conmigo allí tenían que darme las gracias, porque, excepto yo, había muy pocos adultos en el mundo que conservaran las suficientes ternura y bondad por dentro de sí como para jugar, como yo, con unos niños y enseñarles cosas.
—Chatito —me dijo con la voz quebrada—, si cuando llegamos a la cancha ves que esa estúpida simia tatuada vuelve a estar ahí, me lo dices, ¿vale?
Asentí, aunque por dentro iba rezando para que la pelirroja no estuviera, porque sabía que mi madre, aunque ya era bastante mayor, era muy capaz de romperle el bastón a la pelirroja en la cabeza. Cuando llegamos a la cancha, mi madre se sentó en uno de los bancos y empezó a repasar a todos los otros padres que tenía alrededor, como el guardaespaldas que intenta detectar a un posible atacante. Al principio, me hice con una de las mitades de la cancha que estaba vacía, y estuve botando el balón y encestándolo yo solo, pero enseguida los niños de la otra mitad de la cancha me pidieron que jugara con ellos porque les faltaba un jugador, y al final del partido, cuando lancé el tanto de la victoria, miré a mi madre, que seguía sentada en el banco aparentando leer algo en el móvil, aunque yo sabía muy bien que lo había visto todo y que se sentía muy orgullosa de mí. En la cancha no hay niños, así que hago unos cuantos lanzamientos de tiro libre, pero enseguida me aburro. El restaurante de Charly el Gordo se encuentra apenas a cinco minutos andando. Cuando llego el lugar está prácticamente vacío y Charly se alegra muchísimo de verme.
—Hola, figura —me dice—, ¿has estado jugando al baloncesto?
Le digo que no había nadie en la cancha.
—Es que todavía es pronto —me dice guiñándome un ojo—, pero, mientras te terminas la montaña de panqueques que te voy a preparar, seguro que ya van llegando los demás.
La verdad es que los panqueques de Charly están riquísimos. Cuando termino de comerlos le doy las gracias y le vuelvo a preguntar si está seguro de que le parece bien que coma en su restaurante sin pagar.
—Siempre que quieras, figura —dice—, será un placer.
—Pero no se lo irá a contar a mi madre, ¿verdad? —le pregunto antes de irme.
—No te preocupes —se ríe Charly palmeándose la barriga—, tu secreto queda perfectamente guardado aquí dentro.
El sábado por la noche es el gran sorteo de la lotería. Mi madre me lo recuerda en cuanto se ha tomado sus pastillas.
—¿Estás nervioso? —me pregunta.
Me encojo de hombros. Ella vuelve a repetirme que las probabilidades que tengo de ganar son menos de una entre un millón, y luego me pregunta que qué voy a hacer si, por lo que sea, me toca. Le digo que seguro que le enviaré parte del dinero a ese niño jorobado que vimos por la tele. Mi madre se ríe, y me dice que ese documental lo grabaron hace muchos años y que es muy posible que el niño jorobado ese, que hoy debe de ser ya un adulto jorobado, habrá pedido tanto desde entonces que duda que todavía necesite que nadie le haga favores, y que también es posible que esté muerto de una de esas enfermedades que esa gente siempre pilla porque no se lavan las manos después de ir a cagar.
—Déjate de niños del National Geographic —dice, y me acaricia el pelo como a mí me gusta que me lo acaricie—. ¿Qué te gustaría para ti?
Me vuelvo a encoger de hombros, porque la verdad es que no lo sé.
—Si te toca, seguro que te irás a vivir a una casa grande para ti solo y te comprarás un abono para los Warriors, y contratarás a una filipina tonta para que se ocupe de mis pastillas en tu lugar —me dice mi madre con una sonrisa no muy alegre.
Y eso que a mí sí me gusta arreglarle las pastillas, porque me relaja.
—No me gusta ir a los partidos —le digo—. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a visitar al tío Larry en Oakland y me llevó a un partido? Hicimos una cola de casi una hora y los acomodadores les gritaban a todos los que entraban.
—Pues nada de abonos —dice mi madre—. Pero ¿qué crees que te comprarías?
—Puede que una tele para mi habitación —le contesto—, pero una bien grande, no como la que tenemos aquí en el salón.
—Cariño —me dice mi madre—, el primer premio son sesenta y tres millones de dólares. Si te toca, tendrás que ir pensando en algo más que en una tele de pantalla gigante.
Es la primera vez en mi vida que veo un sorteo de la lotería. Tienen allí una especie de máquina transparente llena de bolas de pimpón y en cada bola hay un número. La que acciona la máquina es una rubia con una nerviosa sonrisa fija en los labios. Mi madre dice que los pechos no son de verdad y que se ve a la legua que se ha inyectado bótox, porque la frente ni se le mueve. Después mi madre dice que tiene que ir al baño. El año pasado empezó con un serio problema de vejiga y por eso tiene que ir al lavabo cada media hora.
—Suerte, hijo. Si mientras hago pis ves que te ha tocado, grita y salgo corriendo, aunque sea con las bragas bajadas —dice riéndose y me da un beso antes de levantarse del sofá.
—Pero no grites por gritar, ¿me oyes? ¿Te acuerdas de lo que ha dicho el médico de cómo tengo el corazón?
La rubia de la sonrisa nerviosa aprieta el botón que pone en marcha la máquina. Le miro la frente. Mi madre tiene razón. No se le mueve nada, ahí. En la primera bola que sale de la máquina pone «46», que es el número de nuestra casa. En el segundo, el «30», que es la edad a la que mi madre me tuvo a mí cuando murió mi padre. En la tercera bola hay un «33», que era el número de pastillas que mi madre se tomaba al día antes de que le recetaran la pastilla para el glaucoma. Qué extraño que todos los números que la máquina de la rubia de la frente petrificada escoge se encuentren relacionados con la vida de mi madre y con la mía, y también que todos esos números estén en mi boleto. Los tres últimos números ni siquiera los compruebo, sino que me limito a pensar en qué puede llevar a una mujer a inyectarse una sustancia que le deje la frente tan estática, y en lo triste que será que mi madre y yo tengamos que vivir en casas separadas.
Cuando mi madre vuelve al sofá, yo ya estoy viendo baloncesto, pero mi madre se empeña en que pasemos al canal Fox News porque es justo la hora de las noticias de la noche. En el noticiero hablan de un atentado suicida en Pakistán en el que han muerto sesenta y siete personas. No dicen en qué ciudad ha sido el atentado, y lo único que deseo es que no haya sido en Calcuta. Mi madre me explica que Calcuta está en la India, y que Pakistán es otro país, todavía menos agradable.
—Lo que las personas son capaces de hacerse las unas a las otras… —dice, mientras se encamina despacito hacia la cocina.
Cuando aparecen atentados en la tele, siempre le entra hambre. Me pregunta si quiero que prepare unos huevos revueltos para los dos, y yo le digo que tengo hambre, pero que no me apetecen huevos.
—¿Quieres el último trozo de la tarta crocante que te hice para el cumpleaños? —me grita desde la cocina.
—¿Me das permiso? —le pregunto—. ¿Aunque ya sea de noche?
Normalmente es muy estricta con el tema de los dulces.
—Hoy es un día especial —me dice mi madre—. Hoy es el día en el que no te ha tocado la lotería. Así que te mereces un premio de consolación.
—¿Qué te hace estar tan segura de que no me ha tocado? —le pregunto.
—Que no te he oído gritar, como me dijiste que ibas a hacer —se ríe.
—Aunque hubiera gritado no me habrías oído, porque estás medio sorda —le digo, devolviéndole la sonrisa—. Medio vieja y medio sorda.
Mi madre asiente y me sirve en la mesa el último trozo de tarta.
—Pero dime la verdad, cariño, ¿conoces a otra persona en el mundo que sepa hacer una tarta crocante tan rica como la de tu madre?
Avería en los confines de la galaxia, 2020.
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