Cuando el miedo o la duda te despierten
en mitad de la noche, no te asustes
ni le des a la cólera carnaza.
Actúa en consecuencia, simplemente:
conoces esa lluvia de otras veces.
Levántate con calma, bebe un vaso
de agua en la cocina, acércate
al rincón donde te espera el poema
que lleva escribiéndose, con paciencia
de árbol, golpe a golpe, verso a verso,
desde el principio mismo de los tiempos.
Recuerda la vez última que viste
el mar,
recuerda el mar y la mirada
que navegaba en él como una llama
inmortal: te devolvía la vida
que tus ojos le entregaban. Respira.
La casa te protege, saldrás de esta.
Recuerda también el tiempo de dolor
que te buscó la entraña con ahínco
pero no pudo nunca doblegarte.
De algo ha de valerte la experiencia
de incontables naufragios. Acércate
a ti mismo, no hables, sólo escucha.
Acudirán a arroparte, una a una,
las palabras. Deconocidas. Nuevas.
Tu única labor,
abrir el cofre
en el momento justo y ordenarlas
en la mesa como un niño que sueña.
Despacito, ya conoces el juego.
Mira alrededor, espera un poco.
Te rodean, humildes, los objetos
más sencillos, el libro boca abajo,
tus cuadernos, la ropa de la plancha
encima de una silla, el lápiz rojo,
el cajón entreabierto de las fotos.
Busca entre los escombros la alegría
que el roce cotidiano de tu cuerpo
ha sabido sembrar en las baldosas.
Las palabras perdidas, 2011.
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