lunes, 7 de marzo de 2022

La perra. Etgar Keret.

«Viudo». Le gustaba tantísimo cómo sonaba esa palabra. Amaba su tintineo, aunque le daba vergüenza que así fuera. Pero ¿qué podía hacer él, si el amor es un sentimiento que no se puede dominar? «Soltero» siempre le había sonado a egoísta, casi a libertino, y «divorciado» le sonaba a vencido, o a algo todavía peor que vencido, a derrotado. Mientras que «viudo» sonaba a alguien que había asumido una responsabilidad en la vida, un compromiso, y del hecho de que no hubiera seguido cumpliéndolo solo se podía culpar a Dios o a la naturaleza, dependiendo de las creencias que tenga cada uno. «Viudo» sonaba casi a estar condecorado con una medalla al valor, aunque fuera modesta. Algo parecido a que fueran las siglas de Valeroso Intendente Ultra DOméstico. Sacó un cigarrillo y ya estaba a punto de encenderlo cuando la joven anoréxica que se encontraba sentada frente a él en el vagón se puso a dar alaridos en francés señalando el aviso de «Non fumer». Lo último que se esperaba era que en aquel vagón del tren que hacía el recorrido de Marsella a París no fueran a dejarle encender un cigarrillo Gauloises. Ahora resultaba que, a pesar de la buena impresión que se había llevado de su presidente cuando lo veía por la tele insultando y dándoles en la cabeza a los americanos, estos hacía ya tiempo que habían derrotado a los franceses. Y sin tener que echar mano del ejército, tan solo con el virus de la neurosis esa que tienen y que ha contagiado a los franceses a través del McDonald’s y de la CNN. Antes de enviudar era Halina la que estallaba furibunda cada vez que iba a encender un cigarrillo, pronunciando un monólogo que siempre empezaba por la salud de él y terminaba con las migrañas de ella, y ahora, al llamarle la atención a gritos aquella francesa flacucha, la verdad es que sintió una punzada de nostalgia.
My wife —le dijo a la chica francesa, mostrándole cómo devolvía el cigarrillo a la cajetilla— also don’t like me to smoke.
No English —dijo la francesa.
You —insistió él— same age as my daughter. You should eat more. It’s not healthy.
No English —repitió la joven, aunque la forma en cómo se acurrucó delató que había entendido todas y cada una de esas palabras.
My daughter lives in Marseille —siguió él—. She is married to a doctor, an eye doctor, you know. —Y apuntó hacia uno de los ojos verdes que tenía enfrente y que pestañeaban muy asustados.
Hasta el café del tren de ellos era muchísimo mejor que el que pudieras encontrar en todo Givatayim. «Es innegable», pensó, «que tratándose de cuestiones de paladar, estos franceses, malditos sean, se meten a todo el mundo en el bolsillo». Tras una semana en Marsella, los pantalones ya no le abrochaban. Zehava le había pedido que se quedara más tiempo.
¿Adónde tienes que ir con tanta urgencia? —le había preguntado ella—. Porque ahora que mamá ha muerto y estando tú jubilado, estás allí completamente solo.
«Jubilado», «solo». Había algo tan abierto en esas dos palabras que cuando ella las pronunció pudo sentir el viento que producían acariciándole el rostro.
El trabajo en la tienda nunca le había terminado de gustar, y en cuanto a Halina, digamos que tenía reservado para ella cierto cálido rinconcito en el corazón, pero al igual que el armario de madera en su pequeñísimo dormitorio de matrimonio, ella ocupaba tanto espacio que no había dejado sitio para los demás. Lo primero que hizo tras morir Halina fue llamar al trapero para deshacerse del armario. A los vecinos que seguían con interés el descenso del gigantesco armario sujeto con unas correas desde el tercer piso, les explicó que le recordaba demasiado la tragedia. Sin él en la habitación esta se hizo de repente amplísima, y también más luminosa. El armario llevaba tantísimos años allí que se había olvidado por completo de que detrás de él se ocultaba una ventana.
En el vagón restaurante tenía sentada enfrente a una señora de unos setenta años. De joven debía de haber sido muy guapa y ahora hacía todo lo posible para recordárselo a los que la rodeaban, pero con delicadeza, insinuándolo con un suave trazo de eyeliner en los párpados y un toque de pintalabios: «Ah, si me hubierais conocido hace cuarenta años». A su lado, en el estante destinado a las bandejas de la comida, se encontraba sentado un pequeño caniche exquisitamente vestido también, con un jerseicito de punto celeste. El caniche, en cuanto lo vio, le clavó unos gigantescos ojos que le resultaban conocidos. «¿Halina?», pensó para sus adentros, con cierto pánico. El caniche soltó un breve ladrido afirmativo. La señora mayor le brindó una agradable sonrisa como si quisiera decirle que no tenía nada que temer. Los ojos del caniche, entre tanto, no se apartaban de los de él. «Sé muy bien que el armario no se me cayó encima porque sí», decían esos ojos, «sé perfectamente que tú me lo echaste encima». Ahora él le dio una calada corta al cigarrillo mientras le devolvía a la señora mayor una sonrisa nerviosa. «También sé que no querías matarme, que solo fue un acto reflejo. No tenía que haberte pedido que volvieras a bajar la ropa de invierno.» La cabeza de él asintió como si se moviera por su cuenta. Otro acto reflejo, por lo visto. De haber sido distinto, alguien de carácter menos duro, ya se le habrían saltado las lágrimas. «¿Estás bien, ahora?», preguntaron los ojos del caniche. «Regular», respondió él con la mirada, «no es fácil estar solo. ¿Y tú?». «No me quejo», vino a decir el caniche abriendo la boca hasta casi sonreír, «mi dueña me cuida muy bien, es una buena mujer. ¿Cómo está la niña?». «Vengo de visitarla. Se la ve pletórica. Es que por fin Gilbert está de acuerdo en que tengan un niño.»
«Cuánto me alegro», movió muy deprisa el caniche el muñón de su rabo, «pero tú te tienes que cuidar más. Has engordado y fumas demasiado».
«¿Puedo?», le preguntó a la señora mayor, sin palabras, solo con un gesto de la mano acariciando el aire. La señora asintió con una sonrisa. Él, entonces, acarició a Halina por todo el cuerpo y después se agachó y la besó.
Lo siento, le pido disculpas —le dijo a la señora al borde de las lágrimas.
Usted le gusta —dijo la señora mayor en un inglés macarrónico—, mire, mire cómo le está lamiendo la cara. Nunca la había visto comportarse así con un desconocido.

De repente llaman a la puerta, 2010.

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