«Viudo». Le gustaba tantísimo
cómo sonaba esa palabra. Amaba su tintineo, aunque le daba vergüenza
que así fuera. Pero ¿qué podía hacer él, si el amor es un
sentimiento que no se puede dominar? «Soltero» siempre le había
sonado a egoísta, casi a libertino, y «divorciado» le sonaba a
vencido, o a algo todavía peor que vencido, a derrotado. Mientras
que «viudo» sonaba a alguien que había asumido una responsabilidad
en la vida, un compromiso, y del hecho de que no hubiera seguido
cumpliéndolo solo se podía culpar a Dios o a la naturaleza,
dependiendo de las creencias que tenga cada uno. «Viudo» sonaba
casi a estar condecorado con una medalla al valor, aunque fuera
modesta. Algo parecido a que fueran las siglas de Valeroso
Intendente Ultra DOméstico. Sacó un cigarrillo y ya estaba a
punto de encenderlo cuando la joven anoréxica que se encontraba
sentada frente a él en el vagón se puso a dar alaridos en francés
señalando el aviso de «Non fumer». Lo último que se
esperaba era que en aquel vagón del tren que hacía el recorrido de
Marsella a París no fueran a dejarle encender un cigarrillo
Gauloises. Ahora resultaba que, a pesar de la buena impresión que se
había llevado de su presidente cuando lo veía por la tele
insultando y dándoles en la cabeza a los americanos, estos hacía ya
tiempo que habían derrotado a los franceses. Y sin tener que echar
mano del ejército, tan solo con el virus de la neurosis esa que
tienen y que ha contagiado a los franceses a través del McDonald’s
y de la CNN. Antes de enviudar era Halina la que estallaba furibunda
cada vez que iba a encender un cigarrillo, pronunciando un monólogo
que siempre empezaba por la salud de él y terminaba con las migrañas
de ella, y ahora, al llamarle la atención a gritos aquella francesa
flacucha, la verdad es que sintió una punzada de nostalgia.
—My wife —le dijo a
la chica francesa, mostrándole cómo devolvía el cigarrillo a la
cajetilla— also don’t like me to smoke.
—No English —dijo la
francesa.
—You —insistió él—
same age as my daughter. You should eat more. It’s not healthy.
—No English —repitió
la joven, aunque la forma en cómo se acurrucó delató que había
entendido todas y cada una de esas palabras.
—My daughter lives in
Marseille —siguió él—. She is married to a doctor, an
eye doctor, you know. —Y apuntó hacia uno de los ojos verdes
que tenía enfrente y que pestañeaban muy asustados.
Hasta el café del tren de ellos
era muchísimo mejor que el que pudieras encontrar en todo Givatayim.
«Es innegable», pensó, «que tratándose de cuestiones de paladar,
estos franceses, malditos sean, se meten a todo el mundo en el
bolsillo». Tras una semana en Marsella, los pantalones ya no le
abrochaban. Zehava le había pedido que se quedara más tiempo.
—¿Adónde tienes que ir con
tanta urgencia? —le había preguntado ella—. Porque ahora que
mamá ha muerto y estando tú jubilado, estás allí completamente
solo.
«Jubilado», «solo». Había
algo tan abierto en esas dos palabras que cuando ella las pronunció
pudo sentir el viento que producían acariciándole el rostro.
El trabajo en la tienda nunca le
había terminado de gustar, y en cuanto a Halina, digamos que tenía
reservado para ella cierto cálido rinconcito en el corazón, pero al
igual que el armario de madera en su pequeñísimo dormitorio de
matrimonio, ella ocupaba tanto espacio que no había dejado sitio
para los demás. Lo primero que hizo tras morir Halina fue llamar al
trapero para deshacerse del armario. A los vecinos que seguían con
interés el descenso del gigantesco armario sujeto con unas correas
desde el tercer piso, les explicó que le recordaba demasiado la
tragedia. Sin él en la habitación esta se hizo de repente
amplísima, y también más luminosa. El armario llevaba tantísimos
años allí que se había olvidado por completo de que detrás de él
se ocultaba una ventana.
En el vagón restaurante tenía
sentada enfrente a una señora de unos setenta años. De joven debía
de haber sido muy guapa y ahora hacía todo lo posible para
recordárselo a los que la rodeaban, pero con delicadeza,
insinuándolo con un suave trazo de eyeliner en los párpados y un
toque de pintalabios: «Ah, si me hubierais conocido hace cuarenta
años». A su lado, en el estante destinado a las bandejas de la
comida, se encontraba sentado un pequeño caniche exquisitamente
vestido también, con un jerseicito de punto celeste. El caniche, en
cuanto lo vio, le clavó unos gigantescos ojos que le resultaban
conocidos. «¿Halina?», pensó para sus adentros, con cierto
pánico. El caniche soltó un breve ladrido afirmativo. La señora
mayor le brindó una agradable sonrisa como si quisiera decirle que
no tenía nada que temer. Los ojos del caniche, entre tanto, no se
apartaban de los de él. «Sé muy bien que el armario no se me cayó
encima porque sí», decían esos ojos, «sé perfectamente que tú
me lo echaste encima». Ahora él le dio una calada corta al
cigarrillo mientras le devolvía a la señora mayor una sonrisa
nerviosa. «También sé que no querías matarme, que solo fue un
acto reflejo. No tenía que haberte pedido que volvieras a bajar la
ropa de invierno.» La cabeza de él asintió como si se moviera por
su cuenta. Otro acto reflejo, por lo visto. De haber sido distinto,
alguien de carácter menos duro, ya se le habrían saltado las
lágrimas. «¿Estás bien, ahora?», preguntaron los ojos del
caniche. «Regular», respondió él con la mirada, «no es fácil
estar solo. ¿Y tú?». «No me quejo», vino a decir el caniche
abriendo la boca hasta casi sonreír, «mi dueña me cuida muy bien,
es una buena mujer. ¿Cómo está la niña?». «Vengo de visitarla.
Se la ve pletórica. Es que por fin Gilbert está de acuerdo en que
tengan un niño.»
«Cuánto me alegro», movió
muy deprisa el caniche el muñón de su rabo, «pero tú te tienes
que cuidar más. Has engordado y fumas demasiado».
«¿Puedo?», le preguntó a la
señora mayor, sin palabras, solo con un gesto de la mano acariciando
el aire. La señora asintió con una sonrisa. Él, entonces, acarició
a Halina por todo el cuerpo y después se agachó y la besó.
—Lo siento, le pido disculpas
—le dijo a la señora al borde de las lágrimas.
—Usted le gusta —dijo la
señora mayor en un inglés macarrónico—, mire, mire cómo le está
lamiendo la cara. Nunca la había visto comportarse así con un
desconocido.
De repente llaman a la puerta, 2010.
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