Tenía el pelo más corto, pero se parecía tanto a mí que hasta mi madre nos hubiese confundido. Llevaba un tiempo observándola. Sujetaba el carrito de un niño y esperaba a alguien, porque no paraba de mirar el reloj cada minuto, como si necesitase comprobar que transcurría el tiempo. Éramos prácticamente idénticas. Me di cuenta de que me estaba mordiendo las uñas. Cuando me pongo nerviosa, no puedo evitarlo. Es una manía que tengo desde niña. Entonces, llegó él. Lo reconocí enseguida, aunque habían pasado más de cinco años desde la última vez que nos habíamos visto. Estaba más gordo y llevaba barba, pero todavía conservaba la misma sonrisa y la misma mirada que habían hecho que me enamorase de él. Le dio un beso y luego se inclinó sobre el carrito y le hizo carantoñas al bebé. Hubiese querido acercarme a ellos y preguntarles tantas cosas. Averiguar si él había conseguido acabar Derecho o si continuaba levantándose cada mañana para correr. Pedirle perdón. Saber si ella le seguía poniendo tres cucharadas de azúcar al café o si había dejado, por fin, de morderse las uñas. Descubrir si tenían un perro o si habían cumplido su sueño de viajar a Australia. Me habría gustado coger al niño en brazos. ¿Qué nombre le habrían puesto? ¿Luis, como él? ¿A quién de los dos se parecería? ¿Tendría sus ojos? ¿Habría heredado mi nariz? Pero no me atreví. Calle abajo, vi alejarse mi otra vida.
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