Ya nadie recordaba qué era,
pero ella había hecho algo en contra de la voluntad de su padre, y
él la había agarrado y arrojado por el acantilado, y ella había
caído y caído hasta hundirse en el océano.
Su cuerpo se sumergió cada vez
más hondo, bailando su lenta danza de la muerte, hasta quedar
reposando sobre el lecho marino. Con el paso del tiempo los peces y
otras criaturas se comieron toda su carne mientras las conchas y los
cangrejos se alojaban en sus huesos, y durante muchos años yació
allí, mecida por las corrientes como un alga, la Mujer Esqueleto.
Creyendo que la bahía estaba
hechizada, la gente dejó de pescar allí. Un día, sin embargo, un
forastero vino a pescar en su kayac, ignorante de las tristes
leyendas que pesaban sobre esa extensión de agua. Lanzó el sedal
por la borda de su barco y el anzuelo se hundió y se hundió hasta
el fondo del océano, donde se enganchó en las costillas de la Mujer
Esqueleto. Notando algo en el extremo de su sedal, el hombre gritó:
“¡Oh-ho, ha picado un pez gordo!”, y empezó a izar su captura.
La Mujer Esqueleto sintió que algo tiraba de ella y se retorció
tratando de librarse, pero cuanto más se debatía más se enredaba.
El hombre tiró del sedal hasta
que al fin la Mujer Esqueleto fue levantada del fondo del océano
donde tanto tiempo había yacido y subió y subió, atravesando las
aguas, hacia la luz.
Cuando el hombre sitió que la
presa estaba cerca de la superficie se volvió para coger la red
pero, al girarse, dio un grito. Porque allí, en la popa del barco,
con los dientes clavados en la madera, el agua goteando de su
cabellera de algas, los cangrejos correteando por las cuencas de sus
ojos, las lapas destellando sobre sus huesos, estaba la Mujer
Esqueleto. El hombre, aterrorizado, cogió su remo, golpeó a la
espantosa aparición para arrojarla del barco y empezó a remar
desesperadamente hacia la costa, haciendo avanzar la embarcación con
todas sus fuerzas. En su pánico, no se dio cuenta de que la Mujer
Esqueleto seguía enganchada en el anzuelo y, cuando miró hacia
atrás, allí estaba ella surcando las olas tras él!
El hombre siguió remando hasta
llegar por fin a la orilla. Saltó de su kayac, agarró el sedal y
empezó a correr por el hielo. Pero cuando miró tras él vio venir,
saltando y botando por el hielo, a la Mujer Esqueleto y, por mucho
que corriera, cada vez que miraba tras de sí, allí estaba ella. El
hombre siguió corriendo y corriendo, con el corazón palpitando,
agitando las piernas, los ojos desorbitados de terror. Corrió entre
las pilas de pescado seco y, mientras se deslizaba entre ellas, la
Mujer Esqueleto extendió una mano huesuda, cogió un pescado y se lo
comió.
El hombre siguió corriendo
hasta que al fin, exhausto, temblando, aterrorizado, llegó a su
iglú. Se arrojó por la puerta a la oscuridad del interior y durante
largo tiempo quedó allí jadeando, libre al fin del horror de la
Mujer Esqueleto. Finalmente, el hombre se recuperó un poco y
encendió el fuego; pero entonces chilló, porque allí, en el iglú
con él, estaba la Mujer Esqueleto. Sus huesos estaban todos
enredados del viaje, tenía una pierna dentro de la caja torácica y
la otra detrás de la cabeza; todavía goteaba agua de su pelo de
algas, y los percebes de sus dientes sonrientes destellaban a la luz
del fuego.
Al mirarla, el hombre se dio
cuenta de que no podía escapar de ella. Y, tal vez porque era un
hombre solitario, al aceptar su destino, algo se conmovió en su
interior y sintió compasión por ella. Se arrastró hasta la mujer
musitando palabras tranquilizadoras y le colocó suavemente los
huesos hasta que cada uno estuvo en su lugar. Luego, cogió una
túnica de piel de foca y se la puso sobre los hombros, y después,
agotado por las aventuras del día, se metió en la cama y se durmió.
La Mujer Esqueleto se quedó
sentada inmóvil, alerta, observando al hombre dormido, sin atreverse
a hacer un solo ruido por temor a enfurecerle y que él también la
agarrara y la arrojara fuera, como había hecho su padre tanto tiempo
atrás.
Mientras el hombre dormía, tuvo
un sueño y ese sueño hizo brotar una lágrima que se deslizó por
su mejilla. Viendo la lágrima, la Mujer Esqueleto sintió en ella la
sed de los siglos y se arrastró hasta el hombre dormido, le acercó
la boca huesuda al rostro y empezó a beberse la lágrima. A medida
que bebía, esa lágrima se convirtió en un río y ella bebió y
bebió, hasta que al fin su sed quedó aplacada.
Luego, la Mujer Esqueleto empezó
a cantar una canción, una canción tan antigua como los cristales de
hielo que la rodeaban y, mientras cantaba, deslizó una mano huesuda
bajo las sábanas, la metió en el pecho del hombre dormido y sacó
su corazón palpitante. Y cantando con voz cada vez más fuerte,
acarició sus huesos con el corazón del hombre.
Se acarició la cara; cantó
pidiendo carne; cantó pidiendo ojos, nariz, labios; cantó pidiendo
orejas; cantó pidiendo pelo; cantó pidiendo brazos; cantó pidiendo
manos; cantó pidiendo pechos, cantó pidiendo corazón; cantó
pidiendo estómago y órganos internos; cantó pidiendo piernas y
pies veloces; cantó pidiendo una hendidura entre las piernas y todas
las cosas que una mujer necesita.
Cuando estuvo completa, la Mujer
Esqueleto cantó para desnudar al hombre dormido y se metió en la
cama junto a él. Después hundió la mano en su propio pecho, se
sacó el corazón y lo puso con cuidado dentro del pecho del hombre
dormido, y el corazón de él lo metió en el suyo. Por la mañana,
al despertar, estaban los dos entrelazados en un abrazo de amor
eterno.
Y desde aquel día vivieron
juntos. Cada vez que salían de pesca, las criaturas del océano se
entregaban libremente a la Mujer Esqueleto, que había vivido entre
ellas tanto tiempo. Y el hombre y la Mujer Esqueleto vivieron felices
muchos años.
Semillas al viento. Cuentos del mundo, 2001.
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