El abuelo Salo tiene buenos
motivos para recordar la llegada de la orquesta de Leopoldo Stokovski
a la Argentina.
—Fue hacia el año cuarenta
—dice—. Stokovski era famoso sobre todo por ser el director de la
Orquesta Filarmónica de Filadelfia, pero vino a la Argentina con una
orquesta juvenil. En Buenos Aires igual fue todo un acontecimiento. Y
para mi familia, fue más especial todavía. Porque uno de los
violinistas de Stokovski era un pariente lejano de mi mamá, un
polaco del mismo pueblo, que había emigrado a Estados Unidos, tal
como mi mamá emigró a la Argentina. Bueno, este hombre quiso
conocer a su familia argentina. Imagínate la emoción cuando llamó
a casa ¡el primer violinista de Stokovski!
—¿Y fue nomás de visita?
—¡Por supuesto! Viajaba con
su mujer, que también era violinista, de modo que la trajo.
Invitamos a mi tía, la hermana de mi mamá. Fue una cena memorable.
Lo más increíble de todo no fue que nos invitaran al Colón a
escuchar la orquesta de Stokovski, ni las costumbres extrañas que
traía esta pareja, sobre todo la mujer, nacida en Estados Unidos, la
otra América, la de verdad. Todo nos llamaba la atención. La forma
en que cambiaba de mano el tenedor después de cortar la carne,
porque los yanquis manejan el tenedor con la mano derecha. La ropa,
el peinado... Pero lo que nos dejó boquiabiertos fueron las medias
que traía puestas la mujer del violinista. ¡Medias de nailon! Jamás
se había visto semejante cosa en la Argentina.
—¿Y qué usaban las señoras
elegantes?
—Aquí se usaban todavía
medias de seda, que eran carísimas y se rompían y se corrían de
nada. Era un tema fundamental para las mujeres de la época, sobre
todo para las que no tenían mucho dinero. Claro, también existían
las medias largas de algodón, generalmente de color carne, pero eran
muy feas. Las chicas muy jóvenes, a veces, se dibujaban una costura
sobre la piel, con carbonilla, desde el muslo hasta el talón, para
dar la impresión de que tenían puesta una media. Salir sin medias
era impensable, una locura; una mujer decente en sus cabales no hacía
una cosa así. Era tan loco como que un hombre saliera a la calle sin
sombrero: "en cabeza", se decía, y era casi como salir
descalzo. Pensá que Roberto Arlt murió tratando de inventar unas
medias engomadas de larga duración. Las medias de seda corridas,
igual que pasó después con las de nailon, se llevaban a arreglar,
con una maquinita zurcidora se levantaban los puntos. Pero no
quedaban perfectas, el arreglo se notaba. ¡Ah, esas pobres medias de
seda llenas de cicatrices de batalla!
—Así que nunca habían visto
medias como ésas...
—Nunca. Las medias de nailon
que tenía puestas la mujer del violinista eran más fuertes y
también más transparentes. La señora hizo un par de demostraciones
que nos dejaron con la boca abierta. Todos hubiéramos querido tocar
ese material incomprensible. Yo era chico y estaba tan asombrado como
los demás. ¿Qué era esa fibra extraña que no salía de ninguna
planta, que no tejía ninguna oruga? Mi mamá y mi tía miraban las
medias con tanta admiración, ilusión y deseo que la mujer del
violinista decidió regalarles un par a cada una. Antes de irse de la
Argentina pasó por casa y nos dejó dos paquetitos con el extraño
tesoro. Entonces sí pudimos tocarlas, estirarlas, mirarlas al
trasluz, con infinito cuidado. "Pero, ¿de qué están hechas?"
le pregunté a mi papá. Él me miró muy serio y me dijo: "Están
hechas de aire y carbón".
Y desde entonces cada vez que se
encuentra con algo nuevo, un adelanto tecnológico, una situación
que no comprende, un misterio de la naturaleza, en lugar de decir
como todos los argentinos "Cosa'e mandinga", el abuelo Salo
dice así: "¡Aire y carbón!"
Historias verdaderas, 2004.
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