lunes, 21 de noviembre de 2016

Nieve. Antonio Báez.

Hay un parque. Es un parque grande, lleno de senderos, túmulos, bancos, estanques. Nieva por primera vez después de generaciones. De hecho, es la primera vez que los paseantes y vagabundos, que pueblan el parque esa tarde de invierno, ven la nieve en ese parque. La conocen, por supuesto, ya que quien más, quien menos ha cogido un tren, ha hecho el servicio militar en el norte o tuvo que emigrar a Suiza para sacar adelante a la prole. Pero ahora les ha tocado aquí. Esos copos de nieve son para los adultos como una manguera de agua fría en verano para los chiquillos. Excitan sus ilusiones y los ponen de buen humor. Hasta quien no ha comido caliente en los últimos días y no tiene techo donde refugiarse mira con esperanza hacia el cielo. Nieva. Aquí también.

Los malvados se enternecen con la estampa. Achispan los ojos e imaginan sus atrocidades sobre el blanco manto que lo cubre todo como si fuese una colcha de claveles blancos. Hasta los más juiciosos se atreven a coger un puñado de nieve y lo aprietan en la mano, mientras buscan un objetivo contra el que disparar. Un árbol, vale, pero la gracia no está ahí, sino en darle a alguien, a quien quizás hemos respetado hasta ese preciso instante. Al profesor, es una idea. Es una excelente ocasión para tirarle bombas de nieve a la cabeza. A las chicas, al culo.

Nieva y todos ríen, aunque muestren las caries negras, los colmillos rotos, la boca podrida por los vicios. En el parque empiezan a aparecer los gamberrillos que quieren deslizarse por la nieve a costa de atropellar a las ancianas, que discuten acerca de la fecha concreta de la última nevada.

-Fue poco después de la guerra.

-Bueno, en aquellos tiempos solía nevar de vez en cuando. Pero la última última vivía aún mi marido. Lo recuerdo perfectamente porque me hizo salir a la calle y me cogió por la cintura.

Ploff.

-Ha sido el hijo de puta ese, el negrillo.

-¡Chaval, cuidado! -amenaza la anciana.

Una figura extraña cruza el parque entre la excursión colegial, los jubilados, las viudas, los porretas y las parejas que surgen entre oficinistas curiosos. Una mujer de rostro severo, oscurecido por las arrugas y los pliegues de la edad, vestida con un uniforme o un hábito, que camina, no con la abstracción de una dama dentro de su recinto privado, sino como una reclusa en el patio de un presidio. No le presta atención a lo que sucede a su alrededor. Lleva unas botas rotas y por los agujeros se asoman sus callos ateridos, con esa vida independiente y lúcida que van conquistando las partes de los cuerpos abandonados por el espíritu. Que cada cual se ocupe de lo suyo y lo gestione como le venga en gana: el codo de sus rozaduras, la barbilla de sus largos filamentos de bruja, las manos de la roña, la boca con su aliento. Una mujer hecha de miles de trozos inteligentes, que no obedecen a general alguno. Una mujer para quien la nieve ya no es un milagro, porque viene caminando del lugar de la nieve y se dirige al cementerio de la nieve.

Ploff.

La mujer ignora el golpe, ya que quien debe hacerse cargo de él es su espalda. O más concretamente esa joroba que le ha ido creciendo sobre la cerviz. La mujer se aproxima al grupo de chavales desde el que ha salido el proyectil, sin ánimo alguno de echarles una bronca, al desconocer el motivo por el que podría hacerlo. Se acerca y los raterillos empiezan a hacer esos aspavientos y muecas juveniles, en los que encuentran ficción para su identidad. Recelan.

-No sé si vosotros seréis amigos de mi hijo, pero si le veis, le decís que lo estoy buscando.

-¿Cómo se llama?

-Es mi hijo, da igual su nombre. Cuando lo veáis reconoceréis que es hijo mío.

-¿Se parece a ti? -Más a su padre, pero también a mí. Pero no es el físico en lo que más nos parecemos.

-¿Es de nuestra edad?

La mujer ignora lo dicho y deja que sus palabras caigan a la nieve, en la que se hunden, derritiendo el contorno. Como piedras incandescentes.

Los chicos la ven alejarse y a distancia la increpan. Uno de ellos, el más lanzado, resbala y se abre la crisma contra una piedra. La nieve se tiñe de rojo como si fuese un granizado de grosellas. El chico se queda mirando al cielo con los ojos de par en par. A su alrededor sus amigos corren asustados.

El chico está muy tranquilo. Mira hacia atrás y se ve tumbado en el parque, a la espera de que llegue la ambulancia. Pero si mira a su lado ve a la mujer que se les acercó hace un instante. En su mano, la mano de la mujer.

-Hijo, mi vida -le dice la vieja.

Y el chico siente que su pecho se llena como una esponja cuando coge agua.

-¿Dónde estabas, mamá?

-Buscándote, hijo mío. Llevo años tras de ti.

Nieva. También aquí. La gente juega ilusionada con los copos de nieve. Y esa misma tarde, cuando la vieja sale de la ciudad en un autocar de línea, acompañada de su niño del alma, lentamente deja de nevar.


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