jueves, 18 de abril de 2019

Punto de fuga. Juan Senís Fernández.


Supe que me llamaba Luis el día en que la madre de Jaime nos sorprendió conversando en la cocina.
- ¿Con quién hablas, hijo? – preguntó avanzando hacia mí con tal decisión que estuvo a punto de pisarme.
- Con mi amigo Luis – respondió Jaime impaciente, como siempre que le hacían explicar lo obvio.
Su madre echó una incrédula ojeada a su alrededor, sacudió los hombros y luego sacó una sartén de un armario.
- Pues nada, a jugar a otro sitio, que tengo que hacer la cena – dijo sin convicción, con el tono de quien intenta desembarazarse de un loco.
Aquella tarde jugamos juntos hasta la hora de cenar. Jaime parecía el de siempre, dulce conmigo, pero un poco mandón, y no se dio cuenta de que yo había comprendido algo sobre mí que antes ignoraba. Los firmes trazos que hasta ese momento delimitaban mi conciencia habían empezado a borrarse y sentía todo mi ser arrastrado hacia un punto de fuga tan lejano y apenas visible como difícil de eludir.
A partir de entonces, Jaime me fue convocando cada vez menos tardes, hasta que dejó de hacerlo durante largos periodos de tiempo y luego ya casi del todo. Suspendido en un éter mudo con otros niños desahuciados como yo, en los que veía reflejada mi propia expresión de desamparo infinito, pero con quienes no podía hablar, a veces un fogonazo inesperado me devolvía a su lado. Encontraba entonces a un Jaime crecido, envejecido y triste, en el que a duras penas reconocía su cara infantil, mientras que yo seguía siendo un niño, aunque tuviera el alma cada vez más difuminada.
Ahora, sin embargo, llevo mucho tiempo junto a la cama donde Jaime yace conectado a una máquina que suelta pitidos agudos, con su calva nimbada por largas guedejas blancas brillando bajo la fría luz de un neón. De vez en cuando, una señora mayor y dos chicos jóvenes (uno de ellos, muy parecido a Jaime) lo miran compungidos desde el otro lado de un gran ventanal. Se turnan para entrar a verlo unos minutos al día y, cuando están dentro, contemplan a Jaime y lloran.
Aunque no me oyen, me gustaría decirles que no se preocupen, pues yo permanezco a su lado todo el tiempo, cogiéndole la mano, y no lo abandonaré cuando llegue el momento. Y, aunque tal vez Jaime tampoco me oiga, no dejo de repetirle que no tema, pues no estará muerto del todo mientras haya alguien que se acuerde de él.
A mí, en cambio, solo me quedan unas horas.
Las suyas.


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