Del
piso recuerdo las paredes y el balcón, con vistas al matadero. También recuerdo
que no se oían los chillidos de los animales sacrificados, sólo el ruido, de
día y de noche, de los grupos electrógenos. Cuando sonaba el teléfono, solía
ser la abogada con malas noticias. A veces, los divorcios tienen estructura de
epidemia: acabas pagando por los errores cometidos por otros. El piso fue una
de las consecuencias de ese proceso. La jueza dictó sentencia y me obligó a
alquilar deprisa y mal. La otra batalla se produjo por la custodia de los
hijos. Después de una negociación con alma de chantaje acabaron viniendo dos
noches por semana, sabiendo que eran el instrumento de un reparto legal pero
arbitrario. Pese a las circunstancias, encontramos el modo de reírnos hasta
llorar, de no pedir demasiadas pizzas por teléfono, de hacer los deberes
puntualmente, de ver partidos de rugby por televisión y de acostarnos temprano.
Nunca imaginé que las paredes nos ayudarían tanto. Cuando mi hijo pequeño me
pidió si podía dibujar en una de ellas le dije que sí, porque hacía demasiado
tiempo que la respuesta a todas las preguntas era «no». El mayor se sumó a la
idea con entusiasmo y, al cabo de unas semanas, habían completado un zócalo que
recorría tres paredes y una puerta y que representaba un zoo con animales de
todo tipo, incluso ratas y escorpiones. La minuciosidad de los detalles y la
elección de los colores me llevó a sospechar que, de todo lo que habíamos
compartido, nada les había hecho disfrutar tanto como aquello. Pintaba
mordiéndose la lengua con los labios, como si aquel gesto de máxima
concentración les aguzara la inspiración y la destreza. Por eso, cuando les
dije que podían seguir por el pasillo, el comedor y el dormitorio, me abrazaron
y volvieron al trabajo con la energía de unos artesanos contratados para
realizar los murales de una iglesia de, pongamos, la Toscana del siglo XV.
Los días que no venían –me resisto a utilizar la expresión «los días que no me
tocaban»–, me gustaba contemplar las pinturas y repasarlas con la yema de los
dedos, como el arqueólogo que busca el acceso a un pasadizo secreto. A medida
que mis hijos crecían, los zócalos se modificaban. Sobre el zoo se levantaban
bosques mutantes, planetas precipitándose hacia otros planetas igualmente
desatados, robots alimentados por energías imposibles, monstruos mitológicos y
balones de rugby vigorosamente hinchados. Paulatinamente, los estilos
evolucionaban y divergían, y la perra cosmonauta que había pintado el pequeño
no tenía nada que ver con la psicodelia grafitera coloreada por el mayor. El
piso fue transformándose así, sin equilibrio, acumulando muebles y
electrodomésticos en las zonas no pintadas. Cuando alguien me reprochaba que
desaprovechara tantas paredes, le respondía que me sentía como un cazador
prehistórico: me rodeaba de pinturas no para informar de nuestras costumbres a
visitantes del futuro sino para explicarme a mí mismo cómo eran aquellos chicos
que, desde el divorcio, sólo había podido ver dos días de cada siete.
Luego llegaron los años de la distancia y los silencios. Manteníamos el régimen
de visitas pero nos alejamos porque así lo imponía el protocolo de la
adolescencia. Pese a todo, nos vigilábamos de reojo. Yo notaba que los
pantalones se les caían y que les olían más los pies y ellos fingían no
sorprenderse cuando estrenaba camisa y salía a cenar con una amiga. «Amiga» era
el eufemismo de una realidad que no comentábamos: hubiéramos roto el equilibrio
de cosas no dichas que debe mantenerse entre padres e hijos. En aquella época
no dibujaron demasiado. De vez en cuando añadían signos y símbolos en un rincón
de pared virgen –no siempre sabían qué significaban– o anotaban frases,
consignas y aforismos que les habían impresionado y que, por regla general,
pasaban de moda más deprisa que los dibujos (saqué la conclusión de que la
imagen perdura más que la escritura).
Una noche, la amiga resultó ser más que amiga que las anteriores y se quedó.
Sin pactarlo, iniciamos un periodo de convivencia marcado por la cautela y el
respeto. Cuando venían, los chicos no entendían que ella viviera en casa.
Tuvieron que aprender a no hacérselo pagar y a discutirlo conmigo sin caer –les
estaré eternamente agradecido– en el melodramatismo. Cuando se ha sobrevivido a
un divorcio, plantearse volver a vivir en pareja resulta difícil. Quizá por
eso, ninguno de los dos dijo nada hasta que quedó tan claro que las cosas eran
como eran que no hizo falta hablar más del asunto (hay silencios que de entrada
coaccionan, pero que a medio plazo liberan). Los hechos impusieron su lógica:
se compartían las costumbres y se preservaban, intactas, las paredes.
Unos meses más tarde, cuando, sin ninguna malicia, la amiga sugirió que
podríamos volver a pintar el piso y redistribuir los espacios «de un modo más
racional», estábamos cenando. Mis hijos no levantaron la mirada del plato
(albóndigas con romesco de pimiento). A juzgar por la manera como,
simétricamente, se rascaron la nuca, comprendí el efecto que les había
producido la propuesta. Yo pensaba lo mismo que ellos: en la inoportunidad de
según qué cambios y en la dificultad de explicar algo intangible y que guardaba
relación con los sentimientos de una época en la que, sin decírnoslo, habíamos
logrado sobrevivir a muchas angustias. Como la amiga no era idiota, se dio
cuenta de todo. No le respondí que no pero tampoco que sí. Resultado: la
ambigüedad de mi respuesta adquirió dimensiones de deuda impagada.
En el momento de despedirse de mis hijos, mi amiga los abrazó con más emoción a
ellos que a mí. Lo comprendí: los afectos que no se eligen nunca decepcionan
tanto como los que se buscan. Nos miramos y yo esperé, en vano, que el despecho
se le disolviera en la mirada como una aspirina efervescente. No volvimos a
vernos, tampoco cuando los chicos empezaron a venir menos, más adelante poco y,
finalmente, nada (llegué a echar de menos una resolución judicial que les
impusiera, como antes, un régimen de visitas). El matadero cerró y fue
derribado por un comando hiperactivo de excavadoras. En su lugar construyeron
pisos que costaba vender: corrió el rumor de que, por la noche, se oían los
chillidos de los animales que habían sido sacrificados allí.
Más que la soledad, me pesaba el tiempo libre. Ocupar las horas me cansaba
tanto como perderlas. En el trabajo, cuando me propusieron cambiar de país y
asumir más responsabilidades, se lo comenté a mis hijos, por si deseaban
quedarse con el piso. Me respondieron que no: tenían otros planes. Si hubiera
sido mío no lo habría vendido, pero no me podía permitir dos alquileres al
mismo tiempo y me frenaba tener que abandonar los paisajes de las paredes. No
quería perder lo que durante tantos años había ido descubriendo: un laberinto
de formas y colores que me recordaban momentos que, lejos de allí, corría el
riesgo de olvidar. Los chicos me dijeron que tenía que filmarlo para conservar
el recuerdo y, tras explicarme cómo funcionaba la cámara, así lo hicimos. Ahora
que me he instalado en el nuevo apartamento, en una ciudad en la que lleva días
nevando y en la que todo el mundo se acuesta más temprano que yo, miro las
imágenes filmadas del viejo piso y me doy cuenta de que, vistas en la pantalla,
las paredes ya no dicen nada: los planetas no parecen tan desatados, los
monstruos mitológicos han perdido carisma, los robots se han oxidado tanto como
los animales –incluidos las ratas y los escorpiones– y los balones de rugby se
han deshinchado.
La bicicleta estática. Sergi Pàmies, 2007.
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