A Rafael Azcona.
Se sentía pegado a la
gutapercha del sillón, y el agua del vaso estaba caliente, y una moscarda
zumbaba por el despacho, y los zapatos le hacían daño en los pies hinchados.
Dejó el periódico de Madrid sobre la mesa, cubriendo los papeles que tenía que
firmar y lo que había firmado. Volvió la cabeza hacia el gran balcón abierto al
campo cereal y contempló el horizonte, crepusculado en vino aloque. El trigo
amarilleaba a ruin y un rebaño de ovejas venía por el campo con una nube de
purpurina.
-Ha dicho el señor alcalde
que te esperes.
-¿Hoy otra vez?
-Todos los sábados hasta
que llegue el invierno o hasta que haga mal tiempo.
-Si tuviera mucho que
pensar…
Acercó la mano a la
campanilla y acarició la manija. Estuvo a punto de llamar al ujier para decirle
que el guardia se fuese al diablo o a la taberna, pero pensó que era su deber y
que no podía faltar a su deber, y que el deber era lo más importante para un
hombre honrado y que quien desde un puesto rector no cumplía con su deber, no
merecía el puesto rector. El rebaño avanzaba muy lentamente y su nube se iba
violetando, anocheciendo.
-Entonces me quedo sin
dominó hasta que llueva.
-No tiene trazas.
-He hecho un pan como…
-Sanfastidiarse.
-¿Y no se podía divertir
de otra manera? Porque eso es como una degeneración.
-Pregúntaselo a él.
-Al levantarse del sillón
tuvo la sensación de arrancarse un esparadrapo, grande como una manta, de las
espaldas. Se asomó al balcón. Los patizuelos y corralizas de las casas ya eran
nocturnos pozos. El enjalbegado de las fachadas tomaba color de hiel. Se
recortaba el perfil boyuno del otero. Olía a campo reseco y a carbón quemado, y
el soto era tiniebla, tiniebla cobijadora de pecado. Llamó con la campanilla y
se sentó en el sillón.
El ujier, al entrar, ladeó
la cabeza para expulsar el último humo de la chupada del cigarrillo.
-Mande, señor alcalde.
-¿Está Benítez?
-Sí, señor alcalde.
-Que lleve papel y lápiz.
-Sí, señor alcalde.
-… aunque debiera llevar
un látigo.
-Si, señor alcalde.
-No, señor alcalde; porque
no vivimos en la Edad Media y la picota de hoy es la prensa, y el látigo
moderno, la multa.
-Si, señor alcalde.
-¿Se ha encendido el
alumbrado?
-No, señor alcalde. Hasta
las diez no da luz la fábrica.
-¿Por qué?
-Porque desde ayer,
clarea, señor alcalde.
-Vete a la fábrica y que
den la luz, o empaqueto a todos.
-Hoy hay luna grande,
señor alcalde.
-Mejor.
Se levantó del sillón y se
acercó al paragüero. Tomó su vara de mando de latón y cordoncillos, se cubrió
la cabeza con su sombrero negro de ala entera y dura. El ujier le abrió la
puerta e hizo una extraña reverencia.
-Prefiero que te cuadres.
-No soy militar, señor
alcalde.
-Yo sí.
-Sí, señor alcalde.
-Un militar, aunque no
esté en activo, siempre es un militar, y no hace falta que digas que no eres
militar, porque se ve a la legua.
-Sí, señor alcalde.
-Mañana, después de misa,
iré al cementerio, y luego vendré un rato al despacho.
-Es domingo, señor
alcalde.
-Mañana vendré un rato al
despacho.
-Sí, señor alcalde; pero
yo quería ir de cangrejos con la familia.
-Eso te ahorras. Además,
el arroyo no trae agua.
-Por eso, señor alcalde.
Benítez cogió el domingo pasado quince docenas.
-¿Benítez? ¡Qué sabe ese
de coger cangrejos!
-Se da muy buena maña,
señor alcalde.
-Tonterías.
-Sí, señor alcalde.
El único botón de la
chaqueta que podía abrochar era el primero. La cintura del pantalón le llegaba
al pecho. El pantalón le hacía rodilleras y era de un color indefinido, casi
castaño oscuro. Llevaba una abrazadera de luto en la manga izquierda. Calzaba
zapatos negros y negros eran los calcetines y negra la corbata. La camisa era
blanca con rayas verdes desteñidas. En la falange anular derecha, un anillo de
roja piedra preciosa, chispeante, cubría las dos alianzas de su viudedad.
Andaba con la velocidad
que le permitía su potra. Benítez se puso en pie al verlo y se cuadró.
-Bien, Benítez -el alcalde
hizo una pausa.
-Que lleves papel y lápiz
-dijo el ujier.
-Ya lo llevo.
-Bien, Benítez. Hoy me
expulsas del Paraíso a todos los adanes y evas que haya y me los multas de diez
pesetas a cincuenta, según familia. ¿Me entiendes?
-Sí, señor.
-Alcalde.
-Sí, señor alcalde.
-A los que veas haciendo
cochinadas, me los apuntas con dos apellidos, que los voy a hacer salir en el
periódico de la capital, con un inri.
-¿Y si no veo a nadie,
señor alcalde?
-Verás, verás. Hoy hay
luna grande. Yo me quedo fuera, en el banco de la fuente, y me tienes que dar
una lista con diez parejas por lo menos. En esta Babilonia va a entrar la moral
por las buenas o por las malas.
-¿Y en fiestas, señor
alcalde? -preguntó ingenuamente Benítez.
-En fiestas se verá. Si ha
remitido la concupiscencia, habrá venia; si no, para los hombres retén hasta
que pasen los festejos, y para las mujeres… bueno, para las mujeres me lo
pensaré.
-Si, señor alcalde. ¿Y por
donde entro al soto? ¿Por el lado del puentecillo, como siempre?
-Sí. De esa manera no se
nos escapará nadie. Me los ojeas hacia la fuente, que allí les espero yo.
¿Alguna pregunta más?
-Señor alcalde: yo pensaba
-dijo el ujier- que podía ir al arroyo, luego podía venir el rato que usted
estuviese en su despacho y después me podía volver al arroyo. ¿Le parece, señor
alcalde?
-Lo primero es el deber.
-Sí, señor alcalde.
-Vamos, Benítez.
-A sus órdenes, señor
alcalde.
El parque de la villa
tenía siete árboles, siete farolas y siete bancos. En el parque de la villa,
entre el polvo, jugaban los niños y recordaban los viejos. Los siete árboles,
los siete bancos, las siete farolas nunca habían cobijado, dado asiento y
alumbrado un idilio. cuando sonaban las diez en el reloj del Ayuntamiento, los
niños, ya sin risas, dejaban el parque. Cuando sonaban las diez y media en el
reloj de las Hermanas de la Caridad, los viejos, con todos sus recuerdos
titubeantes, se marchaban del parque. Después de las doce de la noche solía
haber en el parque algún borracho cantarín, pero el Bando lo prohibía.
Benítez caminaba detrás
del alcalde, arrancándose hilos de las deshilachadas bocamangas de su uniforme.
En el cielo raso y hondo, una estrella fugaz irrumpió en la armonía de las
constelaciones. El alcalde taconeaba su vara con pompa, y su mirada al frente
avisaba al pueblo que respondía a la llamada del deber.
-Benítez -llamó.
-Sí, señor alcalde.
-De aquí en adelante habrá
que proveer un sistema de multas más duras para los que se hagan aguas en las
rinconadas.
-Sí, señor alcalde. ¿Y si
es un niño?
-Un capón bien dado.
-¿Y si es un viejo, señor
alcalde?
-Afeas su conducta al
anciano, con respeto, eso sí, pero sin debilidad.
-¿Y si es un forastero?
-Si coges a un forastero…
si coges a un forastero meándose… ¿Qué se te ocurre a ti de un forastero que
cometa esa grave infracción?
-Le miento la madre y leña
por todo lo alto, señor alcalde.
-Pierdes autoridad. Leña y
prevención hasta que pague una buena multa.
-Sí, señor alcalde; pero
puede ser extranjero.
-Los extranjeros son más
civilizados que nosotros y no andan como los perros.
-Sí, señor alcalde.
Al guardia Benítez no le
gustaba meterse con las parejas, porque quedaba mal parado su prestigio de
hombre; por eso cuando entraba en el soto silbaba, para advertir su presencia.
El alcalde le remondó:
-Como si fueras a levantar
liebres como un galgo, Benítez, como un galgo, no como un desfile de
Artillería.
-Sí, señor alcalde.
-Y no te olvides que es
infracción desde el abrazo para arriba.
-Sí, señor alcalde.
-A los sentados, que
circulen.
-¿Y a los tumbados que no
están haciendo nada malo, señor alcalde?
-Multa por figurar.
-Sí, señor alcalde.
El alcalde se sentó en el
banco de la fuentecilla. Había salido la luna y brillaba argentado el chorro
del agua. Ronqueaba un sapo entre la yerba, y los ruidos, todos los ruidos del
campo, se entremezclaban y eran como un hervor.
Una pareja salió del soto;
llegaban hasta él cogidos de las manos.
-Buenas, señor alcalde
-dijeron los jóvenes-. ¿Tomando el fresco?
-¿Vosotros, también, del
soto?
-¿Pues dónde vamos a ir
con este calor? -dijo el muchacho.
-Bien, bien; pero no es
conveniente.
Los jóvenes se
despidieron. El alcalde apoyó su mano derecha sobre la pierna y un rayo de luna
hizo brillar un instante el anillo de la roja piedra preciosa. Intentó recoger
el rayo que había arrancado aquella luz y no lo consiguió. Entonces llegó
Benítez.
-Nada, señor alcalde; yo
creo que ahora la mocedad va a la carretera.
-Eso es que les avisan.
-Sí, señor alcalde.
-Desde el sábado próximo,
a la carretera, Benítez.
-Eso tiene mucho que
andar, señor alcalde.
-Ya veremos. Vámonos para
casa.
-Sí, señor alcalde.
-A ver lo que dice mañana
el padre Eustasio.
-¿Qué va a decir, señor
alcalde? ¡Que si los jóvenes, que si la vida moderna, que si el soto…! Desde
antes de entrar en quintas lo vengo oyendo.
-Más vale prevenir que
curar.
-Todos se casan, como no
sea alguno que echa a correr mundo, señor alcalde.
-Pero la moral, Benítez,
es la piedra angular de nuestra sociedad.
-Claro, claro, señor
alcalde.
La villa estaba enlucida
por la luna y el alcalde la contempló largamente. Luego le pensó: soledad y
blancura como un panteón.
-Vamos, Benítez.
-Sí, señor alcalde.
-¿Tú crees que se puede
hablar con los muertos?
-No, señor alcalde; en
pudriéndose ya no son muertos, sino materia, y luego tierra como toda.
-Calla, calla, insensato.
-Eso está visto, señor
alcalde.
Caminaron en silencio.
-Si no manda cosa el señor
alcalde, me retiro por el desvío.
-Nada, Benítez. El sábado
iremos a la carretera a ver si hay caza.
-Se nos virarán al soto,
señor alcalde.
-Ahí los quiero ver.
-Lo que diga el señor
alcalde.
Al pasar por el parque de
la villa se sentó en uno de los bancos. Le hacían daño los zapatos y no deseaba
entrar en el vacío de su casa.
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