Todo
comenzó con un estornudo. Yo por cortesía le dije Jesús, ella me respondió que
no me tomara la molestia, que era atea. Nos embalamos de inmediato en un
diálogo sobre religión, pasando por obispos muy fecundos, viajes a la India y
muchos otros temas que podrían llenar cuatro horas de tren y varios vagones.
Esta vez decidí fingirme un profesor de filosofía y letras. Separado, bien
optimista. Amante de los niños, claro. Mis padres vivirían lejos, en Tierra del
Fuego al menos, y yo, aunque soñador, sería un tipo muy asertivo.
Cuatro horas de tren no son solo cuatro horas. Es una vida pequeña, cuatro
horas al cubo. El marco perfecto para mostrarse encantador, recreándose una
personalidad de salón y un currículum como siempre se ha querido tener, y
representar el rol del rufián, el seductor, el artista o, en caso de tener mala
compañía, el sordomudo de nacimiento. Aquí, con la certeza de no volver a ver a
tu interlocutor, sin riesgo de un futuro común (qué falacia eso del futuro
común, ¿se referirán a la muerte?), puedes rápidamente saltarte los recovecos
habituales llegando al meollo y, con suerte, si hay química de vagón, alcanzar
cercanías insospechadas. No hay como una buena conversación en tren. Te
responden. Yo la practico dos veces por mes desde que me peleé con mi
psicoanalista. Es mucho más barato y más ameno. Eso sí, tengo un precepto igual
que el psicoanalista: pase lo que pase, nunca intercambiar ni pelos ni señales,
o sea, nada de teléfonos ni intentar rejuntarse nunca. Sin la vertiginosidad
sobre rieles, la compresión del tiempo, la libertad de ser lo que no se es y el
sedante mantra: Talán chucu chu, talán chucu chu, no volvería a ser lo mismo.
La comunicación en un avión es otra historia. El tiempo pasa volando y la gente
es recelosa de su espacio, egoísta, quizá porque en la inseguridad del aire se
activan mecanismos de supervivencia. En cambio, en el tren se respiran mejores
intenciones, ganas de conversar e incluso de estar de acuerdo. El tren te hace
parecer más persona.
He sido mucho, desde astrónomo a sepulturero. Si me toca una mujer bonita, para
olerla mejor me hago el ciego. De seguro soy profesor de matemáticas si suben
niños. Con las ancianas acostumbro a ser un hipocondríaco y cuando estoy
cansado, falto de ideas, trabajar para una ONG es una buena opción. Ya no
cometo el error de representar un papel demasiado bien, una personalidad
coherente despierta sospechas.
Hay veces que repito, pero le agrego un gato, algún cáncer terminal, un hermano
perdedor y una ilusión o un vicio, y soy ya tan dúctil, que al cambiar de
interlocutor paso en un segundo de militante vegetariano a histérico experto en
tauromaquia, o de viudo reciente a casado igual de reciente, por dar algún
ejemplo. Se lo debo a mi psicólogo, si soy algo y también lo contrario, nunca
seré un neurótico, o algo por el estilo me dijo.
Intento no caer en tópicos y doy a mis personajes toda la libertad y todos los
sentimientos que deseen tomarse, aunque me dejen seco. Luego vuelvo a casa y
duermo, duermo hasta que me asimilo.
Tal vez porque teníamos las cortinas cerradas, nadie intentaba entrar a nuestro
compartimento y la chavala del estornudo ateo la verdad es que llevaba horas
haciendo méritos. Me había convidado de su pan con queso y me inspiraba frases
bastante inteligentes, un pasado lleno de becas, amores y amigos. Ella era
alegre, fresca, disparatada como un potrillo. Yo estaba de lo más conversador y
hasta espontáneo se podría decir. De repente ella me plantó un beso (ahora
entiendo la expresión).
El profesor de filosofía y letras que llevaba puesto se quedó dislocado, le dio
julepe y salió corriendo dejándome en cueros. Nos quedamos mudos, ya sin frases
de marketing. Locuaces se nos pusieron las manos y el cuerpo.
Casi me dan ganas de interrumpir la terapia, no mudar más de piel cada vez que
bajo del tren. Especialmente ahora que me cubre tan felizmente los huesos. Ya
no se siente de aluminio. Pero llevo tres años en esto. He sido tantos tipos regios,
personalidades de fantasías y pasiones y sé que aún estoy a mitad de camino de
lograrme...
Me espeluzna la sola idea de bajarme en la estación de siempre, de nuevo tan yo
y sin su teléfono. Intento convencerme: mejor seguir siendo muchos tristes que uno
solo contento.
El perro que comía silencio. Isabel Mellado, 2011.
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