domingo, 9 de agosto de 2020

El signo amarillo. Robert William Chambers.

Que el rojo amanecer adivine
lo que vamos a hacer,
cuando esta luz azul de estrellas muera
y todo haya acabado.


1.
¡Hay tantas cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertos acordes musicales me hacen pensar en los tonos ocres y dorados del follaje de otoño? ¿Por qué la Misa de Santa Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre cavernas cuyas paredes relumbran con irregulares masas de plata virgen? ¿Qué hay en el rugido y agitación de Broadway a las seis en punto que me hace imaginar destellos de un silencioso bosque bretón donde el sol se filtra a través del follaje de primavera y Sylvia, inclinada sobre un lagarto verde con una expresión entre curiosa y tierna, murmura: «¡Y pensar que esto también es una criatura del Señor!»?
Cuando vi por primera vez al vigilante, estaba de espaldas a mí. Le miré con indiferencia hasta que entró en la iglesia. No le presté más atención que a cualquier otro hombre que holgazaneara por Washington Square aquella mañana, y cuando cerré la ventana y regresé al retrato ya lo había olvidado. Más tarde, a última hora de la tarde y tras un día caluroso, volví a abrir la ventana y me apoyé en el alféizar para respirar un poco de aire. Había un hombre apostado en el atrio de la iglesia, y volví a mirarle con el mismo desinterés de la mañana. Eché la vista al otro lado de la plaza donde el agua de la fuente reverberaba, y entonces, con la mente plagada de vagas imágenes de árboles, caminos de asfalto y grupos en movimiento de enfermeras y veraneantes, me dispuse a regresar a mi caballete. Cuando me giré, mi apática mirada incluyó al hombre apostado en el atrio de la iglesia.
Tenía el rostro vuelto hacia mí en esos momentos, y con un movimiento totalmente involuntario me incliné para observarle. En ese mismo instante, él levantó la cabeza y me miró. Instantáneamente pensé en un gusano necrófago. No podría precisar qué era lo que me repelía de él, pero la imagen de un grueso gusano necrófago blanco se hizo tan intensa y nauseabunda que probablemente me cambió la expresión de la cara, porque el hombre apartó su hinchado rostro con un movimiento que me recordó al de una perturbada larva de castaña.
Regresé a mi caballete y coloqué a la modelo en su pose. Tras trabajar durante un rato me convencí de que estaba arruinando tan rápidamente como era posible lo que ya había hecho; cogí una espátula y raspé el color de nuevo. Las tonalidades de la carne parecían macilentas e insanas, y no entendía cómo había podido pintar un color tan enfermizo en un retrato que antes había resplandecido con tonalidades saludables.
Miré a Tessie. Ella no había cambiado, y un pálido rubor de salud coloreó su cuello y mejillas mientras yo la observaba con el ceño fruncido.
—¿He hecho algo mal? —dijo ella.
—No… Me he hecho un lío con este brazo, y que me aspen si entiendo cómo he podido pintar en el lienzo semejante barrizal —contesté.
—¿Es que no poso bien? —insistió ella.
—Por supuesto que sí, perfectamente.
—¿Entonces no es mi culpa?
—No. Es mía.
—Lo siento —dijo ella.
Le dije que podía descansar mientras aplicaba un trapo y aguarrás a la zona infectada del lienzo, y ella salió a fumarse un cigarro y echar un vistazo a las ilustraciones del Courier Français.
No sé si había algo en el aguarrás o se trataba de un defecto del lienzo, pero cuanto más frotaba, más parecía extenderse la gangrena. Rasqué como un castor para sacarla, pero la enfermedad parecía propagarse de un miembro a otro del retrato ante mis ojos. Alarmado, luché por detenerla, pero entonces el color del pecho cambió y toda la figura pareció absorber la infección como una esponja sumergida en agua. Trabajé vigorosamente con la paleta, aguarrás y una rasqueta, pensando en todo momento en el tremendo rapapolvo que iba a echar a Duval, quien me había vendido el lienzo. Pero pronto advertí que no era el lienzo lo que estaba defectuoso, ni siquiera los colores de Edward. «Debe de ser el aguarrás», pensé malhumorado, «o bien mis ojos se han deslumbrado y confundido tanto por la luz de la tarde que ni tan siquiera puedo ver correctamente». Llamé a Tessie, la modelo. Ella entró y se apoyó sobre mi asiento exhalando anillos de humo en el aire.
—¿Qué le ha estado haciendo? —exclamó.
—Nada —gruñí—, ¡debe ser este aguarrás!
—Qué color más horrible tiene ahora —continuó—. ¿No le parece que mi piel parece queso verde?
—No, no lo creo —dije enfadado—, ¿es que alguna vez me has visto pintar de esa forma?
—¡No, claro que no!
—¡Pues bien, entonces!
—Debe ser el aguarrás, o algo así —admitió ella.
Se cubrió con una túnica japonesa y se acercó a la ventana. Yo rasqué y froté hasta que me sentí cansado; finalmente cogí los pinceles y los lancé rompiendo el lienzo mientras profería maldiciones, de las cuales Tessie tan sólo alcanzó a oír el tono.
Sin embargo, inmediatamente comenzó a renegar:
—¡Ya está bien de maldecir, hacer el tonto y arruinar sus pinceles! Lleva tres semanas con ese retrato, ¡y mire ahora! ¿De qué sirve que destroce el lienzo? ¡Qué criaturas más caprichosas son los artistas!
Me sentí tan avergonzado como habitualmente me sentía tras semejante explosión, y gire el arruinado lienzo hacia la pared. Tessie me ayudó a limpiar los pinceles, y luego se alejó dando saltitos para vestirse. Desde detrás del biombo me ofreció consejos sobre la pérdida total o parcial de nervios, hasta que, pensando quizás que ya me había atormentado lo suficiente, salió para suplicarme que le abotonara desde la cintura hasta el hombro, donde ella no alcanzaba.
—Todo empezó a ir mal desde el momento en que regresó de la ventana y comentó algo sobre aquel hombre del atrio de aspecto horrible —afirmó ella.
—Sí, probablemente haya embrujado el cuadro —dije bostezando. Miré mi reloj.
—Son más de las seis, lo sé —dijo Tessie, ajustándose el sombrero delante del espejo.
—Sí —contesté—, siento haberte retenido tanto tiempo —me apoyé sobre la ventana, pero retrocedí asqueado porque el joven con el rostro pálido seguía de pie junto al atrio. Tessie advirtió mi gesto de desaprobación y se inclinó sobre la ventana.
—¿Es ése el hombre que no le gusta? —susurró, y yo asentí—. No puedo verle la cara, pero parece gordo y blando. Por alguna razón —continuó, volviéndose a mirarme— me recuerda un sueño… un terrible sueño que tuve en una ocasión. Ó quizás… —reflexionó mirando sus hermosos zapatos—, ¿fue realmente un sueño?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —sonreí.
Tessie me devolvió la sonrisa.
—Usted estaba en él —dijo ella—, así que quizás puede que supiera algo.
—¡Tessie! ¡Tessie! —protesté—, ¡no te atrevas a adularme diciendo que sueñas conmigo!
—Pero es cierto —insistió ella—, ¿quiere que se lo cuente?
—Adelante —repliqué, y se encendió un cigarrillo.
Tessie se echó hacia atrás apoyándose sobre el alféizar de la ventana abierta y comenzó a hablar muy seria.
—Una noche del pasado invierno estaba echada sobre la cama sin pensar en nada en particular. Había estado posando para usted y me sentía cansada y, sin embargo, no podía dormir. Escuché las campanas de la ciudad dando las diez, las once y la medianoche. Debí de dormirme alrededor de la medianoche, porque no recuerdo haber oído más campanadas. Me pareció que apenas acababa de cerrar los ojos cuando soñé que algo me impulsaba a acercarme a la ventana. Me levanté y, tras alzar el marco de la ventana, me apoyé sobre el alféizar. La calle Veinticinco estaba desierta hasta donde me alcanzaba la vista. Comencé a sentir miedo; todo ahí fuera parecía tan… tan negro e inhóspito. Entonces llegó a mis oídos el sonido de unas ruedas en la distancia, y me pareció que ese era el motivo por el que estaba esperando. Las ruedas se aproximaron muy lentamente, y por fin divisé un vehículo que avanzaba por la calle. Se iba acercando poco a poco, y cuando pasó por debajo de mi ventana vi que era una carroza fúnebre. Entonces, mientras yo temblaba de miedo, el conductor volvió la cabeza y me miró directamente a los ojos. Cuando me desperté estaba de pie junto a la ventana abierta temblando de frío, pero la carroza fúnebre con plumón negro y el conductor se habían ido. Soñé lo mismo el pasado mes de marzo, y de nuevo me desperté junto a la ventana abierta. Ayer noche volví a tener el mismo sueño. ¿Recuerda cómo llovía? Cuando me desperté, de pie junto a la ventana abierta, mi camisón estaba empapado.
—¿Pero dónde aparezco yo en el sueño? —pregunté.
—Usted… usted estaba en el ataúd; pero no estaba muerto.
—¿En el ataúd?
—Sí.
—¿Cómo lo supiste? ¿Pudiste verme?
—No; sólo supe que estaba allí.
—¿Habías estado comiendo tostadas galesas o ensalada de langosta? —comencé a reírme, pero la joven me interrumpió con un grito angustiado—. ¿Eh? Pero ¿qué ocurre? —dije mientras ella se encogía en el alféizar de la ventana.
—El hombre… el hombre que está ahí abajo en el atrio de la iglesia… él conducía la carroza fúnebre.
—Tonterías —dije, pero los ojos de Tessie estaban desorbitados por el terror. Me acerqué a la ventana y miré fuera. El hombre se había ido—. Venga, Tessie —la animé—, no seas tonta. Has estado posando demasiado rato; estás nerviosa.
—¿Cree que podría olvidar esa cara? —murmuró ella—. Tres veces vi esa carroza fúnebre pasar bajo mi ventana, y en cada ocasión el conductor se giró y me miró. Oh, ese rostro estaba tan blanco y… y ¿blando? Parecía el de un muerto… como si llevara muerto mucho tiempo.
Conduje a la chica hasta una silla y le hice beber un vaso de Marsala. Luego me senté junto a ella e intenté darle algún consejo.
—Mira, Tessie —dije—, vete al campo una o dos semanas y dejaras de soñar con carrozas fúnebres. Posas durante todo el día, y cuando llega la noche tienes los nervios a flor de piel. No puedes seguir así. Y luego, además, en lugar de irte a la cama cuando has acabado tu día de trabajo, te escapas a hacer picnics a Sulzerís Park, o te vas a Eldorado o a Coney Island, y cuando vienes por las mañanas estás totalmente reventada. No existe esa carroza fúnebre. Ha sido un sueño tras una cena de cangrejos.
Tessie sonrió débilmente.
—¿Y qué me dice del hombre en el atrio?
—Oh, simplemente es una criatura enfermiza de lo más común.
—¡Se lo juro, señor Scott: es tan cierto como que me llamo Tessie Reardon que el rostro del hombre de ahí abajo en el cementerio es el rostro del hombre que conducía la carroza fúnebre!
—¿Y qué? —dije—. Es un trabajo tan honrado como cualquier otro.
—¿Entonces cree que realmente vi esa carroza fúnebre?
—Oh —dije con diplomacia—, si la viste realmente, podría ser que el hombre de ahí abajo la condujera. No sería de extrañar.
Tessie se levantó, desdobló su pañuelo perfumado y, tras sacar un trozo de chicle de un nudo del dobladillo, se lo metió en la boca. Luego se quitó uno de los guantes y me ofreció la mano, con un sincero «Buenas noches, señor Scott», y salió.


2.
A la mañana siguiente Thomas, el botones, me trajo el Herald y una información. La iglesia vecina había sido vendida. Di gracias a los cielos por ello, y no es que, siendo yo católico, sintiese ninguna repugnancia por los feligreses que se congregaban en la puerta, sino porque tenía los nervios destrozados por el vociferante predicador que pronunciaba cada palabra tan fuerte que retumbaba a través de la nave de la iglesia como si estuviera en mi propio apartamento, y que insistía en sus erres con una persistencia nasal que enervaba todos mis sentidos. Además, también estaba aquel demonio con forma humana, un organista, que se dedicaba a tocar algunos grandiosos himnos antiguos con una interpretación demasiado personal, y deseaba con toda mi alma la sangre de una criatura que podía ejecutar la doxología con una modificación de acordes menores que sólo se escucha en un cuarteto de estudiantes. Creo que el pastor era un buen hombre, pero cuando bramaba: «Y el Señorrrr dijo a Moisés, el Señorrrr es un guerrero; el Señorrrr es su nombre. ¡Mi ira se inflamará y os mataré con mi espada!», me preguntaba cuántos siglos de purgatorio se necesitarían para expiar tamaño pecado.
—¿Quién ha comprado la propiedad? —pregunté a Thomas.
—Nadie que yo conozca, señor. Dicen que el caballero propietario de estos apartamentos Hamilton estaba echando un vistazo. Puede que vaya a construir más estudios.
Me acerqué a la ventana. El joven con el rostro enfermizo estaba apostado junto a la verja del atrio, y con tan sólo mirarle me embargó la misma repugnancia abrumadora.
—Por cierto, Thomas —dije—, ¿quién es ese tipo de allí?
Thomas inhaló aire con gesto de desprecio.
—¿Aquel gusano de allí, señor? Es el vigilante nocturno de la iglesia, señor. Me toca las narices verle sentado toda la noche en esos escalones y mirando fijamente con todo el descaro. Le reventaría la cabeza, señor… y disculpe usted…
—Continúa, Thomas.
—Una noche, cuando regresaba a casa con Harry, el otro chico inglés, va y veo a ese tipo allí en los escalones. Molly y Jen estaban con nosotros, señor, las dos chicas del servicio de habitaciones, y entonces nos mira tan descaradamente que me acerco a él y le digo: «¿Qué miras, babosa abotargada?», disculpe, señor, pero así se lo dije. Entonces va y no dice nada, y yo digo: «Sal aquí que te reviente esa cabeza de gelatina». Entonces salto la verja y entro, pero él no dice nada, sólo me mira descaradamente. Entonces le golpeo una vez, pero, ¡ugh!, su cabeza está tan fría y blanda que vomitaría sólo con tocarla.
—¿Qué hizo él entonces? —pregunté con curiosidad.
—¿Él? Nada.
—¿Y tú, Thomas?
El joven se ruborizó como avergonzado y sonrió incómodo.
—Señor Scott, no soy un cobarde y no puedo entender por qué corrí. He estado en el Quinto de Lanceros, señor, corneta en Tel-el-Kebir, y me dispararon junto a las trincheras.
—¿Me estás diciendo que saliste corriendo?
—Sí, señor; me fui corriendo.
—¿Por qué?
—Eso mismo quiero saber yo, señor. Agarré del brazo a Molly y corrí, y los otros estaban tan asustados como yo.
—¿Pero de qué estabais asustados?
Thomas rehusó contestar durante unos momentos, pero mi curiosidad por el repulsivo joven ya había despertado y continué presionándole. Los tres años de estancia en América no sólo no habían modificado el acento cockney de Thomas, sino que le habían añadido el norteamericano miedo al ridículo.
—No me va a creer, señor Thomas.
—Sí, te creeré.
—¿Y no se reirá de mí, señor?
—¡Tonterías!
Vaciló unos segundos.
—Bueno, señor, Dios es testigo de que cuando le golpeé, él me sujetó las muñecas, señor, y cuando le retorcí su blando y viscoso puño, uno de sus dedos cayó en mi mano.
El intenso asco y horror en el rostro de Thomas debió de reflejarse en el mío, porque añadió:
—Es horrible, y ahora en cuanto le veo salgo pitando. Me pone enfermo.
Cuando Thomas se hubo marchado, me acerqué a la ventana. El hombre estaba en la parte exterior de la verja de la iglesia y tenía ambas manos apoyadas en la puerta, pero de nuevo retrocedí a toda prisa hacia mi caballete, asqueado y aterrorizado, porque pude ver que el dedo corazón de su mano derecha había desaparecido.
A las nueve en punto Tessie apareció y se escondió tras el biombo con un animado «Buenos días, señor Scott». Mientras reaparecía y se colocaba para posar en la tarima, comencé con un nuevo lienzo, lo cual la deleitó sobremanera. Permaneció en silencio mientras yo pintaba, pero en cuanto cesó el rasgueo del carboncillo y cogí el fijador, comenzó a parlotear.
—Oh, me lo pasé de maravilla ayer noche. Fuimos a Tony Pastor.
—¿Quiénes fuisteis? —inquirí.
—Oh, Maggie, ya sabe, la modelo del señor Whyte, y Pinkie McCormick… la llamamos Pinkie porque tiene esa hermosa melena pelirroja que a ustedes los pintores tanto les gusta… y Lizzie Burke.
Rocié con fijador el lienzo y dije:
—Bueno, continúa.
—Vimos a Kelly y Baby Barnes, la bailarina de velos y… y todos los demás. Estuve flirteando con un chico.
—¿Entonces me has traicionado, Tessie?
Ella rió y negó con la cabeza.
—Es el hermano de Lizzie Burke, Ed. Es un perfecto caballero.
Me sentí obligado a darle algunos consejos paternales sobre el flirteo, los cuales aceptó con una brillante sonrisa.
—Oh, ya sé cómo evitar los flirteos con extraños —dijo ella, examinando su chicle—, pero Ed es diferente. Lizzie es mi mejor amiga.
Entonces me contó cómo Ed había regresado de la fábrica de medias de Lowell, Massachusetts y las había encontrado a ella y a Lizzie ya convertidas en mujercitas, y lo buen mozo que era y lo poco que le había costado gastarse medio dólar en helados y ostras para celebrar su nuevo trabajo de oficinista en el departamento de lana de Macy’s. Antes de que acabara, comencé a pintar, y ella volvió a posar, sonriendo y cotorreando como un gorrión. A mediodía tenía el retrato bastante bien perfilado y Tessie se acercó para mirarlo.
—Mucho mejor —dijo.
Y así lo pensaba yo también, y comí el almuerzo con una sensación satisfecha de que todo iba bien. Tessie colocó su almuerzo sobre la mesa de dibujo frente a mí y bebimos el clarete de la misma botella y encendimos cigarrillos con la misma cerilla. Yo me sentía muy unido a Tessie. La había visto florecer hasta convertirse en una mujer delgada pero de exquisita figura desde que era una niña frágil y patosa. Había posado para mí durante los tres últimos años, y de todas mis modelos ella era mi favorita. En efecto, me habría preocupado sobremanera si se hubiera vuelto arisca o demasiado superficial, pero jamás observé ningún deterioro de su carácter, y sabía con seguridad que ella estaba bien. Tessie y yo nunca discutíamos sobre cuestiones morales, y yo no tenía intención de empezar a hacerlo, en parte porque no tenía ningún consejo que darle, y en parte porque sabía que ella haría lo que le apeteciera a pesar de mis consejos. Sin embargo, aún tenía esperanzas de que se mantuviera alejada de cualquier complicación, porque deseaba lo mejor para ella, y también porque quería conservar la mejor modelo que tenía. Sabía que el flirteo, como ella lo llamaba, no tenía la mayor importancia para chicas como Tessie, y que tales cosas en Norteamérica no se parecían ni remotamente a las mismas cuestiones en París. Sin embargo, habiendo vivido siempre con los ojos bien abiertos, también sabía que algún día alguien se llevaría a Tessie de una forma u otra, y aunque yo creía que el matrimonio era algo absurdo, sinceramente esperaba que, en este caso, hubiese un cura al final del camino. Soy católico. Cuando voy a misa, cuando me persigno, siento que todo, incluido yo mismo, es más agradable, y cuando me confieso, me siento bien. Un hombre que vive tan solitariamente como yo debe confesarse a alguien. Además, Sylvia era católica, y con eso me bastaba. Pero estaba hablando de Tessie, que es muy diferente. Tessie también era católica y mucho más devota que yo, así que, teniendo todo esto en cuenta, mi bonita modelo no iba darme muchos quebraderos de cabeza hasta el momento en que se enamorase, porque entonces sabía que tan sólo el destino decidiría su futuro por ella, e interiormente rezaba para que ese destino la mantuviese alejada de hombres como yo y le pusiese en su camino a hombres como Ed Burke y Jimmy McCormick. ¡Que Dios bendiga su dulce rostro!
Tessie estaba sentada exhalando humo hacia el techo y agitando el cubito de hielo de su bebida.
—¿Sabes que yo también tuve un sueño ayer noche? —comenté.
—No sería sobre ese hombre —se rió.
—Exactamente. Un sueño similar al tuyo, pero mucho peor.
Fue estúpido e irreflexivo que dijera esto, pero ya se sabe el poco tacto que poseen los pintores en general.
—Debí de dormirme sobre las diez en punto —continué—, y después de un rato soñé que me despertaba. Oí tan nítidamente las campanadas de medianoche, el viento en las ramas de los árboles y el silbido de los barcos de vapor de la bahía que incluso ahora a duras penas dudo si realmente no estaba despierto. Parecía estar tumbado dentro de una caja con una tapa de cristal. Observé borrosamente las farolas de la calle mientras pasaba, porque debo decir, Tessie, que la caja en la que estaba tumbado parecía descansar sobre un carro acolchado que traqueteaba sobre el pavimento empedrado. Después de un rato comencé a impacientarme e intenté moverme, pero la caja era demasiado estrecha. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, de forma que no podía levantarlas para ayudarme con ellas. Agucé el oído y luego intenté gritar. Mi voz había desaparecido. Podía oír los cascos de los caballos que tiraban del carro e incluso la respiración del conductor. Entonces, otro sonido llegó a mis oídos, como si alguien abriera una ventana. Logré girar levemente la cabeza y descubrí que podía ver no sólo a través del cristal de mi caja, sino también a través de los cristales laterales del vehículo. Vi casas, vacías y silenciosas, sin luz ni vida en el interior de ninguna de ellas, excepto en una. En aquella casa había una ventana abierta en la primera planta y una figura totalmente vestida de blanco miraba a la calle. Eras tú.
Tessie había apartado su rostro de mí y tenía los codos apoyados sobre la mesa.
—Pude ver tu rostro —continué—, y me pareció que reflejaba una enorme pena. Entonces pasamos bajo tu ventana y giramos hacia una estrecha y negra calle. Poco después los caballos pararon. Esperé y esperé, con los ojos cerrados, temeroso e impaciente, pero todo permanecía tan silencioso como una tumba. Después de lo que me parecieron horas, comencé a sentirme incómodo. Una sensación de que alguien estaba cerca de mí me hizo abrir los ojos. Entonces vi el blanco rostro del conductor de la carroza fúnebre mirándome a través de la tapa del ataúd…
Me interrumpió un sollozo de Tessie. Estaba temblando como una hoja. Comprendí entonces lo estúpido que había sido e intenté reparar el daño.
—Pero ¿por qué, Tess? —dije—, sólo te he contado esto para demostrarte qué influencia puede tener tu historia en los sueños de otra persona. No creerás en serio que yo yacía en un ataúd, ¿verdad? ¿Por qué tiemblas? ¿No comprendes que tu sueño y mi irracional desagrado por aquel inofensivo vigilante de la iglesia simplemente pusieron a funcionar mi cerebro en cuanto me dormí?
Tessie apoyó la cabeza entre sus brazos y sollozó como si tuviera el corazón roto. ¡Menudo zopenco había sido! Pero estaba a punto de batir mi propio récord. Me acerqué a ella y la rodeé con el brazo.
—Tessie, querida, perdóname —dije—; no tenía derecho a asustarte con tantas tonterías. Eres una chica demasiado sensible, una católica demasiado buena para creer en sueños.
Su mano se tensó en la mía y apoyó la cabeza en mi hombro, pero seguía temblando y la acaricié para reconfortarla.
—Venga, Tess, abre los ojos y sonríe.
Abrió los ojos con un movimiento lento y lánguido y los posó en los míos, pero tenía una expresión tan extraña en su rostro que me apresuré a tranquilizarla.
—Es todo falso, Tessie, no es posible que creas que te puede pasar nada malo por eso.
—No —dijo ella, pero sus labios escarlata temblaron.
—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Tienes miedo?
—Sí. Pero no por mí.
—¿Por mí, entonces? —pregunté jovialmente.
—Por usted —murmuró con un hilo de voz casi inaudible—, yo… yo le quiero…
Al principio comencé a reírme, pero en el momento en que la comprendí, sentí un mazazo y me quedé sentado totalmente petrificado. Éste había sido el culmen de todas las estupideces que había cometido. Durante los segundos que pasaron entre su respuesta y mi réplica, pensé en mil respuestas posibles a aquella inocente confesión. Podía dejarla pasar con una risa, podía fingir que no la había entendido y tranquilizarla sobre mi salud, podía simplemente señalar que era imposible que ella pudiera amarme. Pero mi respuesta fue más rápida que mis pensamientos y podría haber seguido pensando y pensando cuando ya era demasiado tarde, porque en aquel instante la besé en la boca.
Aquella tarde salí a dar mi habitual paseo por el parque de Washington, reflexionando sobre todo lo acontecido ese día. Estaba profundamente involucrado. No era posible echarse atrás ahora, y miré al futuro de frente. No era un hombre bueno, ni siquiera escrupuloso, pero ni por un segundo se me pasó por la cabeza engañarme a mí mismo o a Tessie. La única pasión de mi vida permanecía enterrada en los soleados bosques de Bretaña. ¿Enterrada para siempre? La Esperanza me gritó «¡No!». Durante tres años había estado escuchando la voz de la Esperanza, y durante tres años había estado esperando oír unos pasos en el umbral de mi puerta. ¿Se había olvidado Sylvia? «¡No!», me gritó la Esperanza.
He dicho que no soy una buena persona. Y es cierto, pero tampoco soy lo que se dice un patético villano de ópera. Había gozado de una vida fácil y temeraria, aceptando todo lo que me reportara placer, deplorando y en ocasiones arrepintiéndome amargamente de las consecuencias. Tan sólo me tomaba en serio una cosa, aparte de mi arte, y esta permanecía escondida, si no perdida para siempre, en los bosques bretones.
Era ya demasiado tarde para arrepentirme de lo ocurrido durante el día. Ya fuera pena, o una repentina ternura por su tristeza, o un instinto más brutal de vanidad gratificada, ahora ya daba igual, y, a menos que desease herir un corazón inocente, mi camino ya estaba marcado frente a mí. El fuego y la intensidad, la profundidad apasionada de un amor que yo ni siquiera había sospechado, a pesar de mi supuesta experiencia mundana, no me dejaron más alternativas que responder o rechazarla. Si fue porque soy un cobarde cuando se trata de causar daño a otros, o porque me queda bien poco dentro de mí del sombrío puritano, no lo sé, pero me amedrenté y no renegué de mi responsabilidad por ese beso irreflexivo, y de hecho no tuve tiempo de hacerlo antes de que las puertas de su corazón se abrieran y una riada se desbordase de él. Otros que habitualmente cumplen con su deber y encuentran una hosca satisfacción en hacerse ellos mismos y a todos los demás infelices podrían haberse resistido. Pero yo no. No me atreví. Después de que la tormenta amainara, le dije que podría irle mejor si amara a Ed Burke y llevase una sencilla sortija de oro, pero ella se negó a escucharme, y pensé que quizás, ya que ella había decidido amar a alguien con quien no podía casarse, mejor que fuera a mí. Yo, al menos, podría tratarla con un afecto inteligente, y cuando se cansase de su capricho no saldría peor parada por ello. Y es que yo ya me había decidido en ese punto, aunque sabía lo difícil que sería. Pensé en el final habitual de las relaciones platónicas y recordé lo disgustado que me sentía cuando oía hablar de alguna. Sabía que estaba asumiendo una difícil tarea para un hombre tan poco escrupuloso como yo, y temía el futuro, pero ni un solo segundo dude de que ella estaría segura conmigo. Si hubiera sido cualquier otra persona distinta a Tessie, no me hubiera devanado los sesos con escrúpulos. Y es que no se me pasaba por la mente sacrificar a Tessie como lo hubiera hecho con una mujer de mundo. Miré el futuro de frente y contemplé los distintos finales del affaire. O bien ella se cansaría de toda la situación, o bien sería tan desdichada que yo tendría que casarme con ella o huir. Si me casaba con ella, seríamos infelices. Yo con una esposa no apropiada para mí, y ella con un marido no apropiado para ninguna mujer. Mi vida pasada difícilmente me otorgaba el derecho a casarme. Si me fuera, ella podría o bien enfermar, recuperarse y casarse con Eddie Burke, o podría inconsciente o deliberadamente escapar y hacer algo estúpido. Por otro lado, si se cansaba de mí, entonces su vida todavía se mostraría ante sus ojos con bellas perspectivas de Eddie Burkes y anillos de matrimonio y gemelos y apartamentos en Harlem y Dios sabe qué más. Mientras paseaba por entre los árboles junto al Arco de Washington, decidí que en todo caso ella encontraría un buen amigo en mí y que el futuro podría cuidarse de sí mismo. A continuación entré en la casa y me vestí de noche; había leído la pequeña nota ligeramente perfumada en mi aparador que decía: «Espéreme con un coche de alquiler en la entrada de artistas a las once», firmada por «Edith Carmichael, Metropolitan Theater, 19 de junio, 189—».
Cené esa noche, o más bien, cenamos la señorita Carmichael y yo en Solari’s y el amanecer comenzaba a dorar la cruz de la Memorial Church cuando entré en Washington Square tras dejar a Edith en el Brunswick. No había ni una sola alma en el parque cuando pasé entre los árboles y tomé la senda que lleva desde la estatua de Garibaldi hasta los Apartamentos Hamilton, pero cuando pasaba junto al atrio de la iglesia vi una figura sentada en los escalones de piedra. A mi pesar, un escalofrío me recorrió al ver la hinchada cara blanca, y aceleré el paso. Entonces él dijo algo que podría haber estado dirigido a mí o quizás simplemente se lo murmuró a sí mismo, pero una repentina ira furibunda se encendió dentro de mí al ver que semejante criatura me interpelaba. Durante unos segundos sentí el impulso de girarme sobre mis talones y golpearle en la cabeza con el bastón, pero continué andando y, tras entrar en el edificio Hamilton, me dirigí a mi apartamento.
Durante algún tiempo estuve dando vueltas en la cama, intentando borrar el sonido de su voz en mis oídos, pero me fue imposible. Invadía mi cabeza con aquel sonido farfullante, como un aceitoso y pesado humo que manara de una freidora o el hedor de una fétida putrefacción. Y mientras estaba allí tendido dando vueltas, la voz en mis oídos se hizo más nítida, y comencé a entender las palabras que había murmurado. Me llegaron lentamente, como si las hubiera olvidado, y por fin pude encontrar el sentido a los sonidos. Era el siguiente:
—¿Ha encontrado el Signo Amarillo?
—¿Ha encontrado el Signo Amarillo?
—¿Ha encontrado el Signo Amarillo?
Estaba furioso. ¿Qué significaba eso? Entonces, maldiciéndole, me di la vuelta y me dispuse a dormir, pero cuando me desperté más tarde estaba pálido y demacrado, porque había estado soñando el sueño de la noche anterior y me había incomodado más de lo que hubiera deseado.
Me vestí y bajé al estudio. Tessie estaba sentada junto a la ventana, pero cuando entré se levantó y puso sus brazos alrededor de mi cuello para darme un beso inocente. Se la veía tan dulce y delicada que la besé otra vez y luego me senté frente al caballete.
—¡Eh! ¿Dónde está el retrato que comencé ayer? —pregunté.
Tessie parecía haberse dado cuenta, pero no respondió. Comencé a buscar entre los lienzos apilados, diciendo:
—¡Date prisa, Tess, y prepárate! Quiero aprovechar la luz de la mañana.
Cuando finalmente terminé de comprobar el resto de lienzos y me giré para echar un vistazo a la habitación en busca del retrato, advertí que Tessie estaba de pie junto al biombo con la ropa aún puesta.
—¿Qué ocurre? —pregunté—, ¿no te sientes bien?
—Sí.
—Entonces, date prisa.
—¿Quieres que pose como… como siempre he posado?
Entonces comprendí. Aquí teníamos otra complicación. Por supuesto, había perdido la mejor modelo de desnudo que jamás hubiera tenido. Miré a Tessie. Su rostro estaba escarlata. ¡Ay, ay! Habíamos comido del árbol del conocimiento, y el Edén y la inocencia original eran tan sólo sueños del pasado… es decir… para ella.
Supongo que notó la decepción en mi rostro, porque a continuación dijo:
—Posaré si así lo deseas. El retrato está detrás del biombo, donde lo puse.
—No —dije—, comenzaremos algo nuevo.
Me dirigí al armario y elegí un vestido árabe que relucía con adornos brillantes. Era un vestido real y Tessie se retiró al biombo encantada con él. Cuando salió me quedé atónito. Su largo cabello negro estaba recogido sobre su cabeza con una diadema de turquesas, y las puntas se rizaban alrededor del reluciente fajín. Los pies estaban enfundados en unas zapatillas bordadas acabadas en punta y la falda del vestido, curiosamente tejida con arabescos de plata, le llegaba hasta los tobillos. El corpiño de un color azul metálico profundo y la chaquetilla morisca con lentejuelas y turquesas engarzadas le sentaban maravillosamente. Tessie se acercó a mí y me miró sonriente. Deslicé la mano en el bolsillo, saqué una cadena de oro con una cruz y se la puse por encima de la cabeza.
—Es tuya, Tessie.
—¿Mía? —tartamudeó ella.
—Tuya. Ahora ve y posa.
Entonces con una sonrisa radiante corrió tras el biombo y en breve reapareció con una cajita en la que estaba escrito mi nombre.
—Quería dártela antes de irme a casa esta noche —dijo ella—, pero ahora no puedo esperar.
Abrí la caja. Sobre el algodón rosa del interior había un broche de ónice negro en el que había tallado un extraño símbolo o letra en oro. No era árabe ni chino, ni tampoco pertenecía a ningún tipo de escritura humana, como más tarde averigüé.
—Es lo único que tengo para ofrecerte como recuerdo —dijo con timidez.
Yo estaba algo molesto, pero le dije lo mucho que apreciaba el detalle, y le prometí que lo llevaría siempre. Ella lo abrochó en mi abrigo, bajo la solapa.
—Qué locura, Tess, que hayas ido a comprarme algo tan bello como esto —dije.
—No lo he comprado —rió ella.
—¿De dónde lo has sacado?
Entonces me explicó que lo encontró un día mientras salía del acuario en el Battery y que puso un anuncio en los periódicos y los estuvo leyendo durante días, pero que finalmente había perdido toda esperanza de encontrar al dueño.
—Eso ocurrió el pasado invierno —dijo—, el mismo día que tuve el primer sueño horrible con la carroza fúnebre.
Recordé mi sueño de la noche anterior, pero no dije nada; en breve mi carboncillo volaba sobre el nuevo lienzo y Tessie permaneció inmóvil sobre el estrado.


3.
El día siguiente fue desastroso para mí. Mientras transportaba un lienzo con marco de un caballete a otro, resbalé sobre el suelo pulido y caí pesadamente sobre ambas muñecas. Me las torcí tanto que me resultaba imposible sujetar un pincel, y me vi obligado a pasear de un lado a otro del estudio, mirando de reojo dibujos y bocetos inacabados hasta que me invadió la desesperación y me senté furioso a fumar y a hacer círculos con los pulgares. La lluvia golpeaba contra las ventanas y repiqueteaba sobre el tejado de la iglesia, un ruido que me produjo un ataque de nervios con su interminable golpeteo. Tessie estaba sentada junto a la ventana cosiendo, y de vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba con una compasión tan inocente que comencé a sentirme avergonzado por mi irritación; entonces, miré a mi alrededor buscando algo con lo que mantenerme ocupado. Había leído todos los periódicos y todos los libros de la biblioteca, pero, para entretenerme, me acerqué a las vitrinas de libros y las abrí con el codo. Conocía todos los libros por su color y los examine uno tras otro, paseando lentamente por la biblioteca y silbando para levantarme el ánimo. Cuando me giré para dirigirme al comedor, mis ojos se quedaron clavados en un libro encuadernado en amarillo y que estaba colocado en una esquina del estante superior de la última estantería. No lo recordaba, y desde el suelo no lograba descifrar las pálidas letras del lomo, así que me dirigí al cuarto de fumar y llamé a Tessie. Ella vino del estudio y se encaramó para alcanzarme el libro.
—¿Qué es? —pregunté.
—El Rey de Amarillo.
Me quedé estupefacto. ¿Quién lo había colocado allí? ¿Cómo había llegado a mi apartamento? Mucho tiempo atrás decidí no abrir jamás ese libro, y nada en este mundo me hubiera hecho comprarlo. Temía que la curiosidad me tentara a abrirlo, pero la terrible tragedia del joven Castaigne, a quien yo conocía, me impedía explorar sus páginas malignas. Siempre había rehusado escuchar ni una sola descripción del mismo y, por supuesto, nadie jamás osó discutir en voz alta la segunda parte, así que desconocía absolutamente cualquier detalle de lo que aquellas hojas podrían revelar. Miré la venenosa portada amarilla como miraría a una serpiente.
—No lo toques, Tessie —dije—, baja.
Por supuesto, mi advertencia bastó para despertar su curiosidad, y antes de que pudiera evitarlo, había cogido el libro, riéndose, y se fue bailando con él hacia el estudio. La llamé, pero se escabulló de mis manos inútiles con una sonrisa torturadora, y la seguí con cierta impaciencia.
—¡Tessie! —grité mientras entraba de nuevo en la biblioteca—, escucha, lo digo en serio. Apártate de ese libro. ¡No quiero que lo abras!
La biblioteca estaba vacía. Entré en los dos salones, luego en los dormitorios, el lavadero, la cocina, y finalmente regresé a la biblioteca e inicié una búsqueda sistemática. Tessie se había escondido tan bien que me llevó media hora descubrirla agazapada, pálida y silenciosa, junto a la ventana de celosía en el trastero del piso de arriba. En cuanto la vi, me di cuenta de que había sido castigada por su insensatez. El Rey de Amarillo estaba tirado a sus pies, pero el libro estaba abierto por la segunda parte. Miré a Tessie y vi que ya era demasiado tarde. Había abierto El Rey de Amarillo. Luego tomé su mano y la conduje al estudio. Parecía aturdida y, cuando le dije que se echara en el sofá, me obedeció sin rechistar. Después de un rato cerró los ojos y su respiración se hizo regular y profunda, pero no pude averiguar si estaba dormida o no. Durante un largo lapso de tiempo me quedé sentado en silencio junto a ella, pero ella no se movió ni habló. Por fin, me levanté y, tras entrar en el trastero en desuso, cogí el libro amarillo con la mano menos dañada. Me pareció tan pesado como el plomo, pero lo llevé de nuevo al estudio, me senté en la alfombra junto al sofá, lo abrí y lo leí de principio a fin.
Cuando, débil por los excesos de mis emociones, dejé el libro y apoyé exhausto la espalda en el sofá, Tessie abrió los ojos y me miró.


Llevábamos hablando largo y tendido en un mortecino y monótono tono de voz cuando me di cuenta de que estábamos discutiendo sobre El Rey de Amarillo. Oh, el pecado de escribir semejantes palabras… palabras que son diáfanas como el cristal, transparentes y musicales como manantiales burbujeantes, ¡palabras que destellan y resplandecen como los envenenados diamantes de los Médicis! Oh, la perversidad, la condena sin esperanza de un alma capaz de fascinar y paralizar a criaturas humanas con tales palabras, palabras comprendidas tanto por el ignorante como por el sabio, palabras más preciosas que joyas, más reconfortantes que música celestial, más terribles que la propia muerte.
Hablamos y hablamos, haciendo caso omiso de las sombras que se agolpaban a nuestro alrededor, y ella me suplicaba que me deshiciera del broche de ónice negro con la extraña incrustación de lo que ahora sabíamos que era el Signo Amarillo. Nunca sabré por qué me negué a hacerlo, incluso en estos momentos, aquí en mi dormitorio mientras escribo esta confesión, me gustaría saber qué fue lo que me impidió arrancarme el Signo Amarillo del pecho y lanzarlo al fuego. Estoy seguro de que deseaba hacerlo, pero Tessie me suplicó en vano. La noche cayó y las horas se arrastraron, pero aún continuamos susurrando el uno al otro sobre el Rey y la Máscara Pálida, y la medianoche resonó en las brumosas agujas de la ciudad cubierta por la niebla. Hablamos de Hastur y de Cassilda mientras en el exterior la bruma se agolpaba contra los vacíos cristales de las ventanas, como las turbias olas se agolpan y rompen contra las orillas de Hali.
La casa estaba en total silencio en esos momentos y ni un solo ruido de las brumosas calles lo quebrantó. Tessie estaba tendida entre cojines y su rostro era un manchón grisáceo en la penumbra, pero sus manos sujetaban las mías y yo sabía que ella sabía y que leía mis pensamientos como yo leía los suyos, porque habíamos entendido el misterio del Hades y el Fantasma de la Verdad se nos había revelado. Entonces, mientras nos respondíamos el uno al otro, rápidamente, en silencio, pensamiento tras pensamiento, las sombras se agitaron en la penumbra a nuestro alrededor, y lejos en las calles distantes escuchamos un sonido. Se fue acercando más y más, el amortiguado crujido de unas ruedas, más y más cerca, y aún más cerca, hasta que cesó justo frente a la puerta. Me acerqué con paso lento a la ventana y vi una carroza fúnebre con plumón negro. La verja de abajo se abrió y se cerró, me arrastre temblando hasta la puerta de mi apartamento y eché el cerrojo, pero sabía que ningún cerrojo, ninguna llave mantendría fuera a esa criatura que había venido en busca del Signo Amarillo. Y entonces lo escuché moviéndose muy suavemente por el pasillo. Ahora ya estaba frente a la puerta, y los cerrojos se pudrieron bajo su mano. Y entonces entró. Mis ojos se salían de sus órbitas mientras escudriñaba la oscuridad, pero cuando entró en la habitación no lo vi. Sólo cuando le sentí rodeándome con su frío y viscoso abrazo grite y luché con mortífera furia, pero mis manos lucharon en vano; me arrancó el broche de ónice del abrigo y me golpeó en la cara. Entonces, mientras caía al suelo, escuche el débil grito de Tessie y su espíritu huyó para encontrarse con Dios, e incluso mientras caía al suelo deseé seguirla, porque sabía que el Rey de Amarillo había abierto su raído manto y ya sólo podía suplicar a Cristo.
Podría contar más cosas, pero no veo en qué beneficiaría al mundo. En cuanto a mí, estoy más allá de cualquier ayuda o esperanza humana. Mientras estoy aquí tendido, escribiendo, sin importarme si muero o no antes de acabar, puedo ver al doctor recogiendo sus polvos y ampollas y dirigiendo un vago gesto al buen cura que está de pie junto a mí… un gesto que comprendo.
Tendrán curiosidad por conocer la tragedia… aquellos del mundo exterior que escriben libros e imprimen millones de periódicos, pero ya no escribiré más, y el padre confesor sellará mis últimas palabras con el lacre de santidad cuando su santo oficio termine. Aquellos del mundo exterior pueden enviar a sus vástagos a casas derruidas y hogares golpeados por la muerte, y sus periódicos prosperarán a base de sangre y lágrimas, pero conmigo sus espías deberán detenerse ante el secreto confesional. Saben que Tessie está muerta y que yo estoy muriéndome. Saben que los habitantes de la casa, despertados por un grito infernal, entraron a toda prisa en mi cuarto y encontraron a un vivo y a dos muertos, pero no saben que el doctor dijo, señalando un horrible montón de restos descompuestos… el cadáver lívido del vigilante de la iglesia:
—No tengo ninguna teoría o explicación a esto. ¡Ese hombre debe de llevar meses muerto!


Creo que me estoy muriendo. Ojalá el cura…

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