miércoles, 26 de agosto de 2020

La mercancía. Alberto López Aroca.

Al principio, yo quedé con mi contacto en que iba a ser lo de siempre, que no íbamos a tener más complicaciones que las normales en esto. Porque como se puede usted imaginar, complicaciones las tenemos a patadas, ¿eh? Pero a patadas. Y yo no digo que sea una cosa poco honrada, que no lo es, porque a esa pobre gente luego la putean mucho, pero eso lo hacen los empresarios, ¿sabe usted? Los empresarios, que son los que buscan lo que buscan, o sea, mano de obra y no barata, no, sino gratis. Y claro, gratis, gratis, lo que se dice gratis, pues no puede ser, porque la vida está muy jodida, y no sólo por ahí, de donde vienen todos éstos, no, sino también aquí. Y lo que yo digo, vamos, es que si vienen es por algo, y es porque se piensan que esto va a ser la hostia, que se van a hacer ricos, o vete tú a saber. Y este país puede ser cualquier cosa menos Jauja. Yo, sin ir más lejos, estoy bien jodido. ¿Se cree usted que me gusta pegarme las palizas de camión que me pego yo, eh? Mire, hasta cinco días sin dormir he estado yo en la carretera. Y claro, luego vienen que si los accidentes, los ayayais y los madres mías. Y es que no puede ser, coño, que para mantener a la familia uno tenga que hacer estas cosas. Pero cuando no hay más cojones, no hay más cojones, y ya está.
A mí la verdad es que me dan mucha lástima, qué quiere que le diga, pero también me da mucha lástima ver a los chavales aquí, que se pegan media vida estudiando, se sacan sus carrera y al final terminan de barrenderos. ¡Y eso con suerte, ojo! Porque las cosas están así de mal, o peor. Y si encima te vienen yo qué sé la de extranjeros de todas las partes del mundo, pues mira... Y es que en parte la culpa la tienen los jóvenes, que no quieren trabajar en las cosas de toda la vida. Dígale usted a uno de los chiquillotes esos que se ven por la calle, borrachos del todo, que se vaya a coger ajos. ¿Sabe qué le va a decir? Que unos cojones, que vaya su puta madre, con perdón. Y es que no saben que nosotros, sus padres, nos estamos partiendo el pecho por ellos. Y así va España.
No, no le pienso decir el nombre de mi contacto, señor. ¿Usted qué se ha creído, que yo soy tonto o qué? Bastante tengo ya encima con esto, como para encima buscarme más complicaciones. Que esta gente no se anda con tonterías, oiga, que a las primeras de cambio te pegan un tiro y se quedan más anchos que largos. Pues sí, hombre, no faltaba nada más que eso.
Lo del tío raro sí que se lo voy a contar, claro que sí.. Es que si no, ¿cómo se explica esta mierda? La verdad es que yo no lo entiendo, y aún me tiemblan las manos, para qué nos vamos a engañar. Me tomaría un cafelito, ¿sabe? Sí, con leche estaría bien. Y si tienen algo de comer... No, no se moleste, si con un bollo de esos que tienen en la máquina de ahí afuera me vale. Es que la he visto cuando estaba en la sala de espera, sí. Muchas gracias, señor.


Pues eso, que no sé cómo me pueden quedar ganas de tragar, pero bueno, yo soy así de toda la vida, me gusta cumplir.
Ya, al grano.
Yo llevé el camión hasta un puerto de Francia, y allí teníamos que recoger la mercancía. Y no ponga esa cara, porque yo no les llamo mercancía porque me guste, sino porque se dice así. Yo entiendo que son personas, pero vienen aquí a lo que vienen, y aunque me dan un poco de lástima, tampoco puedo andarme con tontunas de si tal o de si cual. Había unos doscientos o doscientos y pico, que yo no los conté, porque los ayudaron a subir los franceses. Que no eran franceses, ¿sabe?, sino rumanos, como ellos. Para que luego digan de nosotros; su misma gente es la que los lleva para arriba y para abajo, y luego, los que son como yo, nos llevamos las hostias. Nosotros somos los tontacos. Si los pillan a ésos, los mandan a su país de vuelta, hala, y si me pillan a mí, como me han pillado, me joden la vida. ¿Y esto es justicia, señor? ¿Usted me puede decir a mí que esto es justicia? Ni justicia ni nada. Esto es una mierda.
Que sí, señor, que me centro en lo que estamos.
Pues sí, eran rumanos, y lo sé por el acento y la pinta, que yo ya he visto gente de todas partes. Y no digo que los haya llevado yo, ¿eh? Que ésta es la primera vez que yo me meto en un fregao así, y la última. Y sólo por los cuartos, que son la perdición de todo hijo de vecino. ¿O es que usted está aquí a estas horas de la madrugada por gusto? Claro, coño. El dinero nos mueve a todos, y cada cual hace lo que le toca. A mí, llevar a los rumanos abajo, y a usted, hablar conmigo y sacarme toda la información que pueda. Si yo le entiendo, ¿sabe?, que soy una persona muy comprensiva, no se crea otra cosa... Yo entiendo a todo el mundo: a usted, a los jefes, a la pobre gente que se viene aquí para ganarse la vida... Los entiendo a todos. Por eso me extrañó lo que pasó al principio, cuando los fueron subiendo al camión. Yo estaba en el bar de enfrente, mirando por la ventana, y entonces vi que empezaron a pegarse con los nuestros. Me extrañó, porque que yo sepa, eso no suele ocurrir. Esa gente viene porque le da la gana, y si se tiene que subir a un camión y pegarse ocho, diez, quince horas de viaje como sardinas en lata, se las pegan sin rechistar. Y oiga, tan a gusto. Muy mal tienen que estar en su país, sí, pero en fin... El caso es que salí a ver qué pasaba, y me acerqué al encargado, que le estaba dando de bofetadas a uno que se había puesto gilipollas y le pregunté que qué pasaba.
—A lo tuyo —me dijo, y yo me hice a un lado y me quedé mirando para enterarme de cómo iba a acabar ese follón. Porque yo no quería follones, que si alguien no quería venir, por mí se quedaba en tierra y aquí paz y después gloria.
Por lo visto había tres o cuatro que iban con sus mujeres y con sus hijos, y no querían subir al camión con el tío raro. Esto me lo dijo uno de los que iban con el encargado, uno que no era rumano, yo creo que era bosnio o algo así. El caso es que chapurreaba un poco el francés y el español, y me lo contó. Yo al tío raro no lo vi, porque estaba ya al fondo del camión, con los otros. Y me pareció una cosa muy extraña, la verdad. Pero total, los subieron a hostias y me dijeron que chitón, que a mí eso ni me iba ni me venía. Y no me hacía gracia, ¿eh?, que a mí no me gusta llevar a la gente a disgusto. Pero en fin...
Algunos de los que subían iban cuchicheando entre ellos, todos muy serios, ¿sabe usted? Ahora que lo pienso, aunque no entiendo ni una palabra de rumano, supongo que estarían hablando del tío raro. A saber...
Los cargaron a todos, a mí me dieron el fajo de billetes que se han quedado ustedes, y me explicaron que me darían el resto al llegar a Madrid. Lo normal en estos casos... Vamos, digo yo que será lo normal, porque es la primera vez, ya le digo. Yo me subí en mi camión, y cogí carretera y manta con toda tranquilidad. Ya me habían avisado de que tuviera mucho cuidado, y me explicaron la ruta mil veces, pero yo me la sabía de memoria. A la hora o así, tuve que parar en la frontera y pagar las tasas y todo eso, y también unté un poco a los guardias, claro. Así se hacen estas cosas, que yo sepa. Sin problemas, vamos. Hasta me tomé unos cafés con los franceses, ¿sabe? Me bajé a la garita y ahí cerré el trato... Bueno, en realidad el trato ya lo habían cerrado los jefes hace días, ¿no? Pero pasa lo que pasa, que esa gente también tiene hijos que mantener, y procuran arañar cuatro perras más si pueden... Y uno, para evitarse problemas, les paga un poquito más de la cuenta y en paz, hombre, para qué vamos a reñir. Y eso me lo quité yo de mi bolsillo, ¿eh? Pues nada, estábamos tan tranquilos cuando empezamos a oír los gritos. Y dice uno de los guardias franchutes, que hablaba español mejor que yo, que soy de Cuenca:
—Eso es en el camión.
—No, hombre —le digo yo—. ¿Cómo va a ser en el camión? Si dentro ya pueden estar cayendo rayos y centellas, que a la parte de fuera no llega nada de nada.
—Vamos a ver —dice, y va y saca la pistola.
Total, que salimos de la garita y vamos para el camión. Y sí, los gritos eran de allí dentro. Y yo pensé: «¿Pero esto cómo puede ser?». Y di la vuelta y me fijé en que las puertas estaban mal cerradas, ¿sabe? Habían echado el cerrojo, pero la parte baja no estaba bien enganchada. Me di cuenta porque vi un montón de manos que asomaban por ahí abajo, y hacían fuerza para salir. Estaban armando un escándalo de mil demonios, y el guardia francés me dijo que me cortara un pelo y que llevara el camión a otra parte pero ya, o se quedaba en la frontera. A mí me dio no sé qué, porque además, así no podía cerrar. Tenía que abrir la puerta otra vez para no pillarles las manos. ¡Menudo lío! Y anda que no me lo dejó bien claro mi contacto: «Ni se te ocurra abrir la puerta hasta que estés en Madrid, o te buscas un problema con nosotros».
¿Y qué iba a hacer yo, si además tenía al franchute con la pistola en la mano y una cara de mala virgen que no podía con ella? Pues seguir adelante, por supuesto. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar, eh? Lo mismo. Se lo digo yo, señor.
¡Hombre, el café! No sabe usted lo bien que me va a venir, oiga, que estoy que me duermo. Y el bollo este... ¿No había en la máquina unos de esos que llevan chocolate por dentro también? ¿Sabe de cuáles le digo? Ya, ya, no es cuestión de abusar. Si a mí estos que llevan sólo chocolate por fuera también me gustan mucho. Pero tómese usted uno y me acompaña, ¿no?
Vale, vale, a lo que estábamos.
Pues sí, señor. Cogí el portante, como quien dice, y me metí en la Península, que no sabe usted el descanso que le queda a uno cuando sabe que ya está en su patria. Y es que lo de salir fuera para trabajar no le gusta a nadie, se lo digo yo, Cada vez que entro en España, me da como un no sé que, ¿sabe usted? Primero como emoción, que uno dice «Hala, ya estoy en mi casa», aunque estés en Cataluña y te queden horas de carretera. Pero hacerlas aquí, en carreteras de las nuestras, ya no es lo mismo. Y aparte de la emoción, también es que haces el resto de viaje más tranquilo, pensando que lo más que puede pasar es que lo paren ustedes a uno, y ya sabe, un cigarrito y a tragar millas.
Pero esta noche la cosa no estaba como para tranquilizarse. Y ya no es sólo saber que detrás llevaba a toda esa gente, no. El problema es que desde que había pasado la frontera, los cabrones no habían dejado de gritar. Y que el remolque no estuviera bien cerrado era una preocupación más. Y es eso que le digo, los gritos es que los tengo aún metidos aquí, en la sesera. ¿Se lo imagina usted? Ya, claro que se lo imagina. Después de haber visto lo que yo, claro que se lo tiene que imaginar.
Ya sabe usted lo del cabrito ese que venía con las luces largas, el muy hijo de puta. A ése sí que lo tenían que pillar ustedes, ¿sabe? Ése sí que es un criminal, a mí que no me fastidien. Yo que ya tenía bastante con el guirigay que me estaban montando los rumanos atrás, no hago más que pasar Calatañazor, y ya sabe usted, como a tres o cuatro kilómetros del Burgo de Osma, en un tramo que es una recta, coño, y va y me sale el cabronazo ese de las luces largas, y yo que lo veo me digo: «¡Se me tira encima, se me tira encima!». Y hala, volantazo y a tomar por saco. Pero qué le voy a contar a usted, que estará harto de ver estas cosas día sí, día también.
Ya, ya, lo de después, que eso sí que no es de verlo todos los días.
Bueno, pues total, la máquina se me salió a la derecha, al bosquecillo, me tragué yo qué sé la de árboles, y al final volcó. ¡Menuda hostia, señor! ¡Pero de las gordas, eh! Yo creía que me había matado, pero no. En el fondo aún tendré que dar gracias a Dios y todo...
Cuando vuelvo en mí y me veo ahí, sujeto por el cinturón de seguridad, me digo «¡Menudo milagro!». Y entonces me acuerdo de las pobres gentes de ahí atrás, que ya ni chillaban ni nada, y digo «¡Me cago en Satanás, que me los he cargado a todos!».
Así me gusta el café, calentito, calentito, casi hirviendo. Y lo bien que sienta ahora. Si es que son muchas horas sin dormir, y encima con el trauma del golpe... ¿Me dejarán echar una cabezada aunque sea en el calabozo?
Ya, ya...
El caso es que me las ingenié para salir de la cabina, que el camión había volcado del lado derecho, y yo tuve que salir por la puerta del conductor. Y miré a ver si el cabronazo de las luces largas había parado, pero ¡quia!, ése se había largado de allí y no quería saber nada. Total, que salgo fuera, compruebo que no tengo nada roto, y digo: «Pues a esta gente habrá que sacarla de ahí adentro, que alguno quedará vivo, y al ir tantos habrán hecho de colchón unos con otros». Y claro, ya a esas alturas, me daba lo mismo que me hubieran dicho que no abriera la puerta hasta llegar a Madrid, porque llegar llegar, lo que se dice llegar, ya no íbamos a llegar a ninguna parte.
Y abrí la puerta. ¡Vaya si la abrí! ¡Y maldita sea la hora en que se me ocurrió! Yo ahora lo pienso y ¿sabe usted?, ojalá y me hubiera mordido la mano un gorrino. Así de claro se lo digo. Porque no es lo mismo contarlo así, a lo pavo, tomándonos un café tranquilamente, que estar allí.
Me voy para la parte de atrás del camión, y yo ya sabía que aquello iba a ser un disparate, ¿sabe usted? Pero no tanto como lo que me encontré. Mire, los pilotos de atrás aún funcionaban, y algo alumbraban. Y vi los chorros de sangre que se escapaban por los bajos, que ahora estaban en vertical, a la izquierda. Y no había poca sangre, no. Y yo pensé: «Madre mía, menudo desastre, si es que se han reventado todos...».
Descorrí el cerrojo con cuidado, porque si me descuido la puerta se me cae encima... y aquello era como para asustar al miedo.
No era sólo el olor normal en sí, que aquello olía a doscientas y pico personas hacinadas, o sea, a sudor y a mierda y a meados. Es que además olía a la sangre, que usted sabrá que es así como un olor dulzón muy asqueroso... A ver si me explico... Cuando uno se hace un corte en un dedo y se chupa la herida, ¿ese regustillo que se te mete en la garganta? Pues era como estar chupando sangre por la nariz; yo estaba respirando sangre...
Y ahí adentro algunos todavía gemían. No podía verlos... Bueno, sí. Algunos estaban amontonados y se cayeron fuera del camión cuando abrí la puerta... Y mire, yo no esperaba eso... Me había imaginado a alguno reventado por el golpe, pero es que aquello no era cosa del impacto.
No sé si me estoy explicando, señor. Yo estaba todavía atacado y un poco atontado por el hostión, y con las luces rojas de atrás tampoco podía ver gran cosa.
Mire...
Había brazos sueltos, y piernas, y más sangre por todas partes. Y una cabeza salió rodando y terminó ahí, a mis pies, ¿sabe? Eso... Eso no puede ser culpa del accidente. ¡Joder, si el camión se había salido, sí, y había volcado! Pero ¿cómo va alguien a perder la cabeza, o un brazo, o los dos? No tiene ningún fuste.
Y dentro, en lo oscuro, algunos todavía gemían... Yo estaba acojonado, pero a la vez me daban ganas de llorar. Es una impresión muy gorda. No sabía qué hacer, estaba como paralizado, ¿comprende? Me quedé mirando aquello, y es que no podía ni reaccionar. Nunca he visto una cosa así antes, ni quiero volverla a ver.
Perdone, si no le importa voy a terminarme el café, que a mí en vez de ponerme nervioso, me calma... Aunque ahora no sé si me va a caer bien al estómago...
Lo que quería decirle es que antes de verlo, lo oí. Se lo juro por mi madre que le digo la verdad, señor... Lo oí aullar ahí dentro, entre los muertos. Y se lo juro otra vez, no era ninguno de esos pobrecillos que aún quedaban vivos, que a ellos todavía se les oía. Poco, pero se les oía.
Esto era otra cosa, señor. Ni gemidos ni hostias en vinagre; ese aullido lo tuvieron que sentir en Calatañazor y en el Burgo, se lo digo yo. Eso, señor, no era un hombre, se lo juro por mis hijos. Se me pusieron los pelos como escarpias. Lo primero que pensé al oír aquello entre tantos cadáveres fue que de alguna manera, alguien me había colado un tigre en el camión. Un tigre como una casa de grande, y es que no le veía otra explicación. O sea, le digo la verdad, no me cagué ni me meé en los pantalones porque ya me había aliviado en la frontera, cuando estuve con los franchutes. Ya no me extrañaba que los rumanos hubieran estado berreando todo el camino.
Ya le digo, un tigre. Lo tuve muy claro. No se me ocurrió que fuera un león, o un leopardo, o yo qué sé. No, un tigre.
Al segundo aullido se me quitó esa idea de la cabeza. Ésa, y cualquier otra idea que pudiera tener, porque salí por piernas, carretera abajo. Pensé por un momento en volver a la cabina del camión, pero me dije: «Sí, y unos cojones».
Y sí, sí que lo vi, señor. Y no, no era un tigre, ni un león, ni Cristo que lo fundó.
Estaría a cincuenta metros o así, no más, que ya sabe que el tramo aquel es una recta. Y se me ocurrió volver la cabeza, y fue entonces cuando lo vi salir.
Claro que sí, señor, claro que estaba muy oscuro, si lo sabré yo, que estaba allí. Pero se lo juro las veces que haga falta, por quien haga falta y sobre la Biblia de Tutankamón si a usted le da la gana: los pilotillos rojos no iluminan mucho, ni falta que me hicieron para ver una cosa muy grande, no sé, como una vaca o un toro de grande. Y salió de allí, de mi puto camión, a cuatro patas.
Fue sólo un instante, ¿sabe usted? Lo justo para verlo de lejos, y sí, con muy poca iluminación. Grande, muy grande, y sí, a cuatro patas. Y si me lo pregunta usted, señor, le diré que aquello tenía pelo negro, ¿de acuerdo? Y orejas largas. ¿Y sabe otra cosa? Llevaba algo en la boca. Era la pierna o el brazo de alguien. Y la llevaba así, en esa bocaza llena de colmillos que sí, que los vi a cincuenta metros, con menos luz que una mierda. Vaya si los vi.
Y si no está contento con lo que le cuento, que no lo estará, menos le va a gustar esto otro: justo antes de que siguiera la carrera pensando que esa cosa iba a ir a por mí, antes de que me recogiera doscientos metros más abajo el señor ése del Renault cinco, aún vi más, ¿sabe? Porque vi a esa cosa meterse en el bosque y desaparecer con el almuerzo colgándole de las mandíbulas. Pero antes, señor... Antes se había enderezado. Esa cosa de mierda se marchó de allí caminando, ¿sabe, señor? Andando como hacemos usted y yo, y todo el mundo: a dos patas. Se entró a los árboles y desapareció.
Mi teoría, por si le interesa, es que esa cosa era el tío raro, ¿se acuerda? Ése con el que no querían subir los rumanos. Me ha dado tiempo a pensarlo en el rato que me han tenido aislado en la habitación aquella, y yo creo que ellos sabían que el tío raro no era... bueno, normal.
Y no ponga esa cara...
No se ha creído usted ni una palabra, ¿verdad, señor? Y sin embargo, usted ha visto el camión, ¿no? Ha visto los cadáveres. Y sabe perfectamente que esa carnicería no la puede causar un accidente como éste, ¿verdad?
Pero me van a cargar a mí todos los muertos, ¿no? ¿Es eso lo que quiere decir?
Bueno. Créase lo que le dé la gana. Yo no le puedo contar otra cosa, porque lo que le he dicho es la pura verdad. Palabra de honor.
Y no, no insista: no pienso decirle el nombre de mi contacto.

 

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