viernes, 7 de agosto de 2020

Vivir. Magda Hollander-Lafon.

¿Cómo olvidar las grandes llamas del crematorio que consumieron mi infancia?
La desesperación dio paso al vacío. Una fatiga inhumana se apoderó de mí; me hizo perder incluso la memoria. Un día, una semana, una noche, una larga eternidad se confundieron en mi cerebro. Estaba sola; ya no era nada. ¿De dónde venían esas lágrimas? ¿Eran aún las mías? Extraña sensación la de no pertenecerse a sí mismo: se solapan la realidad, el sueño, la desesperación. Qué fácil habría sido abandonarse, dejarse llevar por el vértigo de la muerte.
Estaba todo previsto para crear esa vida desesperante; a nuestro alrededor y en nuestro interior se cultivaba minuciosamente el miedo, la incertidumbre, la mentira, para empujarnos a la locura o a la muerte. No puedo olvidar a las numerosas compañeras que, por la noche, se ayudaban unas a otras a colgarse en los baños, al fondo del barracón, usando como cuerda jirones de ropa.
Se nos arrancaba toda identidad: recuerdos, vestimenta e incluso pelo o dientes si tenían fundas de oro. Pero la fraternidad permanecía en el corazón de algunas y resplandecía.
Aún oigo la voz cálida de una compañera que llevaba allí cinco años y nos decía: "Tened confianza en la vida. Ahuyentemos la desesperación. Cultivemos la amistad entre nosotras. Unamos nuestras fuerzas. No perdamos el valor: aquí los débiles no viven. Hay que sobrevivir. Hacen falta testigos".
Estas palabras venían de una hermana desconocida. Echaron raíces en mí y desde entonces me han ayudado a vivir en momentos de agotamiento.
La razón de que hoy en día atraviese dolorida el puente de mi memoria es para hacer pervivir el recuerdo de aquellas y aquellos a quienes les robaron la vida y que hasta el final quisieron infundirnos valor para vivir.

Cuatro mendrugos de pan, 2012.

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