lunes, 8 de enero de 2024

Éramos tan felices. Gloria Rendón.

A veces nos sentábamos en las cabezas de los alfileres a mirarnos las unas a las otras, haciéndonos morisquetas. A veces nos dejábamos caer en caída libre hasta casi estrellarnos contra las baldosas verdes y rojas para, en el último momento, desplegar nuestras alas transparentes y elevarnos zumbando y haciendo arabescos con nuestros vuelos. A veces volvíamos a las cabezas de los alfileres, pero otras nos íbamos a chupar la miel que había quedado en el fondo de los vasos abandonados sobre la mesa de la cocina. Entonces, a veces, alguna de nosotras, por joven e inexperta, por vieja y torpe, por golosa, o simplemente por descuido, caía en la miel y allí quedaba irremediablemente atrapada. Al principio agitaba con violencia las alas y las patas, intentando inútilmente emprender de nuevo el vuelo, luego los movimientos se hacían más y más lentos, hasta quedar completamente quieta, flotando sobre la superficie dorada. Las otras aguardábamos en silencio a que todo terminara. Para ese momento ya habían aparecido las hormigas. Venían sin precipitarse y, mientras nosotras volábamos en círculos por sobre el vaso y cantábamos cantos luctuosos con nuestras voces aflautadas, esperaban pacientemente, no por respeto sino porque en el tiempo que duraba la ceremonia, el cadáver chupaba la miel y a las hormigas les encantan nuestros cadáveres azucarados. Una vez terminábamos, con habilidad y calma lo recuperaban. Arrastrándolo a la orilla, lo subían por la pared de vidrio hasta el borde y desde allí lo descolgaban hasta la mesa, todo con mucho cuidado para que no fuera a perder, para que no perdiera, ni una gota de miel. Allí lo lamían con ternura, con la misma ternura que se lamían unas a las otras y comenzaban a arrastrarlo hacia el hormiguero, cantando alabanzas a la miel y sus delicias. No detestábamos a las hormigas por esto, antes bien las dejábamos hacer y las veíamos alejarse con un profundo sentimiento de gratitud. Cuando desaparecían de nuestra vista, volábamos a las cabezas de los alfileres o a los alambres de la luz o a los cristales de las ventanas y nos congratulábamos mutuamente de que no hubiera sido ninguna de nosotras. Éramos tan felices.

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