miércoles, 10 de enero de 2024

La línea verde. Lilian Elphick.

Voy en el metro rumbo al hospital. Alguien “se ha precipitado a las vías del tren”, avisa una voz neutra. Todos abajo. Alguien. No sé si es hombre o mujer, si se levantó temprano con la decisión instalada en sus ojos, si salió en ayunas de su casa, si se despidió de su familia. Alguien. Un nadie que ya ha muerto.
La calle me recibe con su aletazo de siempre: mendigos mano estirada, violinista eximio en la esquina, vendedores ambulantes. El hospital ya está cerca. Llevo útiles de aseo, unas zapatillas de levantarse que acabo de comprar. Y es mi hermano el que está postrado en una sala de recuperación del Hospital Del Salvador, en la calle Salvador, por supuesto. Ingresar a este recinto es casi como entrar a un cuento de Borges. Pasillos interminables, lóbregos; bibliotecas de la sanidad. La línea verde pintada en el suelo me guía por los anchos corredores; a mi derecha, patios de naranjos antiguos, algún kiosco de diarios y gaseosas. Hoy lunes hay mucha gente. Pasan los moribundos en sus camillas de metal, los ancianos, las madres con sus hijos ahogados por la contaminación. Yo sigo la línea verde, la señal que me llevará al infierno o al paraíso, según el estado de ánimo. Falta poco. Me queda una gran escalera, un pasillo amarillo suave, insoportable, unas salas de espera frías y oscuras donde nadie espera y ya, estoy cerca. A diez metros diviso a mi hermano. Le llega el sol de mayo en la espalda flaca. La bolsa de suero brilla en su soledad hecha gota. Ahí está, vivo, cuando hace unos días estuvo a punto de irse a la otra orilla. Hola, le digo, y le paso los periódicos y el librito de puzzles. Las enfermeras me advierten que “unos minutitos no más”, pero pasan veinte minutos y ellas conversan de novios, ropa interior, de los sueldos malos y el frío de las mañanas.
Mi hermano sonríe apenas; se nota cansado, coloca su cabeza en la almohada y se hunde cerrando los ojos. Me dan ganas de llorar, pero reprimo las lágrimas para cuando esté de vuelta en la línea verde. Me voy. Chao, le digo. Hago el camino de vuelta. No tengo necesidad de mirar el piso. El hospital me abraza cuando bajo al patio de los viejos naranjos y ya me he olvidado de esa huella, de lo interminable, del olor a anestesia y sangre, a pacientes, a sillas de ruedas, a la muerte tan encima pillándote los talones, verde que te quiero verde.


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