Marina Kariánova, cuatro
años
Actualmente
trabaja en la industria del cine
No
me gusta recordar… No me gusta. Así de simple: no me gusta…
Si
le preguntáramos a todo el mundo qué es la infancia, cada uno
respondería a su manera. Para mí la infancia es mamá, papá y
bombones. Toda mi infancia soñando con mi madre, con mi padre, con
bombones. Durante la guerra no solo no probé ni un bombón, sino que
ni siquiera los había visto nunca. El primer bombón lo comí unos
años después del fin de la guerra… Tres años después… Ya era
una niña mayor. Tenía diez años.
Nunca
he entendido cómo es posible que alguien pueda no querer un bombón
de chocolate. ¿En serio? Es imposible.
Pero
nunca encontré a mis padres. Ni siquiera sé cuál es mi apellido.
Me recogieron en Moscú, en la estación Sévernaia.
—¿Cómo
te llamas? —me preguntaron en el orfanato.
—Marina.
—¿Y
tu apellido?
—No
lo sé…
Me
inscribieron como Marina Sévernaia. En realidad, lo que más ansiaba
era que alguien me abrazara, me acariciara. El cariño escaseaba;
vivíamos envueltos por la guerra, cada uno vivía sus propias
desgracias. Camino por la calle… Delante de mí, una madre pasea
con sus hijos. Coge a uno en brazos y lo lleva unos metros, lo deja
en el suelo y coge a otro. Se paran a descansar en un banco. Ella ha
sentado al más pequeño encima de sus rodillas. Me quedo allí de
pie, mirando y mirando. Al final me acerco a ellos: «Señora, ¿puedo
sentarme en sus rodillas?». Ella me mira, sorprendida.
Se
lo vuelvo a pedir: «Señora, por favor, ¿puedo…?».
Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, 1985.
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