lunes, 7 de agosto de 2023

Creamy milk and Crunchy Chocolate. Sara Mesa.

Un día –una noche– una pareja de ancianos murió por mi culpa. Sucedió en la avenida de Los Infantes, a eso de las nueve. Si no conocen Cárdenas, bastará con decirles que es una travesía ancha y bastante transitada, con circulación de dos carriles en cada sentido, lo que hoy viene a llamarse una «arteria de la ciudad». Aun así, el problema aquel día no fue el tráfico, sino la escasa visibilidad. Anochecía y lloviznaba y en el aire flotaba una especie de neblina formada por las gotas de lluvia y el humo de los coches. Así estaban las cosas cuando yo, que iba conduciendo de vuelta a casa, los vi a los dos parados en la mediana, me apiadé de ellos, me detuve y les hice un gesto con la mano para que pasaran. Cruzaron y el coche que iba por mi derecha, que no podía verlos, me sobrepasó y los arrolló a ambos. El hombre murió en el acto y la mujer, que quedó muy malherida, murió una semana después. Por mucho que mis amigos me dijeran que yo no había sido culpable puesto que la pareja no debía estar cruzando por allí, lo cierto es que, al parar yo y darles paso, los había precipitado hacia la muerte. Seguramente, si no lo hubiese hecho, ellos habrían permanecido en la mediana hasta que la carretera estuviese vacía y pudiesen cruzar sin más problema. Esto no me lo podía negar ni el más compasivo de mis amigos.
La familia de los ancianos –sus hijos– quiso denunciarme por imprudencia temeraria, aunque finalmente no formalizaron la demanda. Mi abogado me contó que, tras pensarlo con calma, habían asumido la fatalidad de lo que fue, como suele decirse, un «desgraciado accidente». No me culpaban. Sus padres eran muy mayores, veían mal, caminaban torpemente, y ellos no llegaban a comprender del todo qué estaban haciendo allí, parados en la mediana, a esas horas de la noche. Mi acción había sido irresponsable, sin duda, pero no desencadenante de los hechos.
Todo esto yo también podía admitirlo, aunque mis remordimientos no se encontraban en esa parte del drama, sino más bien en la del conductor del otro coche, el que los arrolló y técnicamente los mató. Él sí que no había tenido culpa alguna. Conducía a una velocidad moderada, iba por su carril, no tenía por qué pararse donde no había ninguna indicación para hacerlo. Así que, sin venir a cuento, debido a mi mala decisión, su vida cambió de golpe al embestirlos. No voy a entrar en detalles de lo desagradable que fue la escena y de cómo quedó su coche tras aquello, pero pueden suponerlo: si yo aún lo recuerdo casi a diario, no quiero ni imaginar la tortura que debió de suponer para él.
Era un tipo algo mayor que yo, de aspecto bondadoso y humilde. Bajaba la cabeza al hablar, con verdadero dolor, por verse involucrado en el asunto. Yo lo vi llorar. Varias veces. Jamás me dirigió una palabra de reproche. Al pedirle disculpas –lo hice insistentemente, durante los siguientes días–, se limitaba a mirarme con una absoluta expresión de derrota. No encontraba consuelo. Daba igual lo que yo o lo que nadie le dijéramos. Su mujer, en cambio, sí parecía realmente irritada. Ni siquiera quiso hablar conmigo cuando intenté acercarme. La única vez que coincidimos, en los pasillos del hospital donde agonizaba la anciana, aceleró el paso y se quitó de en medio. Luego me observó de lejos, con los brazos cruzados, desafiante. Era una mujer enjuta, muy alta, con pinta de tener mucho carácter. Más adelante, una madrugada, me llamó por teléfono y, con la voz enronquecida por la rabia, me pidió –no: me exigió– que no volviese a dirigirme nunca más a su marido, cuya vida, dijo, yo había «arruinado por completo». Me dijo también que, si buscaba lavar mi conciencia, lo hiciese en otro lado, porque cada vez que le preguntaba a su marido cómo se encontraba lo hundía más y más, de modo que no sólo había ocasionado la muerte de dos pobres ancianos –ella no dijo «ocasionar la muerte»: dijo «matar»–, sino que, si seguía por ese camino, iba a acabar también con la de su marido y padre de su hijo –subrayó esto último: mi hijo.
–Sólo pido un poco de respeto –añadió–. Está tan deprimido que capaz es de hacer cualquier tontería.
Encontré aquello estremecedoramente razonable, y supe que al usar la expresión «hacer cualquier tontería» no estaba exagerando ni un pelo. Obedecí y no volví a llamarlo más. Curiosamente, me sentí reconfortado: vi que tenía una mujer que lo cuidaba, alguien capaz de sacar los dientes –y si era preciso, capaz de morder– por defenderlo.
Aun así la incomodidad continuó. «Incomodidad» es un término tibio, pero se ajusta bastante bien a mis sensaciones de entonces. No era un malestar permanente que me impidiese hacer mi vida, sino más bien el pellizco de la desazón que me atenazaba de vez en cuando, algo muy incordiante. Por ejemplo, me sentía mal si reía en público. Siempre he sido muy bromista, me encantan los juegos de palabras y contar chistes, y ahora tenía que frenar mis ganas de hacerlo. También me veía forzado a exagerar las muestras de tristeza: dejé de ir al cine y de salir con amigos y mis paseos con la perra se redujeron a lo estrictamente necesario y, a poder ser, por las calles más feas y sombrías. Si bien una parte importante de mí había ya, como la gente dice, «pasado página», otra parte me decía que no estaba bien olvidar tan pronto, y que mi comportamiento no podía ser tan desconsiderado. Fingía, pero me sentía mal por estar fingiendo. O dicho de otro modo: me sentía mal por no sentirme peor.
–No es más que otra manifestación del complejo de culpa –dijo mi hermana–. En el fondo, aún no te has perdonado a ti mismo.
Fue ella la que me recomendó ir a psicoterapia, aun sabiendo que yo siempre he pensado que la psicología, las sesiones, los talleres, todo eso de los grupos de autoayuda, no son más que otra forma –ridícula– de creencia religiosa. Oculté mi escepticismo para no ofenderla –ella misma es psicoterapeuta– y acepté su consejo. Me habló de un grupo especializado, dijo, en tratar «el complejo de culpa». El objetivo era la rehabilitación con métodos similares a los que se emplean en las adicciones: la confesión y la puesta en común de los pecados para lograr cierto grado de alivio o sedación –¡el dogma!–. Así, cada uno contaba la historia que lo atormentaba y los demás lo convencían al unísono de que no, no, no, que algunas cosas suceden sin que nadie, necesariamente, sea causante de ellas.
En aquellas sesiones conocí a Braulia. Braulia es un nombre horrible para una mujer, lo sé, pero tenían que verla: es dulce, apetecible, casi magnética, aunque sin duda lo sería mucho más si no viviese martirizada por los remordimientos. Su situación no es de las peores –me refiero a su «situación clínica»–, pero tampoco de las mejores, aunque clasificar los casos de acuerdo con estos criterios –¿mejor o peor respecto a qué?– es, evidentemente, inútil. Una de las primeras cosas que aprendí allí es que el sufrimiento que produce la culpa casi nunca equivale a la dimensión de la tragedia. Tampoco la autoculpabilización. El complejo de culpa no se guía por parámetros racionales: su lógica es intrínseca y está basada en premisas falsas y difícilmente transferibles.
Como ven, absorbí la teoría, aunque tampoco piensen que entendí gran cosa. Me bastaba con escuchar y consolarme con el mal ajeno. La mayoría de las personas que acudían allí vivían atenazadas por el dolor al culparse de hechos de los que no tenían culpa en absoluto. Éste era el caso de una mujer que pensaba que los perros abandonados –todos los perros– morían atropellados porque ella no los recogía. Así, era responsable de los que veía –siempre trataba de atraparlos y después los llevaba a una perrera, donde curiosamente, ya sí, se desentendía de su destino–, pero también de los que no veía. A menudo cogía el coche y peinaba todo el radio de carreteras y caminos en torno a la ciudad, buscando perros. Para ella, la culpa no era de los que los abandonaban –no era capaz de retroceder a ese momento de la historia–, ni de los demás conductores –que los veían en los arcenes y los dejaban allí sin más problema–, sino de ella, sólo de ella, puesto que ella era, en esencia, quien debía protegerlos y no lo hacía. Otro chico sufría intensamente cuando los alimentos se estropeaban. Su madre compraba grandes cantidades de comida y no sabía administrarse bien, de modo que muchas veces tenían que desechar lo que caducaba o se pudría. Él lloraba, se tiraba al suelo, pataleaba. No entendía por qué había permitido que tal horror sucediera, cuando hubiese sido tan fácil comérselos antes. Para él, representaba la plasmación de la mortalidad de la carne, o algo así, una idea que le angustiaba de una manera casi existencial. Pacientes como éstos tenían algo más complejo que un simple sentimiento de culpa –obsesiones, trastornos mentales serios u otras patologías de las que no tengo ni idea–, pero aun así venían a las sesiones a escuchar o a contar sus casos. Más habituales eran historias como la de la mujer que se sentía responsable del despido de una compañera a la que suplió durante una baja –lo había hecho tan bien que demostró a los jefes la ineptitud de la sustituida–, o la de un hombre que pensaba que era culpable de los daños cerebrales que sufrió su hijo porque no lo llevó al hospital en cuanto le empezó a subir la fiebre. De poco le bastaba a este hombre que los informes médicos certificaran que los mismos daños se hubiesen producido en cualquier otra situación, así como no le bastaba a ninguno de los que temían defraudar a sus padres, a sus hijos o a sus parejas ningún tipo de perdón.
¿Y Braulia? No hablaba demasiado. Se sentaba en una esquina, junto a la ventana. La luz caía sobre su pelo, aclarándoselo, y agudizaba su perfil atormentado, resaltando la nariz fina, los pómulos marcados. Se mordía los labios y las uñas continuamente, y de vez en cuando parpadeaba con rapidez, apretando mucho los ojos, como si así quisiera borrar un recuerdo y empezar de cero. Tras ella, por la ventana, se veía el camino que llevaba hasta el edificio flanqueado por jacarandas que dejaban el suelo alfombrado de flores mustias. De fondo, la línea irregular de edificios más bien toscos, con grandes antenas parabólicas y un enorme cartel publicitario de Heineken, lo presidía todo. Yo la miraba con discreción y buscaba estrategias para hablarle a la salida. Me imaginaba alejándome con ella por ese camino, con el cartel al frente, los bloques de edificios recortados contra el cielo. Cuando pienso en aquellos días me vienen a la cabeza imágenes confusas, moradas y verdes, una mezcla posible de las jacarandas y la luz del cartel cuando anochecía, algo parecido, supongo, a la nostalgia. Braulia no era joven –yo tampoco– pero su inocencia me apabullaba. Me preguntaba cómo un ser así, tan puro, tan intocado, podía sentirse culpable de algo.
No conocí su historia hasta la séptima sesión. Era un día extraño, la sala estaba cargada de una tensión eléctrica que viciaba el ambiente. No era posible aburrirse, aunque la atención que prestábamos era más bien superficial y entrecortada. Una chica temblaba al hablarnos de su novio, al que había dejado hacía poco. Decía que tenía miedo de que se suicidara y, cómo no, se sentía muy culpable por ello. Al hablar levantaba hacia el techo los brazos extremadamente flacos, con histrionismo. Gesticulaba de un modo horrible. Todos sobreactuábamos allí, pero aquello era excesivo. Nos pusimos aún más nerviosos. Braulia salió de su letargo y comenzó a tiritar. Los dientes le castañeteaban. Se abrazó a sí misma, encorvándose sobre las rodillas. La psicoterapeuta le dio la palabra. Qué pasa, Braulia, le dijo. Qué te está pasando. Ella no contestó. ¿Quieres que cuente yo tu historia a los demás?, preguntó. A lo mejor le sirve de algo a tu compañera. A lo mejor te viene bien compartirla. Braulia dejó de temblar. Ahora simplemente parecía asustada. Hizo un gesto de renuncia con la mano. Pero la psicoterapeuta habló.
Habló de un suicidio. Del suicidio de una mujer. Su marido había sido el amante de Braulia –usó esa palabra: «amante»–. Habló de los elementos que estaban produciendo confusión: la sensación de celos, de abandono. Habló de consecuencias que no eran responsabilidad de Braulia: dos niños huérfanos, una familia destrozada. Explicó que aquella mujer ya lo había intentado antes, varias veces, por lo que Braulia no formaba parte verdaderamente del núcleo de la historia. De hecho, su estado depresivo era, en parte, lo que había «arrojado a su marido a los brazos de otra mujer» –éstas fueron sus palabras textuales–. Así pues, ¿había un culpable en este caso? Y si lo había, ¿de verdad alguien creía que pudiera ser la dulce Braulia? Señaló hacia la esquina y ella levantó la mirada avergonzada, sin asomo de alivio. Ante los ojos de Dios –y ella era creyente, muy creyente–, era culpable y no había expiación posible por su error. Balbuceando, dijo que cuando pensaba en los huérfanos no podía parar de llorar. A su amante había dejado de verlo de inmediato, y ella misma se había infligido daños físicos –incluidas quemaduras– para castigarse. Juró que nunca, jamás, volvería a dejarse llevar por la lascivia.
«¿Lascivia?», preguntó un compañero. Le parecía un término muy duro. ¿Por qué no llamarlo necesidad de afecto, búsqueda de cariño o, directamente, amor? Ella se hacía daño a sí misma si lo consideraba sólo así, como lascivia. Braulia no contestó, salvo para añadir un sinónimo: «lujuria». Yo la miré y pensé que era la persona con el aspecto menos lujurioso de mundo.
Me acerqué a la salida y me ofrecí a acompañarla un poco. Me preguntó si yo estaba casado. No, le dije, y era cierto. Recorrimos juntos el caminito que tantas veces yo había mirado por la ventana. Muy cerca de nuestras cabezas se cruzaban los vencejos, chillando enloquecidos. No eran quizá un buen comienzo, esos graznidos, pero pude notar que le hacía bien ir a mi lado. Así empezó todo.
No digo que fuese fácil. No lo era. Braulia pensaba que no tenía derecho a enamorarse de alguien que conoció a causa del suicidio de otra persona. Encadenaba todos los acontecimientos con una lógica enfermiza: si no hubiese «contribuido al adulterio» –palabras suyas–, jamás se habría visto metida en esa historia de obsesión y de culpa, jamás me habría encontrado. Ella debía haberse limitado a ir a la iglesia –donde se confesaba todas las semanas–, y no entrar en el juego de aquel grupo de «modernos» tarados e «inmorales» que trataban de justificar a toda costa sus «pecados» y que, con la excusa del grupo, no hacían más que buscar «nuevas ocasiones para pecar». Algunas noches escuchaba en la radio el programa de un predicador al american way, un programa que duraba horas y horas y que ella seguía con los ojos cerrados y pequeños movimientos de cabeza. Cuando le venían los ataques y su sentimiento de culpa se agudizaba, adoptaba aquella forma de expresarse –la del predicador– y cada vez se exaltaba más y más. Entonces yo la estrechaba fuerte entre mis brazos, le acariciaba el pelo y le susurraba al oído lo que se me iba ocurriendo, cualquier cosa. Servía. Se calmaba. Brotaba otra Braulia de ella, más joven y más sana. Para mí era una especie de reto: conocer a la mujer que había sido antes de dejarse vencer por las alucinaciones de la culpa. Rescatarla. Salvarla del tormento. Ahora yo tenía una misión en la vida. Ya no pensaba en el hombre que atropelló a los ancianos por mi culpa. Mi parte de la historia estaba totalmente superada. Volví a reír en público, a contar chistes. A veces le contagiaba la risa a ella. Y era reconfortante sentir esto: la existencia de un camino más o menos limpio por delante.
Todo era –todo es–, sin embargo, demasiado frágil en la vida. Y hay pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan. Sucede a veces, y entonces algo se quiebra, y todo cambia. Esto también me pasó a mí, una tarde.
Fue en el supermercado. Allí lo vi, haciendo la compra con un niño. Por la edad, por cómo se dirigía a él y lo conducía tomándolo suavemente por la nuca, supe enseguida que se trataba de su hijo. Iban metiendo los artículos en el carrito con cierta seriedad. Era una escena rutinaria y, a la vez, muy solemne. Me quedé en una esquina observándolos. No vi señal alguna de sufrimiento en aquel hombre. Tenía mejor aspecto que cuando lo conocí. Quizá demasiado serio o reflexivo, pero de todos modos daba la impresión de ser de ese tipo de personas proclives a la introspección, más allá de lo que le hubiera sucedido en su pasado. Los seguí hasta que terminaron su compra y se fueron a la caja a pagar, y entonces sentí el impulso de saber más –o la necesidad de saber más–, abandoné mi cesta en un pasillo, salí del recinto sin dejar de mirarlos de reojo, me monté en el coche y esperé a que ellos acabaran. Si también habían llegado en coche, pensé, los seguiría con el mío; si caminaban, los seguiría caminando. Para qué, ni me lo preguntaba. Mi atención se concentraba sólo en verlos salir por las puertas mecánicas y no dejaba espacio para nada más. Aparecieron unos minutos más tarde. Lo vi empujar el carrito hacia un coche –uno nuevo, más pequeño, de color blanco– y meter en el maletero todas las bolsas, con parsimonia. También se tomó su tiempo en colocar al niño atrás, asegurarse de que se abrochaba bien el cinturón de seguridad. Seguirlos fue sencillo: condujo lentamente, respetando todas las señales. Se detenía en los cruces incluso cuando no era necesario, marcaba escrupulosamente los cambios de dirección con los intermitentes. Me alegró verlo conducir, porque le había oído decir que jamás podría volver a hacerlo. También Braulia pensaba que no podría volver a acostarse con otro hombre, y sin embargo. Yo mismo creí, durante un tiempo, que no sería capaz de reírme y ser el mismo que era antes, y sin embargo. La vida continúa, pensé, y luego me pregunté por qué iría tan lejos a hacer la compra –llevábamos un buen rato uno tras otro–, habiendo tantos supermercados mucho más cerca. Al cabo de otros diez minutos aparqué en una plazoleta, a cierta distancia de donde él lo había hecho.
La plazoleta tenía un tobogán y un par de balancines desvencijados. El hombre ayudó a bajar al niño, lo tomó de la mano y se dirigieron hasta allí en silencio. Yo permanecí dentro del coche. Ellos no me veían, pero yo podía distinguirlos con claridad. Ahora, la escena ya no me parecía tan natural. Había tensión en el modo en que el niño se balanceaba y miraba a su padre, y también en el gesto repetido de él de mirar el reloj y echarse atrás el pelo, nerviosamente. Sacó un pañuelo y se limpió la frente. No hacía calor, pero cuando levantó un brazo para aupar a su hijo, noté que tenía manchas de sudor en las axilas. No había nadie más que ellos dos. De pronto, aquello resultó extraño y triste: el niño, el padre, los columpios rotos, el albero sucio, la ausencia de palabras, las miradas repetidas al reloj. Lo vi también consultar el móvil, otear un par de veces hacia uno de los bloques de pisos que rodeaban la plazoleta, esperando encontrar algo o a alguien. Todo seguía vacío. El niño se bajó del balancín, se aproximó a su padre y se quedó pegado a sus piernas. Él esbozó un gesto vago, como para abrazarlo, pero se detuvo sin terminar de hacerlo. Después se agachó a su lado, le susurró al oído. Volvieron al coche, sacó algo de una de las bolsas del maletero, se lo entregó sin cruzar palabra. El niño negó con la cabeza. Él pareció insistir. El niño gritó nítidamente –«¡No quiero!»– y él cerró el maletero de un golpe, tirando al suelo aquello que desde la distancia yo no podía ver. Luego le dio la mano y lo condujo hacia el bloque de pisos que había estado mirando antes. Me bajé del coche para seguirlos. Al verlos por detrás, vi que tenían la misma manera de andar: ligeramente encorvados, con los pies hacia fuera y la cabeza gacha. Del padre lo entendía, pero ¿también el hijo se sentía derrotado? No sé de dónde me salió ese pensamiento. ¿Derrotado? ¿Un niño de, no sé, siete u ocho años, derrotado? ¿Simplemente por su forma de andar?
Se detuvieron en el portal del bloque y llamaron al portero automático. Permanecían rígidos, en silencio, mirando hacia el suelo. Me aproximé más de lo debido, pensando que, aunque me viese, no sería capaz de identificarme. Todas las buenas señales que creí haber visto en el supermercado ahora se habían disipado, y ya sólo tenía ante mí a un hombre apesadumbrado, vencido, con la piel enrojecida y las manos temblorosas. Entonces la puerta se abrió y la vi a ella, su mujer, tan enjuta como antes, tan decidida como antes, casi una exhalación que agarró al niño y lo arrastró al interior del portal, dejando a aquel hombre solo, junto a la entrada, donde se mantuvo aún unos segundos sin moverse. Luego levantó la vista y me miró. Si me reconoció, no sé decirlo. Sus ojos estaban tan huecos como los de un animal disecado. Yo me volví con cobardía. Di la vuelta y desanduve el camino y no fui capaz de enfrentarme a esa mirada que quizá no estaba hueca, sino solamente perpleja o furiosa. Volví sobre mis pasos casi corriendo y, al pasar junto a su coche, vi en el suelo aquello que el niño había despreciado. Era una chocolatina. «Creamy milk and crunchy chocolate», leí. No sé cómo me dio tiempo a leerlo. Incluso ahora, al recordarlo, me viene con nitidez la imagen de las letras amarillas y azules y el brillo del envoltorio arrojado junto al neumático. Aceleré el paso. Tuve ganas de llorar.
Todo se quiebra en un instante, o en el espacio de unos pocos minutos, diez o quince minutos, no muchos más, los mismos que tardé en conducir hasta casa de Braulia y llamar a su puerta mientras algo áspero y muy desagradable me subía por la garganta. Y después ella abrió, me miró con extrañeza, extendió los brazos cuando me abalancé hacia su cuerpo. Y en el recibidor mismo, donde yo casi me caía –y ésa era la culpa, ésa, y no el cosquilleo que durante meses había estado sintiendo con tibieza–, le pedí que nos arrodilláramos juntos, le pedí que rezáramos a aquel Dios en quien ella creía, ansié creer en Él y obtener su perdón y su consuelo, y supe que no era yo quien tenía una misión con Braulia, sino más bien al revés, que ella me rescataba a mí de la indiferencia.
Luego, horas más tarde, después del rezo, y del amor, y otra vez del rezo, cuando aún temblábamos y ya hacía rato que la noche caía implacable sobre toda la inmensidad de nuestra culpa, recordé que había olvidado a la perra en la puerta del supermercado, atada al bicicletero donde solía dejarla siempre cuando hacía mis compras, y fui por ella todo lo rápido que pude, pero ya se la habían llevado –alguien se la había llevado–, y cuando llamé a la perrera rezando –otra vez rezando– para que estuviese allí, saltó el contestador con el aviso de que «el horario de atención al público es de 9 a 2 de la mañana y de 5 a 7 de la tarde», y yo conocía bien la perrera, y sabía que toda la profesionalidad que traslucía la voz del contestador era una farsa, y que el tono aséptico no evitaba la mugre de las jaulas ni los golpes con palos ni la escasez de comida ni los ladridos de los perros enfermos, y aquélla fue una de las noches más largas, y más duras, de mi vida.

Mala letra, 2016.
 
 

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