El monasterio de Pozzuoli es la última estancia. Queda poco tiempo y son largos los corredores por donde el frío es un transeúnte de todos los días. Pero éste es menos agobiante que en Nápoles. Y el recogimiento se vuelve tan íntimo que Pergolesi se siente en casa. El mar, a veces, puede oírse desde el jardín y la huerta. Su tono es el de un hombre cansado pero imperecedero. En ciertas horas de la tarde, cuando el cielo se viste de matices solferinos, parece endeble la convicción de que en estas tierras esté situado el averno de los hombres antiguos. Uno de los franciscanos ha dicho que esa creencia se debía a la proximidad de los volcanes y a las sacudidas frecuentes de la tierra. Pero para Pergolesi no es este un lugar y un tiempo para pensar en umbrales del infierno. Hay instantes en que sus ojos se hunden en una nube irisada y se convence de que no existe, más allá de la muerte, ningún paraje nefasto. Lo que hay después tal vez sea el contorno de un suave retiro. Pergolesi se mira el cuerpo enjuto. Estira las manos. Las mira y se asombra de ellas. Luego las toca como buscando un distante clavicémbalo. Tampoco cree que muy pronto su vida se habrá acabado. Acaso él posea una sustancia que sea inmortal. Es en las noches, sin embargo, cuando el sufrimiento crece. El dolor define los insomnios. Un fuego insoslayable lo consume. Suda copiosamente. Desde algún sitio llega un murmullo subterráneo. ¿Será un emisario del infierno?, se pregunta Pergolesi. Y ese alguien, en la vaguedad de la celda, parece otorgarle una calma para alcanzar el reposo. El emisario adquiere de pronto los rasgos de una mujer. Sobre su faz, apenas perceptible, lleva un manto azul. Aunque en la imagen no hay ojos ni boca ni cabellera. Es un manto que se prolonga a lo largo del monasterio hasta llegar a los volcanes ignotos. Mientras tanto, Pergolesi se sumerge en el sueño. Y es como si fuera un sonido extraviado en la noche. Un ser intocado como la música más pura. Tal vez como el agua, desdeñosa del tiempo, que fluye en el jardín. ¿Cuándo he nacido?, pregunta. ¿Cuándo voy a morir?, insiste. Y esa voz femenina dice que no hay principio ni fin. Sólo un movimiento, a veces contrito, a veces gozoso, que nombra el vacío. Pergolesi abre más los ojos. A su lado hay una jofaina donde la sangre de sus esputos también se disemina. Los rezos del monasterio lo van conduciendo a la otra orilla. Allí donde el mar es una palabra lentamente pronunciada.
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