Nunca habrás tenido ocasión de ver un bebé más frío y pálido. Tanto es así que sus labios, apenas insinuados, parecen morados. Tiene el pelo ralo y fosco y una sonrisa adulta que muestra una dentadura desordenada, tan fuera de lugar que inquieta. Y un cerco oscuro de niño enfermo alrededor de los ojos. Viste un camisoncito de hilo y encajes, como los de las criaturas de las fotos sepia de finales del XIX. Canturrea, con los ojos extraviados o en blanco, según, melodías repetitivas y perturbadoras. O gruñe. Pero nada de lo que te cuento, curiosamente, me llega a estremecer. Lo que de verdad me aterra de él, lo que me hiela la sangre, es eso que sostiene en las manos.
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