-Llévame a los acantilados- le
pidió su novia al empleado de la funeraria.
Él,
complaciente, arrancó el coche fúnebre y atravesaron la ciudad
rumbo a la costa.
Ya
habían rebasado las afueras, cuando ella se quitó la blusa:
-Te
espero ahí detrás- dijo, pasando entre los asientos. A la luz del
atardecer sus senos oscilaron como dos frutos cálidos.
Durante
las obligadas esperas del trabajo, había ido él desgranando con
disimulo ramos y coronas de los difuntos transportados aquel día,
dejando la carroza funeraria convertida en un lecho de flores.
Ahora,
en el retrovisor, mientras ascendían por las estrechas carreteras,
la contempló allí tendida, desnuda toda ya, sonriente, bellísima,
con sus largos cabellos esparcidos..., pero cuando llegaron a lo más
alto vio con sorpresa que a ella se le mudaba el gesto y empezaba a
gritar dando manotazos:
-¡Tábanos,
hay tábanos! – se podía oír su zumbido oscuro y pegajoso.
De
inmediato, paró el coche y se bajó con intención de abrir el
portón trasero para liberarla, pero sólo pudo esbozar un ademán
ridículo en el aire, pues se había olvidado de echar el freno de
mano y el vehículo con ella dentro se le estaba yendo, se le había
ido ya, de hecho, ladera abajo.
Y
aunque corrió detrás para alcanzarla, apenas tuvo tiempo de ver
tras el cristal su bello rostro aterrado y, después, al fondo del
abismo de la noche, contra las rocas del acantilado, aquel estallido
colosal de fuego y flores.
viernes, 11 de agosto de 2023
Eros y Tábanos. Carmela Greciet.
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