Él no había
provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además
un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal
como suele ocurrir en esta vida.
Plack avanzó dos
pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary
le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo
sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzar
fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la
boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de
Cary.
Bien de frente,
moviendo el torso con un balanceo rapidísimo, sin retroceder, Plack
golpeaba. Sin retroceder, Plack golpeaba. Sus ojos medían de lleno
la silueta del adversario. Pero aún mejor ubicaba sus propias manos;
las veía bien cerradas, cumpliendo la tarea como pistones de
automóvil, como cualquier cosa que cumpliera su tarea moviéndose al
compás de un balanceo rapidísimo. Le pegaba a Cary, le seguía
pegando, y cada vez que sus puños se hundían en una masa
resbaladiza y caliente, que sin duda era la cara de Cary, él sentía
el corazón lleno de júbilo.
Por fin bajó los
brazos, los puso a descansar junto al cuerpo. Dijo:
—Ya tienes
bastante, estúpido. Adiós.
Echó a caminar,
saliendo de la sala de la Municipalidad, por el corredor que conducía
lejanamente a la calle.
Plack estaba
contento. Sus manos se habían portado bien. Las trajo hacia delante
para admirarlas; le pareció que tanto golpear las había hinchado un
poco. Sus manos se habían portado bien, qué demonios; nadie
discutiría que él era capaz de boxear como cualquiera.
El corredor se
extendía sumamente largo y desierto. ¿Por qué tardaba tanto en
recorrerlo? Acaso el cansancio, pero se sentía liviano y sostenido
por las manos invisibles de la satisfacción física. Las manos de la
satisfacción física. ¿Las manos...? No existía en el mundo mano
comparable a sus manos; probablemente tampoco las había tan
hinchadas por el esfuerzo. Volvió a mirarlas, hamacándose como
bielas o niñas en vacaciones; las sintió profundamente suyas,
atadas a su ser por razones más hondas que la conexión de las
muñecas. Sus dulces, sus espléndidas manos vencedoras.
Silbaba, marcando el
compás con la marcha por el interminable pasillo. Todavía quedaba
una gran distancia para alcanzar la puerta de salida. Pero qué
importaba después de todo. En casa de Emilio se comía tarde, aunque
en verdad él no iría a almorzar a casa de Emilio sino al
departamento de Margie. Almorzaría con Margie, por el solo placer de
decirle palabras cariñosas, y tornaría luego a cumplir la jornada
vespertina. Mucho trabajo, en la Municipalidad. No bastaban todas las
manos para cubrir la tarea. Las manos... Pero las suyas sí que
habían estado atareadas rato antes. Pegar y pegar, vindicadoras;
quizá por eso le pesaban ahora tanto. Y la calle estaba lejos, y era
mediodía.
La luz de la puerta
empezaba a agitarse en la atmósfera visual de Plack. Dejó de
silbar; dijo: «Bliblug, bliblug, bliblug». Lindo, habla sin motivo,
sin significado. Entonces fue cuando sintió que algo le arrastraba
por el suelo. Algo que era más que algo; cosas suyas estaban
arrastrando por el suelo.
Miró hacia abajo y
vio que los dedos de sus manos arrastraban por el suelo.
Los dedos de sus
manos arrastraban por el suelo. Diez sensaciones incidían en el
cerebro de Plack con la colérica enunciación de las novedades
repentinas. Él no lo quería creer pero era cierto. Sus manos
parecían orejas de elefante africano. Gigantescas pantallas de carne
arrastrando por el suelo.
A pesar del horror
le dio una risa histérica. Sentía cosquillas en el dorso de los
dedos; cada juntura de las baldosas le pasaba como un papel de
esmeril por la piel. Quiso levantar una mano pero no pudo con ella.
Cada mano debía pesar cerca de cincuenta kilos. Ni siquiera logró
cerrarlas. Al imaginar los puños que habrían formado se sacudió de
risa. ¡Qué manoplas! Volver junto a Cary, sigiloso y con los puños
como tambores de petróleo, tender en su dirección uno de los
tambores, desenrollándolo lentamente, dejando asomar las falanges,
las uñas, meter a Cary dentro de la mano izquierda, sobre la palma,
cubrir la palma de la mano izquierda con la palma de la mano derecha
y frotar suavemente las manos, haciendo girar a Cary de un extremo a
otro, como un pedazo de masa de tallarines, igual que Margie los
jueves a mediodía. Hacerlo girar, silbando canciones alegres, hasta
dejar a Cary más molido que una galletita vieja.
Plack alcanzaba
ahora la salida. Apenas podía moverse, arrastrando las manos por el
suelo. A cada irregularidad del embaldosado sentía el erizamiento
furioso de sus nervios. Empezó a maldecir en voz baja, le pareció
que todo se tornaba rojo, pero en algo influían los cristales de la
puerta.
El problema capital
era abrir la condenada puerta. Plack lo resolvió soltándole una
patada y metiendo el cuerpo cuando la hoja batió hacia afuera. Con
todo, las manos no le pasaban por la abertura. Poniéndose de costado
quiso hacer pasar primero la mano derecha, luego la otra. No pudo
hacer pasar ninguna de las dos. Pensó: «Dejarlas aquí». Lo pensó
como si fuese posible, seriamente.
—Absurdo —murmuró,
pero la palabra era ya como una caja vacía.
Trató de serenarse,
y se dejó caer a la turca delante de la puerta; las manos le
quedaron como dormidas junto a los minúsculos pies cruzados. Plack
las miró atentamente; fuera del aumento no habían cambiado. La
verruga del pulgar derecho, excepción hecha de que su tamaño era
ahora el de un reloj despertador, mantenía el mismo bello color azul
maradriático. El corte de las uñas persistía en su prolijidad
(Margie). Plack respiró profundamente, técnica para serenarse; el
asunto era serio. Muy serio. Lo bastante como para enloquecer a
cualquiera que le ocurriese. Pero conseguía sentir de veras lo que
su inteligencia le señalaba. Serio, asunto serio y grave; y sonreía
al decirlo, como en un sueño. De pronto se dio cuenta de que la
puerta tenía dos hojas. Enderezándose, aplicó una patada a la
segunda hoja y puso la mano izquierda como tranca. Despacio,
calculando con cuidado las distancias, hizo pasar poco a poco las dos
manos a la calle. Se sentía aliviado, casi feliz. Lo importante
ahora era irse a la esquina y tomar en seguida un ómnibus.
En la plaza las
gentes lo contemplaron con horror y asombro. Plack no se afligía;
mucho más raro hubiese sido que no lo contemplasen. Hizo con la
cabeza, un violento gesto al conductor de un ómnibus para que
detuviera el vehículo en la misma esquina. Quería trepar a él,
pero sus manos pesaban demasiado y se agotó al primer esfuerzo.
Retrocedió, bajo la avalancha de agudos gritos que surgían del
interior del ómnibus, donde las ancianas sentadas del lado de la
acera acababan de desvanecerse en serie.
Plack seguía en la
calle, mirándose las manos que se le estaban llenando de basuras, de
pequeñas pajas y piedrecitas de la vereda. Mala suerte con el
ómnibus. ¿Acaso el tranvía...?
El tranvía se
detuvo, y los pasajeros exhalaron horrendos gritos al advertir
aquellas manos arrastradas en el suelo y a Plack en medio de ellas,
pequeñito y pálido. Los hombres estimularon histéricamente al
conductor para que arrancara sin esperar. Plack no pudo subir.
—Tomaré un taxi
—murmuró, empezando lentamente a desesperarse.
Abundaban los taxis.
Llamó a uno, amarillo. El taxi se detuvo como sin ganas.
Había un negro en
el volante.
—¡Praderas
verdes! —balbuceó el negro—. ¡Qué manos!
—Abre la
portezuela, bájate, tómame la mano izquierda, súbela, tómame la
mano derecha, súbela, empújame para entrar en el coche, más
despacio, así está bien. Ahora llévame a la calle Doce, número
cuarenta setenta y cinco, y después vete al mismo infierno, negro de
todos los diablos.
—¡Praderas
verdes! —dijo el conductor, ya tornado al tradicional color
ceniza—. ¿Seguro que esas manos son las suyas, señor?
Plack gemía en su
asiento. Apenas había sitio para él: las manos ocupaban todo el
piso, se desbordaban sobre el asiento. Empezaba a refrescar y Plack
estornudó. Quiso instintivamente taparse la nariz con una mano y por
poco se arranca el brazo. Se dejó estar, abúlico, vencido, casi
feliz. Las manos le descansaban sucias y macizas en el suelo del
taxi. De la verruga, golpeada contra una columna de alumbrado,
brotaban algunas gordas gotas de sangre.
—Iré a casa de un
médico —dijo Plack—. No puedo entrar así en casa de Margie. Por
Dios, no puedo; le ocuparía todo el departamento. Iré a ver un
médico; me aconsejará la amputación, yo aceptaré, es la única
manera. Tengo hambre, tengo sueño.
Golpeó con la
frente el cristal delantero.
—Llévame a la
calle Cincuenta, número cuarenta y ocho cincuenta y seis.
Consultorio del doctor September.
Después se puso tan
contento ante la idea que acababa de ocurrírsele que llegó a sentir
el impulso de restregarse las manos de gusto; las movió pesadamente,
las dejó estar.
El negro le subió
las manos hasta el consultorio del doctor. Hubo una espantosa corrida
en la sala de espera cuando Plack apareció, caminando detrás de sus
manos que el negro sostenía por los pulgares, sudando a mares y
gimiendo.
—Llévame hasta
ese sillón; así, está bien. Mete la mano en el bolsillo del saco.
Tu mano, imbécil: en el bolsillo del saco; no, ése no, el otro. Más
adentro, criatura, así. Saca el rollo de dinero, aparta un dólar,
guárdate el vuelto y adiós.
Se desahogaba en el
servicial negro, sin saber el porqué de su enojo. Una cuestión
racial, acaso, claro está que sin porqués.
Ya dos enfermeras
presentaban sus sonrisas veladamente pánicas para que Plack apoyara
en ellas las manos. Lo arrastraron trabajosamente hasta el interior
del consultorio. El doctor September era un individuo con una redonda
cara de mariposa en bancarrota; vino a estrechar la mano de Plack,
advirtió que el asunto demandaría ciertas forzadas evoluciones,
permutó el apretón por una sonrisa.
—¿Qué lo trae
por aquí, amigo Plack? Plack lo miró con lástima.
—Nada —repuso,
displicente—. Me duele el árbol genealógico. ¿Pero no ve mis
manos, pedazo de facultativo?
—¡Oh, oh!
—admitía September—. ¡Oh, oh, oh!
Se puso de rodillas
y estuvo palpando la mano izquierda de Plack. Daba la impresión de
sentirse bastante preocupado. Se puso a hacer preguntas, las
habituales, que sonaban extrañamente ahora que se aplicaban al
asombroso fenómeno.
—Muy raro —resumió
con aire convencido—. Sumamente extraño, Plack.
—¿A usted le
parece?
—Sí, es el caso
más raro de mi carrera. Naturalmente, usted me permitirá tomar
algunas fotografías para el museo de rarezas de Pensilvania, ¿no es
cierto? Además tengo un cuñado que trabaja en The Shout, un
diario silencioso y reservado. El pobre Korinkus anda bastante
arruinado; me gustaría hacer algo por él. Un reportaje al hombre de
las manos... digamos, de las manos extralimitadas, sería el triunfo
para Korinkus. Le concederemos esa primicia, ¿no es verdad? Lo
podríamos traer aquí esta misma noche.
Plack escupió con
rabia. Le temblaba todo el cuerpo.
—No, no soy carne
de circo —dijo oscuramente—. He venido tan sólo a que me ampute
esto. Ahora mismo, entiéndalo. Pagaré lo que sea, tengo un seguro
que cubre estos gastos. Por otra parte están mis amigos, que
responden por mí; en cuanto sepan lo que me pasa vendrán como un
solo hombre a estrecharme la... Bueno, ellos vendrán.
—Usted dispone, mi
querido amigo —el doctor September miraba su reloj pulsera—. Son
las tres de la tarde (y Plack se sobresaltó porque no creía que
hubiese transcurrido tanto tiempo). Si lo opero ya, le tocará pasar
el peor rato por la noche. ¿Esperamos a mañana? Entretanto,
Korinkus...
—El peor rato lo
estoy pasando ahora —dijo Plack y se llevó mentalmente las manos a
la cabeza—. Opéreme, doctor, por Dios. Opéreme... ¡Le digo que
me opere! ¡¡Opéreme, hombre..., no sea criminal!!... ¡¡Comprenda
lo que sufro!! ¿¿Nunca le crecieron las manos, a usted..?? ¡¡¡Pues
a mí, sí!!! ¡¡¡Ahí tiene...; a mí, sí!!!
Lloraba, y las
lágrimas le caían impunemente por la cara y goteaban hasta perderse
en las grandes arrugas de las palmas de sus manos, que descansaban
boca arriba en el suelo, con el dorso en las baldosas heladas.
El doctor September
estaba ahora rodeado de un diligente cuerpo de enfermeras a cuál más
linda. Entre todas sentaron a Plack en un taburete y le pusieron las
manos sobre una mesa de mármol. Hervían fuegos, olores fuertes se
confundían en el aire. Relumbrar de aceros, de órdenes. El doctor
September, enfundado en siete metros de género blanco; y lo único
vivo que había en él eran sus ojos. Plack empezó a pensar en el
momento terrible de la vuelta a la vida, después de la anestesia.
Lo acostaron
dulcemente, de manera que las manos quedaran sobre la mesa de mármol
donde se llevaría a cabo el sacrificio. El doctor September se
acercó, riendo por debajo de la mascarilla.
—Korinkus vendrá
a sacar fotos —dijo—. Oiga, Plack, esto es fácil. Piense en
cosas alegres y su corazón no sufrirá. ¿Se despidió de sus manos?
Cuando despierte... ya no estarán con usted.
Plack hizo un gesto
tímido. Empezó a mirarse las manos, primero una y después otra.
«Adiós, muchachitas», pensó. «Cuando estéis en el acuario de
formol que os destinarán especialmente, pensad en mí. Pensad en
Margie que os besaba. Pensad en Mitt cuyo pelaje acariciabais. Os
perdono la mala pasada, en homenaje a la paliza que le disteis a
Cary, a ese vanidoso insolente...
Habían acercado
algodones a su rostro y Plack estaba empezando a sentir un olor dulce
y poco agradable. Intentó una protesta pero September hizo una suave
señal negativa.
Entonces Plack se
calló. Era mejor dejar que lo durmieran, entretenerse pensando cosas
alegres. Por ejemplo, la pelea con Cary. Él no había provocado.
Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal
poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como
suele ocurrir en esta vida. Plack avanzó dos pasos hacia Cary y
empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con
igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una
velocidad prodigiosa, rematando el lanzarse fulminante de los brazos,
iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el
cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Lentamente, tornaba
a sí mismo. Al abrir los ojos, la primera imagen que se coló en
ellos fue la de Cary. Un Cary muy pálido e inquieto, que se
inclinaba balbuceante sobre él.
—¡Dios mío..!
Plack, viejo... Jamás pensé que iba a ocurrir una cosa así...
Plack no comprendió.
¿Cary, allí? Pensó; acaso el doctor September, en previsión de
una posible gravedad posoperatoria, había avisado a los amigos.
Porque, además de Cary, veía él ahora los rostros de otros
empleados de la Municipalidad que se agrupaban en torno a su cuerpo
tendido.
—¿Cómo estás,
Plack? —preguntaba Cary, con voz estrangulada—. ¿Te... te
sientes mejor?
Entonces, de manera
fulminante, Plack comprendió la verdad. ¡Había soñado! ¡Había
soñado! «Cary me acertó un golpe en la mandíbula, desmayándome;
en mi desmayo he soñado ese horror de las manos...».
Lanzó una aguda
carcajada de alivio. Una, dos, muchas carcajadas. Sus amigos lo
contemplaban, con rostros todavía ansiosos y asustados.
—¡Oh, gran
imbécil! —apostrofó Plack, mirando a Cary con ojos brillantes—.
¡Me venciste, pero espera a que me reponga un poco..., te voy a dar
una paliza que te tendrá un año en cama...!
Alzó los brazos
para dar fe de sus palabras con un gesto concluyente. Entonces sus
ojos vieron los muñones.
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