viernes, 6 de enero de 2017

Soy un genio. Pedro Herrero.

Me costó mucho localizar la exótica tienda de antigüedades, en aquel barrio lleno de calles estrechas y mal iluminadas. Pero aún fue más difícil entenderme con el dueño del local (un anciano enjuto y misterioso), cuando le pedí un pequeño objeto de regalo que pudiera llevarme de recuerdo a mi país: una lámpara de Aladino, para demostrar a mi mujer que no me olvidaba de ella en mi viaje de negocios. La lámpara era preciosa, pero al parecer había que respetar un estricto protocolo a la hora de manipularla. Así que su propietario se esforzó en traducirme, una por una, todas las indicaciones que mostraba un viejo pergamino, relativas a la forma de cogerla, frotarla y formular los deseos correspondientes. Yo no entendí nada, aunque todo aquello se me antojó muy divertido, si bien en algún momento sospeché que no se trataba de ninguna broma. Ya en casa, dispuse el regalo en el mueble bajo del recibidor, para que mi mujer se llevara una sorpresa, y guardé las instrucciones con la intención de enseñárselas más tarde. Algo hice mal. No sé, quizá froté la lámpara a destiempo en una zona equivocada, todo ocurrió muy deprisa. Al llegar mi mujer, descubrió mi equipaje en el dormitorio y me buscó inútilmente por todas las dependencias. Al cabo de unos años se volvió a casar. Supongo que ahora es feliz, ya que nunca ha necesitado frotar la lámpara y pedirme al menos uno de los tres deseos. Y, por lo visto, la mujer de la limpieza tampoco está por la labor.

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