Oí, en el piso,
abrirse una puerta con precaución y voces que murmuraban, asustadas.
Saqué el revólver de la funda.
Había bebido una
cantidad exagerada de whisky aquella noche, porque una espantosa
humedad mojaba el ambiente y, además, sentía la añoranza de los
días de sol y de las playas de agosto.
Había en la bar del
Site “Enchanteur” una inmensa salamandra holandesa con ojos de
mica de un rojo infernal, posada sobre el pavimento de arna blanca
como azúcar, y un whisky que condenaría a San Antonio si, por azar,
se hubiese paseado por el islote de barro que rodea la taberna.
Afuera, un travieso
viento otoñal jugaba con los charcos de agua y las hojas secas…
Por tanto, es comprensible que yo me quedara bebiendo hasta que
Cavendish, el dueño, me pusiera, con una cortesía exquisita, pero
con gran firmeza, en la puerta de su paraíso terrenal perfumado con
los más miríficos alcoholes de Inglaterra y de Escocia.
Mi casita de
Camberwell es fría y húmeda. Vivo allí completamente solo. Los
champiñones simulan fantásticos tumores lívidos en las grietas; el
paseo de las babosas inscribe todas las noches pacientes láminas de
plata en las paredes. Pero eso no impide que yo sea rey en mi casa y
que no ceda el paso a los ladrones atraídos por mis objetos de plata
repujada y tres o cuatro cuadros de valor.
El silencio se
restableció.
Ni siquiera era roto
por el agradable tictac del reloj flamenco del vestíbulo.
Me di cuenta de que
acababan de robármelo y me puse de mal humor.
Escuche: cuando
regreso a casa, no hay una mujer que gruña, pero me besa durante un
minuto; ni la ruidosa bienvenida de un perro, ni la doble luz verde
de los ojos de un gato. En esta hora severa de la soledad, los sueños
maravillosos del whiskyme han abandonado en la esquina de una calle
con malos compañeros, y me siento feliz al volver a encontrarme con
mi amigo el reloj, que parlotea él solo en las profundas tinieblas
del pasillo.
-¡Ya-es-tás-a-quí!
¡Es-toy-muy-con-ten-to!
-¡Ya-es-tás-aquí!
¡Es-toy-muy-con-ten-to!
He intentado hacerle
decir otra cosa, pero no he tenido ningún éxito.
Mi cerebro y mi
frágil imaginación de las horas frías de la noche se se han negado
a adaptar otras palabras a su ritmo.
Y he aquí que este
amigo me lo han robado…
El primer peldaño
crujió bajo mi prudente pisada: entonces una voz susurró de nuevo;
luego, un objeto caído tintineó en su caída y se rompió con un
ruido acre.
En mi dormitorio hay
aparatos de luz de cristal de Bohemia y de Venecia. Estoy enamorado
de sus llamas silenciosas.
El fin lamentabla de
uno de mis cristales me oprime el corazón; pero no tuve tiempo de
reflexionar, porque el ruido seco de una pistola que se arma sonó en
el primer piso.
Escruté en vano las
sombras, un poco extrañado de que ninguna claridad viniese del ojo
de buey que destila sobre el descansillo el fulgor d euna lejana fila
de faroles.
Algo rozó
largamente la pared por encima de mí. Y no tuve tiempo más que de
evitar la barra roja de un disparo.
Sonó formidable
como una explosión. Un empujón de gas ardiendo me abofeteó y mi
sombrero recibió un papirotazo.
-¡Canallas!-
grité-. ¡Muéstrense!
Una nueva llama
alumbró la oscuridad.
Alzando mi revólver,
disparé en la dirección del disparo y un cuerpo cayó pesadamente
si lazar una queja.
* * *
En vano busqué al
tacto el conmutador de la luz, y recordé con disgusto que había
empleado mi última cerilla al querer encender la húmeda mezcla de
mi pipa.
Alcancé el
descansillo. Mi pie resbaló, untado en una masa grasosa y fofa.
Comprendí que algo horrible se hallaba delante de mí, algo hacia lo
que me agaché lentamente con angustia y disgusto.
¡Ah!…
Dos manos acababan
de agarrarme por el cuello.
* * *
Dos manos enormes,
heladas, duras como el acero.
En medio de un
silencio inmenso, sin gritos, sin odio, con un método y una
seguridad de máquina, apretaban mi cuello.
Mis vértebras
crujieron. Mi pecho se llenaba de plomo fundido. Extrañas luces
volteaban delante de mis ojos.
Comprendí que iba a
morir, pero en ese momento mi revólver se disparó solo.
El aire volvió de
nuevo a mis pulmones. Las manos habían dejado su presa.
Ahora un estertor
muy tenue se apagaba delante de mí, en el descansillo oscuro.
Muy suave…, muy
tenue…
Luego, volvió el
silencio y quedé dueño de toda la casa.
El silencio, la
noche, invisibles cadáveres, un incomprensible drama que yo acababa
de vivir a ciegas…
Fue el miedo quien
me saltó entonces sobre los hombros y me hizo correr, aullando,
hacia la puerta.
Cuando de un salto
alcancé el exterior, la “niebla” llegó.
En dos minuttos, la
bruma ocupó toda la calle. Pegándose a los callejones, embadurnando
las fachadas de una masa uniforme, ahogó mi voz que gritaba “¡Al
asesino!”; ponía, a empujones, una glacial pera de angustia en mi
garganta dolorida.
Corrí tras lejanas
formas humanas, que se fundían en la niebla cuando yo me acercaba a
ellas; llamé a las puertas, que permanecieron cerradas sobre sueños
obstinados.
Y no vi a nadie.
Nadie me oyó, y el silencio terrible de mi casa ensangrentada me
perseguía a través de la socarrona complicidad de la niebla.
* * *
Después de dos
horas de correr en vano, por una aurora sucia que lloraba el hollín
de millares de chimeneas, volví a encontrarme en el umbral de mi
trágica casa.
Cuando abría la
puerta, temblando ante la idea del espectáculo que las tinieblas
habían negado a mi vista, oí el tictac de mi reloj.
* * *
Allí estaba
moviendo gravemente su péndulo.
¡Ya-es-tás-a-quí!
¡Es-toy-muy-con-ten-to!
Ni en la escalera ni
en el descansilllo había ningún cadáver.
Y los cristales de
las ventanas me han favorecido con sus discretos colores de aurora,
de miel y de profundidades marinas.
Nada se había
movido en mi casita. Ni siquiera había la huella de un piececito
llena de sangre.
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
* * *
Pero mi sombrero
está agujereado por una bala.
En mi revólver hay
dos cartuchos descargados.
Mi cuello lleva las
huellas de unos dedos…, dedos helados, largos, monstruosamente
largos.
¡Dios!
* * *
Ahora que pido
consejo al whisky, me da un poco de clarividencia.
Me he equivocado de
calle, de puerta…, una llave abre miles de cerraduras…, ¡y hay
tantas calles semejantes!
¡Ah! ¡Ah! En un
barrio de Londres, que desconozco, en una calle que no sé cuál es,
en una casa desconocida, he matado a personas que jamás he visto y
de las que no sabré nunca nada.
-¡Camarero, whisky!
¡Muy bueno!
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