martes, 3 de enero de 2017

La noche de Camberwell. Jean Ray.

Oí, en el piso, abrirse una puerta con precaución y voces que murmuraban, asustadas. Saqué el revólver de la funda.
Había bebido una cantidad exagerada de whisky aquella noche, porque una espantosa humedad mojaba el ambiente y, además, sentía la añoranza de los días de sol y de las playas de agosto.
Había en la bar del Site “Enchanteur” una inmensa salamandra holandesa con ojos de mica de un rojo infernal, posada sobre el pavimento de arna blanca como azúcar, y un whisky que condenaría a San Antonio si, por azar, se hubiese paseado por el islote de barro que rodea la taberna.
Afuera, un travieso viento otoñal jugaba con los charcos de agua y las hojas secas… Por tanto, es comprensible que yo me quedara bebiendo hasta que Cavendish, el dueño, me pusiera, con una cortesía exquisita, pero con gran firmeza, en la puerta de su paraíso terrenal perfumado con los más miríficos alcoholes de Inglaterra y de Escocia.
Mi casita de Camberwell es fría y húmeda. Vivo allí completamente solo. Los champiñones simulan fantásticos tumores lívidos en las grietas; el paseo de las babosas inscribe todas las noches pacientes láminas de plata en las paredes. Pero eso no impide que yo sea rey en mi casa y que no ceda el paso a los ladrones atraídos por mis objetos de plata repujada y tres o cuatro cuadros de valor.
El silencio se restableció.
Ni siquiera era roto por el agradable tictac del reloj flamenco del vestíbulo.
Me di cuenta de que acababan de robármelo y me puse de mal humor.
Escuche: cuando regreso a casa, no hay una mujer que gruña, pero me besa durante un minuto; ni la ruidosa bienvenida de un perro, ni la doble luz verde de los ojos de un gato. En esta hora severa de la soledad, los sueños maravillosos del whiskyme han abandonado en la esquina de una calle con malos compañeros, y me siento feliz al volver a encontrarme con mi amigo el reloj, que parlotea él solo en las profundas tinieblas del pasillo.
-¡Ya-es-tás-a-quí! ¡Es-toy-muy-con-ten-to!
-¡Ya-es-tás-aquí! ¡Es-toy-muy-con-ten-to!
He intentado hacerle decir otra cosa, pero no he tenido ningún éxito.
Mi cerebro y mi frágil imaginación de las horas frías de la noche se se han negado a adaptar otras palabras a su ritmo.
Y he aquí que este amigo me lo han robado…
El primer peldaño crujió bajo mi prudente pisada: entonces una voz susurró de nuevo; luego, un objeto caído tintineó en su caída y se rompió con un ruido acre.
En mi dormitorio hay aparatos de luz de cristal de Bohemia y de Venecia. Estoy enamorado de sus llamas silenciosas.
El fin lamentabla de uno de mis cristales me oprime el corazón; pero no tuve tiempo de reflexionar, porque el ruido seco de una pistola que se arma sonó en el primer piso.
Escruté en vano las sombras, un poco extrañado de que ninguna claridad viniese del ojo de buey que destila sobre el descansillo el fulgor d euna lejana fila de faroles.
Algo rozó largamente la pared por encima de mí. Y no tuve tiempo más que de evitar la barra roja de un disparo.
Sonó formidable como una explosión. Un empujón de gas ardiendo me abofeteó y mi sombrero recibió un papirotazo.
-¡Canallas!- grité-. ¡Muéstrense!
Una nueva llama alumbró la oscuridad.
Alzando mi revólver, disparé en la dirección del disparo y un cuerpo cayó pesadamente si lazar una queja.


* * *


En vano busqué al tacto el conmutador de la luz, y recordé con disgusto que había empleado mi última cerilla al querer encender la húmeda mezcla de mi pipa.
Alcancé el descansillo. Mi pie resbaló, untado en una masa grasosa y fofa. Comprendí que algo horrible se hallaba delante de mí, algo hacia lo que me agaché lentamente con angustia y disgusto.
¡Ah!…
Dos manos acababan de agarrarme por el cuello.


* * *


Dos manos enormes, heladas, duras como el acero.
En medio de un silencio inmenso, sin gritos, sin odio, con un método y una seguridad de máquina, apretaban mi cuello.
Mis vértebras crujieron. Mi pecho se llenaba de plomo fundido. Extrañas luces volteaban delante de mis ojos.
Comprendí que iba a morir, pero en ese momento mi revólver se disparó solo.
El aire volvió de nuevo a mis pulmones. Las manos habían dejado su presa.
Ahora un estertor muy tenue se apagaba delante de mí, en el descansillo oscuro.
Muy suave…, muy tenue…
Luego, volvió el silencio y quedé dueño de toda la casa.
El silencio, la noche, invisibles cadáveres, un incomprensible drama que yo acababa de vivir a ciegas…
Fue el miedo quien me saltó entonces sobre los hombros y me hizo correr, aullando, hacia la puerta.
Cuando de un salto alcancé el exterior, la “niebla” llegó.
En dos minuttos, la bruma ocupó toda la calle. Pegándose a los callejones, embadurnando las fachadas de una masa uniforme, ahogó mi voz que gritaba “¡Al asesino!”; ponía, a empujones, una glacial pera de angustia en mi garganta dolorida.
Corrí tras lejanas formas humanas, que se fundían en la niebla cuando yo me acercaba a ellas; llamé a las puertas, que permanecieron cerradas sobre sueños obstinados.
Y no vi a nadie. Nadie me oyó, y el silencio terrible de mi casa ensangrentada me perseguía a través de la socarrona complicidad de la niebla.


* * *


Después de dos horas de correr en vano, por una aurora sucia que lloraba el hollín de millares de chimeneas, volví a encontrarme en el umbral de mi trágica casa.
Cuando abría la puerta, temblando ante la idea del espectáculo que las tinieblas habían negado a mi vista, oí el tictac de mi reloj.


* * *


Allí estaba moviendo gravemente su péndulo.
¡Ya-es-tás-a-quí! ¡Es-toy-muy-con-ten-to!
Ni en la escalera ni en el descansilllo había ningún cadáver.
Y los cristales de las ventanas me han favorecido con sus discretos colores de aurora, de miel y de profundidades marinas.
Nada se había movido en mi casita. Ni siquiera había la huella de un piececito llena de sangre.
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!


* * *


Pero mi sombrero está agujereado por una bala.
En mi revólver hay dos cartuchos descargados.
Mi cuello lleva las huellas de unos dedos…, dedos helados, largos, monstruosamente largos.
¡Dios!


* * *


Ahora que pido consejo al whisky, me da un poco de clarividencia.
Me he equivocado de calle, de puerta…, una llave abre miles de cerraduras…, ¡y hay tantas calles semejantes!
¡Ah! ¡Ah! En un barrio de Londres, que desconozco, en una calle que no sé cuál es, en una casa desconocida, he matado a personas que jamás he visto y de las que no sabré nunca nada.
-¡Camarero, whisky!

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