Pues, señor, érase, en un lugar llamado Villagañes, una viuda más
fea que el sargento de Utrera, que reventó de feo, más seca que un
espanto, más vieja que el andar a pie y más amarilla que la
epidemia. En cambio, tenía un genio tan maldito, que ni el mismo Job
lo hubiera aguantado.
Habíanle puesto por
apodo la tía Holofernes, y apenas asomaba la cabeza, cuando
todos los muchachos daban a huir. Era la tía Holofernes limpia como
el agua y hacendosa como una hormiga y, por lo tanto, no tenía poca
cruz con su hija Pánfila, la que, a la contra, era holgazana y tan
amiga del padre Quieto, que no la movía un terremoto. Así es que la
tía Holofernes empezaba riñendo con su hija cuando Dios echaba sus
luces y, cuando las recogía, aún duraba la fiesta.
– Eres floja como
el tabaco de Holanda –le decía–, y para sacarte de la cama se
necesita una yunta de bueyes. Huyes del trabajo como de la peste, y
te gusta más la ventana, chiquilla sinvergüenza, que a una mona.
Más enamorada eres que el tío Cupido, pero, o he de poder poco, o
has de andar más derecha que un huso y más ligera que el viento.
Pánfila, al oír
esto, se levantaba, bostezaba, se desperezaba y, cogiéndole las
vueltas a su madre, se iba a la puerta de la calle.
La tía Holofernes,
sin advertirlo, se ponía a barrer con una actividad desatinada,
acompañando el ruido de la escoba con monólogos de este tenor:
– En mis tiempos
las muchachas trabajaban como machos.
La escoba decía
chis, chis, chis.
– Vivían
recogidas como monjas.
Y la escoba: chis,
chis.
– Ahora son un
hato de locas, chis, chis; de haraganas, chis, chis; no piensan más
que en los novios, chis, chis; y éstos son un hato de perdidos.
La escoba seguía
otorgando con sus chis, chis.
Llegando a la sazón
cerca del zaguán, veía a la hija haciendo señas a un mozuelo y el
baile de la escoba terminada en un bien parado sobre las espaldas de
Pánfila, que obraba el milagro de hacerla correr. Enseguida se
dirigía la tía Holofernes, empuñando su escoba, a la puerta, pero
apenas se asomaba cuando su cabeza, produciendo el efecto
acostumbrado, hacía desaparecer tan ligero al pretendiente, que no
parecía sino que le habían salido alas a los pies.
– ¡Maldita
enamorada! –gritaba la madre– Te he de romper cuantos huesos
tienes en el cuerpo.
–¿Por qué?
¿Porque pretendo casarme?
–¿Qué dijiste?
¡Casarte, loca de atar! No en mis días.
–¿Pero usted no
se casó, señora, y mi abuela y mi bisabuela?
–Harto me pesa,
pues ello fue causa de que te pariera a ti, deslenguada; y ten
entendido que si yo me casé y se casó mi madre y mi abuela, no
quiero que te cases tú, ni mi nieta ni mi bisnieta, ¿lo has oído?
En estos suaves
coloquios pasaban la madre y la hija su vida, sin otro resultado que
ser la madre cada día más regañona y la hija cada día más
enamorada.
En una ocasión en
que la tía Holofernes estaba haciendo la colada y a punto de hervir
la lejía, hubo de llamar a su hija para que la ayudase a alzar la
caldera del fogón y a verter su contenido sobre la canasta de colar.
La hija la oía con
un oído, pero con el otro atendía una voz conocida que cantaba en
la calle:
Yo te quisiera
querer,
y tu madre no me
deja;
el demonio de la
vieja
en todo se ha de
meter.
Siendo para Pánfila
el pelar la pava una perspectiva más halagüeña que la caldera de
la lejía, dejó que se desgañotase su madre y acudió a la reja.
Entre tanto, viendo
la tía Holofernes que su hija no venía y que se le pasa la hora,
agarró sola la caldera para verter el caldo sobre la ropa y, como
era la buena mujer chica y de pocas fuerzas, la derramó y se abrasó
un pie. A los gritos desaforados que daba la tía Holofernes acudió
su hija.
– ¡Maldita,
remaldita, malditísima! –decía la tía Holofernes hecha un
basilisco– Enamorada de Barrabás, sin más pensamiento que el
casorio. ¡Permita Dios que te cases con el demonio!
Algún tiempo
después de esto se presentó un pretendiente, que era uno como
pocos: mozo, blanco, rubio, y bien portado, y con los bolsillos bien
provistos; no había pero que ponerle, y ninguno pudo hallar la tía
Holofernes en su arsenal de negativas. A Pánfila le faltaba poco
para volverse loca de alegría; hiciéronse, pues (con el debido
acompañamiento de regaños por parte de la futura suegra del novio),
los preparativos de la boda. Todo marchaba ligero, derecho y sin
tropiezo, como por un camino de hierro, cuando, sin saber por qué,
la voz del pueblo, voz que es como una personificación de la
conciencia, empezó a levantar una sorda reprobación contra el
forastero, a pesar de que éste se mostraba afable, humano, dadivoso,
hablaba bien y cantaba mejor, y apretaba entre sus blancas y
ensortijadas manos las negras y callosas de los gañanes.
Ellos, empero, no se
daban por honrados ni subyugados por tanta cortesía; su razón era
tan tosca, pero también tan fuerte y sólida, como sus manos.
–¡Por vía de
Sanes! –decía el tío Blas– ¿Pues no me llama ese usía mal
encarado señor Blas, como si yo presumiese de ser más de lo que
soy? ¿Qué te parece?
–¿Pues y a mí
qué? –respondió el tío Gil– ¡No me viene a dar la pata como
si tuviésemos algo qué freír juntos? ¿No me dice que soy
ciudadano, yo, que jamás he salido ni quiero salir de la aldea?
La tía Holofernes,
por un lado, mientras más miraba a su yerno, más lo miraba de
reojo. Parecíale que entre aquellos cabellos rubios inocentes y el
cráneo se interponían ciertas protuberancias de mala especie, y
recordaba con recelo aquella maldición que echó a su hija el día
de triste memoria en que averiguö a punto fijo lo que duele una
quemadura de lejía hirviendo.
Por fin llegó el
día de la boda. La tía Holofernes había hecho tortas y
reflexiones; las primeras, dulces; las segundas, amargas; una gran
olla podrida para la comida y un gran proyecto dañino para la cena;
había preparado un barril de vino generoso y un plan de conducta que
no lo era.
Cuando los novios se
iban a retirar a la cámara nupcial, llamó la tía Holofernes a su
hija y le dijo:
–Cuando estén
ustedes recogidos en su aposento, cierra bien todas las puertas y
ventanas, tapa todas las rendijas y no dejes sin tapar sino
únicamente el agujero de la llave. Toma enseguida una rama de olivo
bendito y ponte a pegar con ella a tu marido hasta que yo te avise;
esta ceremonia es de cajón en todas las bodas y significa que en la
alcoba manda la mujer, y sirve para sancionar y establecer ese mando.
Pánfila, obediente
por primera vez a su madre, hizo todo lo que había prescrito la
pícara vieja.
Apenas vio el novio
la rama de olivo bendito en manos de su mujer, echó a huir
precipitadamente. Pero, como hallase puertas y ventanas cerradas y
las rendijas tapadas, no viendo más escapatoria que el agujero de la
llave, se coló por él como por una puerta cochera; porque habrán
ustedes caído, así como lo sospechó la tía Holofernes, en que
aquel mozo tan rubio y blanco y tan bien hablado era ni más ni menos
que el diablo en persona, el cual, usando el derecho que le daba el
anatema que contra su hija lanzó la tía Holofernes, quería
regalarse con los obsequios y regocijos de una boda, cargando luego
con su mujer, haciendo así en beneficio propio lo que tantos maridos
le suplicaban hiciese en el de ellos.
Pero este señor, a
pesar de que sabe mucho, según la fama, había dado con una suegra
que sabía más que él (y no es la tía Holofernes el único
ejemplar de esta especie), Así, apenas entró su señoría en el
agujero de la llave, dándose el parabién de haber hallado, como
siempre, la escapatoria, cuando se encontró preso en una redoma que
su prevenida suegra tenía aplicada por fuera al agujero de la llave,
y no bien estuvo dentro, cuando la vieja tapó la vasija
herméticamente; rogábale el yerno con las voces más tiernas y las
súplicas más humildes, con los ademanes más patéticos, que le
diese carta de libertad. Hacíale presente cuánto faltaba con
aquella arbitrariedad al derecho de gentes, con aquel despotismo a la
Constitución. Pero a la tía Holofernes no la embaucaba el diablo,
ni la desconcertaban arengas, ni la imponían palabrotas y así “no
hubo tu tía”; cargó con la redoma y su contenido, se fue a un
monte y, trepando, trepando, con vigor, llegó a su elevada cima,
escarpada y solitaria, donde depositó la redoma porque le sirviese
de cresta, y se alejó amenazando a su yerno con el puño cerrado a
guisa de despedida.
Allí permaneció su
señoría diez años. ¡Qué diez años, señores! El mundo estaba
como una balsa de aceite: cada cual atendía a lo suyo, sin meterse
en lo que no le competía; nadie deseaba el puesto, ni la mujer, ni
la propiedad ajena; el robo vino a ser una palabra sin significado;
las armas enmohecieron; la pólvora se consumió sólo en fuegos
artificiales; los locos no pasaron de divertidos; las cárceles se
vieron vacías; en fin, en esa década del Siglo de Oro no acaeció
sino un solo deplorable evento… Los abogados murieron de hambre y
de silencio.
Más, ¡ay!, tan
feliz estado había de tener fin; todo lo que tiene en este mundo,
menos los discursos de algunos elocuentes padres de la patria. El fin
de la envidiable decena fue del modo siguiente:
Un soldado llamado
Briones había obtenido licencia para ir por unos días a su pueblo,
que lo era Villagañanes. Seguía aquél un camino que rodeaba el
encumbrado monte sobre cuya cúspide estaba el yerno de la tía
Holofernes, renegando de todas las suegras, presentes, pasadas y
futuras, prometiéndose a sí mismo acabar con esa clase viperina
cuando reconquistase su poder, valiéndose para este fin de un medio
sencillo: el de abolir el matrimonio; entre tanto, pasaba el tiempo
en componer y recitar sátiras contra la invención de la colada.
Llegado al pie del
monte, Briones, que según lo decía su apellido tenía bríos
aumentativos, no quiso echarse a un lado, como lo hacía el camino,
sino que siguió derecho, asegurando a los arrieros que venían con
él que si el monte no se le quitaba de delante pasaría por encima
de él, aunque fuese tan alto que le costara descalabrarse contra las
bóvedas del cielo.
Llegado arriba,
quedóse Briones admirado al ver aquella redoma que a manera de
verruga llevaba el monte en las narices. Cogióla, miróla al
trasluz, y al percibir al diablo, que con los años, el encierro y
ayuno, los rayos del sol y la tristeza se había quedado tan
consumido y amojamado como una ciruela pasa, exclamó asombrado:
–¿Qué bicho, qué
mal engendro, qué fenómeno es éste?
– Soy un honrado y
benemérito diablo, mejorando lo presente –contestó humilde y
cortésmente el encerrado-; la perversidad de una traidora suegra,
que en mis garras caiga, me tiene aquí encerrado hace diez años;
libértame, valiente guerrero, y te otorgaré el favor que me pidas.
–Quiero mi
licencia –respondió Briones sin vacilar.
–La tendrás; pero
destapa, destapa pronto, que es una monstruosa anomalía tener
arrinconado en este tiempo de revoluciones al primer revolucionario
del mundo.
Briones sacó un
poco el tapón y salió de la redoma un vapor mefítico que le subió
al cerebro. Estornudó, y enseguida se apresuró a volver a apretar
el tapón con la mano extendida, dando una furiosa palmada, de modo
que el corcho se hundió de pronto, estrujando al preso, que dio un
grito de rabia y dolor.
–¿Qué haces, vil
gusano terrestre, más malo y pérfido que mi suegra? – exclamó.
– Es –respondió
Briones– que pongo otra condición en nuestro trato; me parece que
el servicio que voy a hacerte lo vale.
–¿Y cuál es esa
condición, pesado libertador? –preguntó el diablo.
–Quiero por tu
rescate cuatro duros diarios mientras yo viva. Piénsalo, pues ésta
sí que es la de dentro o fuera.
–Por Satanás, por
Lucifer, por Belcebú –exclamó el diablo-, miserable, avariento,
no tengo dinero.
–¡Oh! –repuso
Briones. ¡Vaya una respuesta para un señorón como tú! Ésa es,
compadre, respuesta de ministro. Ni te pega ni me conviene a mí.
–Pues ya que no me
crees –dijo el diablo–, déjame salir y te ayudaré a
procurártelo como he hecho con muchos otros; eso es lo que puedo
hacer por ti. Suéltame, con mil de los míos; suéltame.
–Poco a poco
–contestó el soldado–; nadie nos corre, y maldita la falta que
haces en el mundo. Ten entendido que te he de tener agarrado por la
cola hasta que me cumplas lo prometido, y si no, no hay nada de lo
dicho.
–¿No te fías de
mí, insolente? –gritó el diablo.
–No –respondió
Briones.
–Lo que me pides
es contra mi dignidad –dijo el preso con toda la arrogancia que
podía demostrar una ciruela pasa.
–Pues me voy –dijo
Briones.
–Agur –dijo el
diablo, por no decir adiós.
Pero viendo que
Briones se alejaba, empezó el preso a dar desaforadas vueltas por la
redoma, llamando a gritos al soldado.
–Vuelve, vuelve,
amigo querido –decía. Y para sí añadía: “¡Que no te cogiera
un toro de cuatro años, truhán, desalmado!” Pero seguía
gritando: “Ven, ven, benéfica criatura, libértame y agárrame por
la cola o por las narices, guerrero benemérito”. Y seguía
murmurando: “De mi cuenta queda vengarme, soldado perverso; y si no
puedo lograrlo haciéndote yerno de la tía Holofernes, he de hacer
que ardáis cara a cara en la misma hoguera, o he de poder poco.”
Al ver las súplicas
del diablo, volvió Briones y destapó la redoma. Salió el yerno de
la tía Holofernes como un pollo del cascarón, sacando primero la
cabeza y sucesivamente todo el cuerpo y por último la cola, de que
se asió Briones, por más que quiso encogerla el rabudo.
Después que el ex
preso, que estaba bastante entumecido, se sacudió y desperezó,
estirando bien los brazos y las piernas, se pusieron en camino para
la corte, raneando el diablo por delante y siguiéndole el soldado
llevando la cola bien cogida con sus manos.
Llegados que fueron
a la corte, díjole el diablo a su libertador:
–Voy a meterme en
el cuerpo de la princesa, a quien el rey su padre quiere con extremo,
y la daré tales dolores que ningún médico los sepa curar; te
presentarás tú entonces ofreciéndote a curarla, mediante la
recompensa de cuatro duros diarios, y saldré; al punto se aliviará
y nuestras cuentas quedarán saldadas.
Todo sucedió según
lo había arreglado y previsto el diablo; pero no acertó a prever
que al quererse marchar de Briones lo agarró por la cola y le dijo:
–Bien pensado,
señor, son cuatro duros una mezquindad indigna de vos, de mí y del
servicio que os he prestado. Buscad medio de mostraros más generoso.
Eso os hará honor en el mundo, donde, perdonad mi franqueza, no
gozáis de la mejor opinión.
“¡Que no pueda yo
cargar contigo! –dijo para sí el demonio-. Pero estoy tan débil y
tan entumecido que ni puedo conmigo mismo. ¡Tengo, pues, que tener
paciencia, eso que los hombres llaman una virtud! ¡Oh! Ya comprendo
por qué vienen tantos a mi poder: por no haberla practicado. Anda,
pues, maldito de cocer, anda, que de la horca has de venir a la
caldera, donde todo saldrá a la colada. Vamos a Nápoles, ya que me
es preciso ceder para libertar mi rabo, del que no me desprendo
porque no me es posible. Vamos, y nos valdremos del arbitrio de antes
para saciar tu codicia.”
Todo salió a la
medida de su deseo. La princesa de Nápoles se revolvía convulsa de
dolores en su lecho. El rey estaba en la mayor aflicción.
Presentóse Briones
con la arrogancia del que sabe que el diablo le ayuda. El rey admitió
sus servicios, pero puso una condición, que fue que si en tres días
no curaba a la princesa, como ofrecía hacerlo con tanta seguridad,
sería el presuntuoso doctor ahorcado. Briones, seguro del buen
éxito, no puso la menor objeción.
Por desgracia oyó
el diablo el trato y dio un brinco de alegría la ver cómo se le
venía a las manos la ocasión de vengarse.
El brinco del diablo
causó a la princesa tales dolores que gritó se llevasen al médico.
Al día siguiente se
repitió la misma escena. Briones conoció entonces que el diablo
hacía de las suyas y que su intención era dejarle ahorcar.
Pero Briones no era
hombre que perdía la cabeza.
Al tercer día,
cuando el presunto médico llegó, estaban levantando la horca frente
a la puerta del mismo palacio.
Al entrar en la
estancia de la princesa redoblaron los dolores de la paciente y se
puso a gritar que echasen fuera a aquel curandero impostor.
–Todavía no se
han agotado todos mis recursos –dijo Briones con gravedad–;
dígnese vuestra alteza aguardar un rato.
Salió enseguida y
dio orden en nombre de la princesa que repicasen todas las campanas
de la ciudad. Cuando volvió a la estancia real, el diablo, que
aborrece de muerte el sonido de las campanas y que además es
curioso, preguntó a Briones:
–¿A qué santo es
el repique?
–Repican
–respondió el soldado- por la llegada de vuestra suegra, que he
mandado llamar.
Apenas oyó el
diablo que llegaba su suegra, cuando echó a huir con tal rapidez que
ni un rayo de sol le hubiese alcanzado.
Ufano como un gallo,
pero más feliz que el de Morón, se quedó Briones cacareando y con
plumas.
buena historia
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