domingo, 27 de octubre de 2019

La suegra del diablo. Fernán Caballero, (Cecilia Böhl de Faber).

Pues, señor, érase, en un lugar llamado Villagañes, una viuda más fea que el sargento de Utrera, que reventó de feo, más seca que un espanto, más vieja que el andar a pie y más amarilla que la epidemia. En cambio, tenía un genio tan maldito, que ni el mismo Job lo hubiera aguantado.
Habíanle puesto por apodo la tía Holofernes, y apenas asomaba la cabeza, cuando todos los muchachos daban a huir. Era la tía Holofernes limpia como el agua y hacendosa como una hormiga y, por lo tanto, no tenía poca cruz con su hija Pánfila, la que, a la contra, era holgazana y tan amiga del padre Quieto, que no la movía un terremoto. Así es que la tía Holofernes empezaba riñendo con su hija cuando Dios echaba sus luces y, cuando las recogía, aún duraba la fiesta.
– Eres floja como el tabaco de Holanda –le decía–, y para sacarte de la cama se necesita una yunta de bueyes. Huyes del trabajo como de la peste, y te gusta más la ventana, chiquilla sinvergüenza, que a una mona. Más enamorada eres que el tío Cupido, pero, o he de poder poco, o has de andar más derecha que un huso y más ligera que el viento.
Pánfila, al oír esto, se levantaba, bostezaba, se desperezaba y, cogiéndole las vueltas a su madre, se iba a la puerta de la calle.
La tía Holofernes, sin advertirlo, se ponía a barrer con una actividad desatinada, acompañando el ruido de la escoba con monólogos de este tenor:
– En mis tiempos las muchachas trabajaban como machos.
La escoba decía chis, chis, chis.
– Vivían recogidas como monjas.
Y la escoba: chis, chis.
– Ahora son un hato de locas, chis, chis; de haraganas, chis, chis; no piensan más que en los novios, chis, chis; y éstos son un hato de perdidos.
La escoba seguía otorgando con sus chis, chis.
Llegando a la sazón cerca del zaguán, veía a la hija haciendo señas a un mozuelo y el baile de la escoba terminada en un bien parado sobre las espaldas de Pánfila, que obraba el milagro de hacerla correr. Enseguida se dirigía la tía Holofernes, empuñando su escoba, a la puerta, pero apenas se asomaba cuando su cabeza, produciendo el efecto acostumbrado, hacía desaparecer tan ligero al pretendiente, que no parecía sino que le habían salido alas a los pies.
– ¡Maldita enamorada! –gritaba la madre– Te he de romper cuantos huesos tienes en el cuerpo.
–¿Por qué? ¿Porque pretendo casarme?
–¿Qué dijiste? ¡Casarte, loca de atar! No en mis días.
–¿Pero usted no se casó, señora, y mi abuela y mi bisabuela?
–Harto me pesa, pues ello fue causa de que te pariera a ti, deslenguada; y ten entendido que si yo me casé y se casó mi madre y mi abuela, no quiero que te cases tú, ni mi nieta ni mi bisnieta, ¿lo has oído?
En estos suaves coloquios pasaban la madre y la hija su vida, sin otro resultado que ser la madre cada día más regañona y la hija cada día más enamorada.
En una ocasión en que la tía Holofernes estaba haciendo la colada y a punto de hervir la lejía, hubo de llamar a su hija para que la ayudase a alzar la caldera del fogón y a verter su contenido sobre la canasta de colar.
La hija la oía con un oído, pero con el otro atendía una voz conocida que cantaba en la calle:


Yo te quisiera querer,
y tu madre no me deja;
el demonio de la vieja
en todo se ha de meter.


Siendo para Pánfila el pelar la pava una perspectiva más halagüeña que la caldera de la lejía, dejó que se desgañotase su madre y acudió a la reja.
Entre tanto, viendo la tía Holofernes que su hija no venía y que se le pasa la hora, agarró sola la caldera para verter el caldo sobre la ropa y, como era la buena mujer chica y de pocas fuerzas, la derramó y se abrasó un pie. A los gritos desaforados que daba la tía Holofernes acudió su hija.
– ¡Maldita, remaldita, malditísima! –decía la tía Holofernes hecha un basilisco– Enamorada de Barrabás, sin más pensamiento que el casorio. ¡Permita Dios que te cases con el demonio!
Algún tiempo después de esto se presentó un pretendiente, que era uno como pocos: mozo, blanco, rubio, y bien portado, y con los bolsillos bien provistos; no había pero que ponerle, y ninguno pudo hallar la tía Holofernes en su arsenal de negativas. A Pánfila le faltaba poco para volverse loca de alegría; hiciéronse, pues (con el debido acompañamiento de regaños por parte de la futura suegra del novio), los preparativos de la boda. Todo marchaba ligero, derecho y sin tropiezo, como por un camino de hierro, cuando, sin saber por qué, la voz del pueblo, voz que es como una personificación de la conciencia, empezó a levantar una sorda reprobación contra el forastero, a pesar de que éste se mostraba afable, humano, dadivoso, hablaba bien y cantaba mejor, y apretaba entre sus blancas y ensortijadas manos las negras y callosas de los gañanes.
Ellos, empero, no se daban por honrados ni subyugados por tanta cortesía; su razón era tan tosca, pero también tan fuerte y sólida, como sus manos.
–¡Por vía de Sanes! –decía el tío Blas– ¿Pues no me llama ese usía mal encarado señor Blas, como si yo presumiese de ser más de lo que soy? ¿Qué te parece?
–¿Pues y a mí qué? –respondió el tío Gil– ¡No me viene a dar la pata como si tuviésemos algo qué freír juntos? ¿No me dice que soy ciudadano, yo, que jamás he salido ni quiero salir de la aldea?
La tía Holofernes, por un lado, mientras más miraba a su yerno, más lo miraba de reojo. Parecíale que entre aquellos cabellos rubios inocentes y el cráneo se interponían ciertas protuberancias de mala especie, y recordaba con recelo aquella maldición que echó a su hija el día de triste memoria en que averiguö a punto fijo lo que duele una quemadura de lejía hirviendo.
Por fin llegó el día de la boda. La tía Holofernes había hecho tortas y reflexiones; las primeras, dulces; las segundas, amargas; una gran olla podrida para la comida y un gran proyecto dañino para la cena; había preparado un barril de vino generoso y un plan de conducta que no lo era.
Cuando los novios se iban a retirar a la cámara nupcial, llamó la tía Holofernes a su hija y le dijo:
–Cuando estén ustedes recogidos en su aposento, cierra bien todas las puertas y ventanas, tapa todas las rendijas y no dejes sin tapar sino únicamente el agujero de la llave. Toma enseguida una rama de olivo bendito y ponte a pegar con ella a tu marido hasta que yo te avise; esta ceremonia es de cajón en todas las bodas y significa que en la alcoba manda la mujer, y sirve para sancionar y establecer ese mando.
Pánfila, obediente por primera vez a su madre, hizo todo lo que había prescrito la pícara vieja.
Apenas vio el novio la rama de olivo bendito en manos de su mujer, echó a huir precipitadamente. Pero, como hallase puertas y ventanas cerradas y las rendijas tapadas, no viendo más escapatoria que el agujero de la llave, se coló por él como por una puerta cochera; porque habrán ustedes caído, así como lo sospechó la tía Holofernes, en que aquel mozo tan rubio y blanco y tan bien hablado era ni más ni menos que el diablo en persona, el cual, usando el derecho que le daba el anatema que contra su hija lanzó la tía Holofernes, quería regalarse con los obsequios y regocijos de una boda, cargando luego con su mujer, haciendo así en beneficio propio lo que tantos maridos le suplicaban hiciese en el de ellos.
Pero este señor, a pesar de que sabe mucho, según la fama, había dado con una suegra que sabía más que él (y no es la tía Holofernes el único ejemplar de esta especie), Así, apenas entró su señoría en el agujero de la llave, dándose el parabién de haber hallado, como siempre, la escapatoria, cuando se encontró preso en una redoma que su prevenida suegra tenía aplicada por fuera al agujero de la llave, y no bien estuvo dentro, cuando la vieja tapó la vasija herméticamente; rogábale el yerno con las voces más tiernas y las súplicas más humildes, con los ademanes más patéticos, que le diese carta de libertad. Hacíale presente cuánto faltaba con aquella arbitrariedad al derecho de gentes, con aquel despotismo a la Constitución. Pero a la tía Holofernes no la embaucaba el diablo, ni la desconcertaban arengas, ni la imponían palabrotas y así “no hubo tu tía”; cargó con la redoma y su contenido, se fue a un monte y, trepando, trepando, con vigor, llegó a su elevada cima, escarpada y solitaria, donde depositó la redoma porque le sirviese de cresta, y se alejó amenazando a su yerno con el puño cerrado a guisa de despedida.
Allí permaneció su señoría diez años. ¡Qué diez años, señores! El mundo estaba como una balsa de aceite: cada cual atendía a lo suyo, sin meterse en lo que no le competía; nadie deseaba el puesto, ni la mujer, ni la propiedad ajena; el robo vino a ser una palabra sin significado; las armas enmohecieron; la pólvora se consumió sólo en fuegos artificiales; los locos no pasaron de divertidos; las cárceles se vieron vacías; en fin, en esa década del Siglo de Oro no acaeció sino un solo deplorable evento… Los abogados murieron de hambre y de silencio.
Más, ¡ay!, tan feliz estado había de tener fin; todo lo que tiene en este mundo, menos los discursos de algunos elocuentes padres de la patria. El fin de la envidiable decena fue del modo siguiente:
Un soldado llamado Briones había obtenido licencia para ir por unos días a su pueblo, que lo era Villagañanes. Seguía aquél un camino que rodeaba el encumbrado monte sobre cuya cúspide estaba el yerno de la tía Holofernes, renegando de todas las suegras, presentes, pasadas y futuras, prometiéndose a sí mismo acabar con esa clase viperina cuando reconquistase su poder, valiéndose para este fin de un medio sencillo: el de abolir el matrimonio; entre tanto, pasaba el tiempo en componer y recitar sátiras contra la invención de la colada.
Llegado al pie del monte, Briones, que según lo decía su apellido tenía bríos aumentativos, no quiso echarse a un lado, como lo hacía el camino, sino que siguió derecho, asegurando a los arrieros que venían con él que si el monte no se le quitaba de delante pasaría por encima de él, aunque fuese tan alto que le costara descalabrarse contra las bóvedas del cielo.
Llegado arriba, quedóse Briones admirado al ver aquella redoma que a manera de verruga llevaba el monte en las narices. Cogióla, miróla al trasluz, y al percibir al diablo, que con los años, el encierro y ayuno, los rayos del sol y la tristeza se había quedado tan consumido y amojamado como una ciruela pasa, exclamó asombrado:
–¿Qué bicho, qué mal engendro, qué fenómeno es éste?
– Soy un honrado y benemérito diablo, mejorando lo presente –contestó humilde y cortésmente el encerrado-; la perversidad de una traidora suegra, que en mis garras caiga, me tiene aquí encerrado hace diez años; libértame, valiente guerrero, y te otorgaré el favor que me pidas.
–Quiero mi licencia –respondió Briones sin vacilar.
–La tendrás; pero destapa, destapa pronto, que es una monstruosa anomalía tener arrinconado en este tiempo de revoluciones al primer revolucionario del mundo.
Briones sacó un poco el tapón y salió de la redoma un vapor mefítico que le subió al cerebro. Estornudó, y enseguida se apresuró a volver a apretar el tapón con la mano extendida, dando una furiosa palmada, de modo que el corcho se hundió de pronto, estrujando al preso, que dio un grito de rabia y dolor.
–¿Qué haces, vil gusano terrestre, más malo y pérfido que mi suegra? – exclamó.
– Es –respondió Briones– que pongo otra condición en nuestro trato; me parece que el servicio que voy a hacerte lo vale.
–¿Y cuál es esa condición, pesado libertador? –preguntó el diablo.
–Quiero por tu rescate cuatro duros diarios mientras yo viva. Piénsalo, pues ésta sí que es la de dentro o fuera.
–Por Satanás, por Lucifer, por Belcebú –exclamó el diablo-, miserable, avariento, no tengo dinero.
–¡Oh! –repuso Briones. ¡Vaya una respuesta para un señorón como tú! Ésa es, compadre, respuesta de ministro. Ni te pega ni me conviene a mí.
–Pues ya que no me crees –dijo el diablo–, déjame salir y te ayudaré a procurártelo como he hecho con muchos otros; eso es lo que puedo hacer por ti. Suéltame, con mil de los míos; suéltame.
–Poco a poco –contestó el soldado–; nadie nos corre, y maldita la falta que haces en el mundo. Ten entendido que te he de tener agarrado por la cola hasta que me cumplas lo prometido, y si no, no hay nada de lo dicho.
–¿No te fías de mí, insolente? –gritó el diablo.
–No –respondió Briones.
–Lo que me pides es contra mi dignidad –dijo el preso con toda la arrogancia que podía demostrar una ciruela pasa.
–Pues me voy –dijo Briones.
–Agur –dijo el diablo, por no decir adiós.
Pero viendo que Briones se alejaba, empezó el preso a dar desaforadas vueltas por la redoma, llamando a gritos al soldado.
–Vuelve, vuelve, amigo querido –decía. Y para sí añadía: “¡Que no te cogiera un toro de cuatro años, truhán, desalmado!” Pero seguía gritando: “Ven, ven, benéfica criatura, libértame y agárrame por la cola o por las narices, guerrero benemérito”. Y seguía murmurando: “De mi cuenta queda vengarme, soldado perverso; y si no puedo lograrlo haciéndote yerno de la tía Holofernes, he de hacer que ardáis cara a cara en la misma hoguera, o he de poder poco.”
Al ver las súplicas del diablo, volvió Briones y destapó la redoma. Salió el yerno de la tía Holofernes como un pollo del cascarón, sacando primero la cabeza y sucesivamente todo el cuerpo y por último la cola, de que se asió Briones, por más que quiso encogerla el rabudo.
Después que el ex preso, que estaba bastante entumecido, se sacudió y desperezó, estirando bien los brazos y las piernas, se pusieron en camino para la corte, raneando el diablo por delante y siguiéndole el soldado llevando la cola bien cogida con sus manos.
Llegados que fueron a la corte, díjole el diablo a su libertador:
–Voy a meterme en el cuerpo de la princesa, a quien el rey su padre quiere con extremo, y la daré tales dolores que ningún médico los sepa curar; te presentarás tú entonces ofreciéndote a curarla, mediante la recompensa de cuatro duros diarios, y saldré; al punto se aliviará y nuestras cuentas quedarán saldadas.
Todo sucedió según lo había arreglado y previsto el diablo; pero no acertó a prever que al quererse marchar de Briones lo agarró por la cola y le dijo:
–Bien pensado, señor, son cuatro duros una mezquindad indigna de vos, de mí y del servicio que os he prestado. Buscad medio de mostraros más generoso. Eso os hará honor en el mundo, donde, perdonad mi franqueza, no gozáis de la mejor opinión.
“¡Que no pueda yo cargar contigo! –dijo para sí el demonio-. Pero estoy tan débil y tan entumecido que ni puedo conmigo mismo. ¡Tengo, pues, que tener paciencia, eso que los hombres llaman una virtud! ¡Oh! Ya comprendo por qué vienen tantos a mi poder: por no haberla practicado. Anda, pues, maldito de cocer, anda, que de la horca has de venir a la caldera, donde todo saldrá a la colada. Vamos a Nápoles, ya que me es preciso ceder para libertar mi rabo, del que no me desprendo porque no me es posible. Vamos, y nos valdremos del arbitrio de antes para saciar tu codicia.”
Todo salió a la medida de su deseo. La princesa de Nápoles se revolvía convulsa de dolores en su lecho. El rey estaba en la mayor aflicción.
Presentóse Briones con la arrogancia del que sabe que el diablo le ayuda. El rey admitió sus servicios, pero puso una condición, que fue que si en tres días no curaba a la princesa, como ofrecía hacerlo con tanta seguridad, sería el presuntuoso doctor ahorcado. Briones, seguro del buen éxito, no puso la menor objeción.
Por desgracia oyó el diablo el trato y dio un brinco de alegría la ver cómo se le venía a las manos la ocasión de vengarse.
El brinco del diablo causó a la princesa tales dolores que gritó se llevasen al médico.
Al día siguiente se repitió la misma escena. Briones conoció entonces que el diablo hacía de las suyas y que su intención era dejarle ahorcar.
Pero Briones no era hombre que perdía la cabeza.
Al tercer día, cuando el presunto médico llegó, estaban levantando la horca frente a la puerta del mismo palacio.
Al entrar en la estancia de la princesa redoblaron los dolores de la paciente y se puso a gritar que echasen fuera a aquel curandero impostor.
–Todavía no se han agotado todos mis recursos –dijo Briones con gravedad–; dígnese vuestra alteza aguardar un rato.
Salió enseguida y dio orden en nombre de la princesa que repicasen todas las campanas de la ciudad. Cuando volvió a la estancia real, el diablo, que aborrece de muerte el sonido de las campanas y que además es curioso, preguntó a Briones:
–¿A qué santo es el repique?
–Repican –respondió el soldado- por la llegada de vuestra suegra, que he mandado llamar.
Apenas oyó el diablo que llegaba su suegra, cuando echó a huir con tal rapidez que ni un rayo de sol le hubiese alcanzado.
Ufano como un gallo, pero más feliz que el de Morón, se quedó Briones cacareando y con plumas.

 

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