viernes, 18 de octubre de 2019

Brasas de agosto. Luis Mateo Díez

Era don Severino. Tuve de golpe la certeza de que era él aunque algo raro desorientaba su rostro en la fugaz aparición medida en el instante que tardó en pasar ante el ventanal de la cafetería, a cuya vera estaba yo sentado con el periódico en la mano derecha y la copa en la izquierda.
La súbita emoción del reconocimiento me dejó paralizado, pero reaccioné en seguida. De pronto se agolparon los recuerdos y aquella inmóvil y aletargada tarde de agosto comenzaba a remover sus estancadas aguas.
Salí a la puerta de la cafetería y le observé caminar de espaldas, apenas unos segundos antes de llamarlo. En ese momento iba a dar la vuelta a la esquina y giró la cabeza con un sobresalto que llegó a paralizarlo.
Entonces supe que era definitivamente él, y que lo que desorientaba su rostro no era otra cosa que la calva galopante que había barrido su frente hacia las alturas, dejando dos abultados mechones en los laterales.
-¿Cervino? -comenzó a preguntar mientras se acercaba, tras un instante de desconcierto-. Eres Cervino -corroboró, contagiado por la sonrisa con que yo confirmaba su descubrimiento.
-Soy Cervino, don Seve -le dije, tomando entre las mías su mano temblorosa, que parecía dudar en tenderme. Y algo de aquel escurrido sudor del confesonario reverdeció en su palma como una huella cuaresmal.
Nos sentamos en la cafetería y hubo un largo momento en el que nos estuvimos requiriendo torpemente, con esas atropelladas informaciones de quienes todavía no superaron la sorpresa de un encuentro tan inesperado, incapacitados para retomar sin mayores dilaciones la antigua confianza que acaso el tiempo diluyó.
-Diez años -confirmaba don Severino, como si de repente hubiese tomado conciencia exacta de su ausencia. Y yo lo observaba, respetando los silencios en que se quedaba momentáneamente abstraído, viendo tras el ventanal la fuente esquilmada de la plaza, la lluvia de fuego que barría las aceras esparciendo las pavesas de polvo.
Había pedido un coñac con hielo, que era lo que yo tomaba, y me agradecía que le hubiese llamado: en realidad había sucumbido a la tentación de un regreso efímero, apenas unas horas entre un tren y otro tren, convencido de que nadie en la ciudad iba a reconocerlo, tal vez llevado por alguna de esas amargas nostalgias que son como espinas que hay que arrancar.
-Y ya ves -decía-, una tarde como esta que no hay quien se mueva, tantos años después, y sólo hago que llegar y alguien me llama a la vuelta de la primera esquina.
-Yo soy de los que la familia abandona todo el verano. Y aquí me quedo escoltando esta ciudad vacía. Pero no se crea que me quejo. El despacho me lo administro a mi aire.
De aquellos diez años llevaba don Severino Caso siete en Puerto Rico, de profesor en la Universidad de San Juan. Regresaba ahora, por primera vez, para participar en un congreso y dispuesto a tentar alguna cosa para poder quedarse en España. Era una información que coincidía vagamente con lo que yo sabía, con lo que en la ciudad se había comentado en los meses que siguieron a la huida.
-Llega un momento en que hay que decidirse: o te quedas o vuelves. No hay nada peor que ir dejando pasar el tiempo sin resolver. Se engaña uno a sí mismo.
Repetimos las copas. Aquella inmediata imagen de don Severino, discreto en su atuendo veraniego, coronado por la calva, el vientre bastante pronunciado, tan sonriente y apacible como en tantas tardes de latín y filosofía en la Academia Regueral, se mezclaba en el asalto del recuerdo con su figura más espigada , juvenil, siempre con la dulleta impoluta, la teja en la mano como un engorroso objeto que hay que transportar por obligación, una escueta elegancia especialmente vertida en los largos y solitarios paseos dominicales.
-Me apetece dar una vuelta por ahí -dijo al cabo de un rato y pude entender con facilidad que me estaba pidiendo que le acompañara.
-Todo sigue lo mismo -comenté, invadido por cierta sensación de apuro, como si de pronto presintiese que la casualidad de aquel encuentro me conduciría en seguida a la complicidad de las confidencias.
Don Severino vació la copa e hizo tintinear el hielo en el cristal antes de depositarla en la mesa.
-Solo no voy a perderme, Cervino, confesó-, pero después de tantos años se agradece que alguien te eche una mano. No sabes lo que me alegra volver a verte.
Me había palmeado el brazo cuando salimos al resplandor polvoriento de la hoguera, y yo sentí el gesto paralelo de su saludo en aquellos años enterrados, y hasta pude resucitar el aroma de alguna discreta lavanda en el tejido de la sotana.
-¿Qué es de mi hermano? -inquirió, dejando resbalar la pregunta cuando comenzábamos a caminar por la acera abrasada.
-Doro sigue con lo suyo. Apenas lo veo.
-Vamos hasta la ferretería -decidió.
Me detuve un instante, lo justo para que él percibiese la mezcla de indecisión y temor, lo justo también para que yo me reconociera, una vez más, como tantas en mi vida, en esta situación de indefectible embarcado que tan vanamente orienta mi destino.
-No quiero verle ni hablar con él -dijo don Severino, volviendo a palmearme en el brazo-. Sólo pretendo echarle una ojeada, aunque sea de lejos, a la ferretería. Y a ser posible darle un beso a Luisina.
Avanzó unos pasos y metió las manos en los bolsillos del pantalón, al tiempo que alzaba el rostro para distinguir el perfil aéreo de las viejas casas de la plaza entre las llamas. Recordé la torcida indignación de Doro en tantas noches alteradas, por las cantinas donde maltrataba la úlcera. Aquellas maldiciones al hermano huido que había sembrado de ignominia a toda la familia. Aunque la últimas borracheras de Doro, que yo conocía, databan, por lo menos, de hacía seis años.
-Don Seve -le llamé, sin salir de mi indecisión-, yo no sé de lo que usted está al tanto. Son diez años los que han pasado.
Me miró con un gesto comprensivo y desolado, como dando a entender que la medida del tiempo, y las desgracias que podían envolverlo, estaban aceptadas con el mismo designio de la ausencia y la distancia irremediables.
-Sé que mi madre murió al año siguiente de irme. Doro encontró el medio de comunicármelo. No iba a privarme de la amargura que me podía causar la sospecha de que yo la había matado de pena.
-Luisina también falleció. Hace tres años -le informé resignado.
La mirada de don Severino quedó suspensa en un tramo de recuerdo que hendía el dolor como un cuchillo frío en la sorpresa de la tarde calcinada. Presentí entonces la figura yerta de la niña anciana en los ojos fugazmente nublados que sorteaban una lágrima inútil, aquel ser arrumbado en el destartalado cochecito, con los brazos caídos, las manos diminutas arrastradas por la tarima, la enorme cabeza vencida hacia atrás, la saliva reseca en la comisura de los labios. Un latido violento minaba el corazón de don Severino.
-Vamos a tomar otra copa -propuso.
-El Arias está cerrado -señalé con cierta inconsecuencia-. Habrá que subir hasta el Cadenas.
Apostados en la barra del Cadenas, que preservaba una rala penumbra aprovechada por algunos soñolientos jugadores, bebimos despacio el coñac con hielo, y yo respeté aquel silencio apesadumbrado de don Severino, que parecía recorrer los últimos trechos de una memoria urgente, en la que palpitaba la inocencia y el dolor de la hermana enferma, el margen ya estéril de la ternura aplacada amargamente por la muerte.
Dio unos pasos hasta la puerta del Cadenas con la copa en la mano y asomó al reducto de los soportales. Sólo el empedrado se salvaba de la mano afiebrada que transmitía su calentura hasta el pergamino de la caliza gótica. La catedral brillaba como una patena arrojada a la lumbre.
-¿Todavía sigue Longinos de sacristán? -me preguntó.
Le dije que sí, que Longinos estaba contagiado del mal de la piedra que era, como él decía, una especie de lepra que al tiempo que lo destruía lo iba convirtiendo en estatua, una imagen fósil que serviría para sustituir a cualquiera de los santos carcomidos del pórtico.
-Hazme un favor, Cervino -me pidió-. Dile que nos abra la catedral y que nos deje la llave del coro. Sabiendo que es para mí, no va a negarse.
Rescatar a Longinos de la siesta fue una tarea bastante complicada. Explicarle que don Seve había vuelto y quería entrar en la catedral resultó casi imposible. La pétrea sordera de Longinos era, por el momento, el dato más elocuente de su transformación en estatua. Pero cuando, rezongando y arrastrando las zapatillas y haciendo sonar el manojo de llaves, llegó conmigo donde don Severino nos esperaba, se detuvo un momento, inquieto, y luego, medio lloroso, avanzó hacia él, sin que don Severino pudiese evitarlo, buscó su mano y la besó repitiendo alguna ininteligible jaculatoria.
Seguí a don Severino, que había cogido la llave del coro, por la nave lateral, después de dejar a Longinos entretenido en los armarios de la sacristía, mentando el peligro de que don Sesma, el deán, pudiera enterarse.
Un frescor luminoso inundaba el abismo. El silencio se agarraba en el vacío sagrado. Tuve la sensación de que de pronto me encontraba perdido en un bosque submarino de arcos vegetales, de frondas cristalinas, y me percaté de que el coñac comenzaba a hacer efecto, acaso porque el ritmo de mis copas cotidianas se había acrecentado y anticipaba algún grado de mayor irrealidad.
Entonces me di cuenta de que don Severino había desaparecido. Fui a la nave central y miré hacia el coro. El silencio se rompió con un estrépito de música ronca, como si desde los desfiladeros manase de repente un arroyo desprendido como una cascada.
El órgano alzó en seguida la suavidad casi hiriente de las tubas, un sostenido clarinazo que parecía jugar con sus propios ecos en el interior de la caverna. Y rápidamente la melodía apasionada me hizo localizar la figura de don Severino, tendida sobre los teclados, como la de un pájaro que de nuevo encontrase el amparo en el nido que abandonó.
Entré en el coro y me acerqué despacio. La música crecía como un vendaval, se abría en salvas por los arcos enhiestos, invadía la sombra votiva de las capillas. Me senté cerca de don Severino, que parecía concentrarse cada vez con mayor intensidad en el arrebatado concierto. Le observé alzar el rostro con los ojos cerrados, permanecer quieto, como perdido en la inspiración o en el recuerdo, mientras sus manos se movían tensas sobre las teclas. Y en un instante, cuando la música recobraba una huidiza suavidad de delicados murmullos, vi cómo su barbilla se hundía y de los ojos entrecerrados brotaba una lágrima apenas perceptible.
En los aéreos vitrales, teñidos por el dibujo de las florestas, reverberaron las brasas de agosto, y yo sentí cómo la cabeza me daba vueltas, acompasada a un vértigo fugaz de lluvia sonora.
-No había vuelto a tocar desde entonces -me dijo don Severino al cabo de un rato-. Las manos ya no responden lo mismo.
Regresamos al Cadenas. Pedimos otra copa. Don Severino bebió un largo trago, como si necesitara ahogar algo con urgencia. Yo miraba el hielo flotando en el coñac, convencido de que la tarde iría desapareciendo, tras el rastro del alcohol, hasta algún punto perdido del oscurecer y el sueño, porque todo estaba cada vez más desvanecido a mi alrededor. Bebí a su lado y repetimos las copas y lo seguí a la mesa más cercana de la puerta, donde llegaba el aliento quemado de la calle.
-Tengo que ver a Elvira -musitó de pronto, como si hablara exclusivamente para sí mismo.
La copa me tembló en la mano.
-¿Está bien? -quiso saber, y yo fui incapaz de alzar los ojos, de atender lo que enseguida se convertiría en una súplica.
-Tienes que ayudarme, Cervino.
El recuerdo minaba ahora mi corazón, porque yo había vivido muy intensamente aquella historia, como todos los que estábamos socorridos por el amparo de su figura, la amistad y la inteligencia que don Severino compaginaba para nosotros y ofrecía generoso, más allá de las clases de latín y filosofía en la Academia Regueral, más allá de las benévolas bendiciones del confesonario.
-Se casó con Evencio -dije-. Lleva la farmacia de su padre.
-A ella también le apetecerá verme -aseguró don Severino-. Nunca pude olvidarla –confesó después apurando la copa.
Elvira Solve tenía mi edad. Había frecuentado nuestra pandilla, aunque nuestras verdaderas amigas eran sus primas Cari y Mavela. El amor secreto del padre espiritual y de su dirigida había estallado entre la indignación y la vergüenza, complicado por la huida y el largo tiempo en que nada se supo del paradero de la pareja. Elvira regresó y los años fueron echando tierra sobre aquella desventura juvenil.
-Me dijiste que estabas solo, que tu familia te abandona por el verano -comentó don Severino.
-Así es.
-Tienes que ir a avisar a Elvira, tienes que dejar que nos veamos en tu casa. Por nada del mundo querría comprometerla.
Su voz contagiaba la súplica y la desesperación, como guiada por una necesidad acuciante que nadie podía desatender. Su mano me palmeaba el brazo, y yo seguía mirando el fondo, de nuevo vacío, de la copa, todavía lejos de comprender lo que estaba proponiendo.
Conduje a don Severino a mi casa. La tarde iba cediendo hundida en el polvo, y la atmósfera de las calles parecía enrarecerse, como dominada por un humo de gases y hervores. Flotaba en el camino incierto de las aceras, persuadido ahora de la inaplazable necesidad de tomar otra copa, porque la encomienda de don Severino me llenaba de recelo, y la dirección de la farmacia, donde iba a encontrar a Elvira Solve, orientaba mis pasos con mayor seguridad y rapidez de lo que me hubiese gustado.
-Esto jamás podré pagártelo, Cervino -me había dicho don Severino, y yo había recordado las vigilias cuaresmales, el aroma de un cirio cuya cera derretida me abrasaba la yema de los dedos.
Cuando pude hablar con Elvira Solve tuve la sensación de que las palabras iban a fallarme, pero ese esfuerzo envarado de quien necesita disimular el alcohol, componer dignamente el gesto propicio, me fue suficiente, y hasta me sentí dotado de una escueta elocuencia.
-¿Está allí? -recuerdo que me preguntó incrédula. Y vi en sus ojos el reguero sentimental de los años por donde nuestra juventud había discurrido, y percibí una amarga melancolía, casi capaz de desterrar por un momento la nube de alcohol, de rescatarme en la emoción viva y espesa de la derrota del tiempo y de la vida, del dolor de todo lo que no pudo ser.
Fui a cobijarme en la cantina más cercana, casi enfrente de mi casa. Elvira me había acompañado sin hablar apenas.
-Gracias, Cervino -me dijo cuando la dejé en el portal.
En aquella larga espera, más de dos horas estiradas sobre el borde la tarde y el oscurecer inmóvil, la memoria y el sueño me fueron envolviendo y logré demorar las copas lo más posible, aunque nada quedaba de real en aquel estrecho refugio de ventanas mugrientas, cascos apolillados y barriles de escabeche.
Tuve la aletargada conciencia del centinela perdido en la guardia como un objeto oculto, pero luego comencé a preocuparme, a considerar mi absurda situación en aquel asunto, el repetido trance de verme embarcado siempre en algo ajeno que me acabe involucrando más allá de lo debido.
Entonces volví a acelerar las copas y cuando el tiempo se me hacía ya insufrible decidí subir a buscarlos.
En el fondo oscuro del portal, Elvira y don Severino estaban abrazados. A pesar del ritmo vacilante, de la difusa percepción, del sentido desorientado que me haría navegar, ya sin remedio, como gabarra a la deriva, pude esconderme discretamente, porque entendí que aquellas sombras estrechadas, a las que escuchaba sollozar, alargaban la despedida.
Fui a la zaga de don Severino, incapaz siquiera de mantener el gesto envarado que disimulara mi situación. Tropecé en algún bordillo, sorteé con dificultad una motocicleta. La noche se aposentaba como una ruina lenta. El hombre parecía un huido de esos que se consumen extraviados, que no saben reposar más allá de su obsesión.
-Tú me entiendes, Cervino -me decía, temblándole la copa en la mano derecha y golpeando con la izquierda la barra del bar-. Sabes lo que fue mi vida.
Y yo asentía, casi a punto de derrumbarme.
-Sabes de sombra que de mi vida no queda nada -confesaba, vaciando la copa y pidiendo otra-. Sólo ella, Elvira.
No sé lo que duró aquel recorrido que nos metía en la noche con el azogue de las sombras caldeadas. De algún bar nos echaron porque don Severino comenzó a romper copas. Yo iba por un túnel del que únicamente tenía certeza de que no se podía regresar, y escuchaba la reiterada confesión de un amor desgraciado, de un amor en el que se comparte el perdón y la culpa, el prohibido sentimiento del espíritu y la carne que aquel hombre evocaba golpeándome la espalda, haciéndome tambalear penosamente.
-Tantas miserias como yo absolví, Cervino -me decía, con ese gesto de quien recuerda un pasado inadvertido del que sólo él tiene el secreto, e intentaba guiñarme un ojo como para ampliar la complicidad y la suspicacia.
Arribamos a la estación y todavía con cierto equilibrio don Severino recuperó su maleta en consigna. Yo no distinguía la esfera luminosa del reloj, que campeaba sobre el andén vacío, sólo un borroso y movedizo fogonazo blanco y redondo.
-Quedan cinco minutos, Cervino –me indicó–. Lo justo para tomar la última en la cantina -pero la cantina estaba cerrada y los esfuerzos de don Severino por abrir la puerta resultaron inútiles.
-Nos conformaremos con lo que llevamos puesto –afirmó resignado–. ¿O crees que todavía no tenemos bastante?
-Yo sí, don Seve -dije convencido.
-Te veo borracho, Cervino. Del alcohol hay que cuidarse casi tanto como de las mujeres.
Llegó el tren. Don Severino cogió la maleta, me miró, volvió a dejarla en el suelo y se abalanzó sobre mí para darme un abrazo. Nos sujetamos con dificultad, a punto de caer desplomados.
-La quiero, Cervino, la quiero -me dijo entonces al oído con la voz tomada por la emoción.
Le ayudé a subir la maleta después de dos o tres intentos fallidos. Le vi caminar por el pasillo. El tren iba a arrancar. En seguida volvió a la ventanilla. Di unos pasos para acercarme. Don Severino intentaba abrirla pero no lo conseguía. El tren se puso en marcha. Entonces logró bajar el cristal y se asomó sacando las manos. No pude distinguir ya el gesto de su rostro, acaso el resplandor de una lágrima desgajada de la emoción alcohólica.
Alzó la mano derecha mientras el tren se iba, y me bendijo haciendo la señal de la cruz. Yo acababa de caer de rodillas en el suelo y me santigüé con el mayor recogimiento.

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