Era don Severino. Tuve de golpe la certeza de que era él aunque algo
raro desorientaba su rostro en la fugaz aparición medida en el
instante que tardó en pasar ante el ventanal de la cafetería, a
cuya vera estaba yo sentado con el periódico en la mano derecha y la
copa en la izquierda.
La súbita emoción
del reconocimiento me dejó paralizado, pero reaccioné en seguida.
De pronto se agolparon los recuerdos y aquella inmóvil y aletargada
tarde de agosto comenzaba a remover sus estancadas aguas.
Salí a la puerta de
la cafetería y le observé caminar de espaldas, apenas unos segundos
antes de llamarlo. En ese momento iba a dar la vuelta a la esquina y
giró la cabeza con un sobresalto que llegó a paralizarlo.
Entonces supe que
era definitivamente él, y que lo que desorientaba su rostro no era
otra cosa que la calva galopante que había barrido su frente hacia
las alturas, dejando dos abultados mechones en los laterales.
-¿Cervino? -comenzó
a preguntar mientras se acercaba, tras un instante de desconcierto-.
Eres Cervino -corroboró, contagiado por la sonrisa con que yo
confirmaba su descubrimiento.
-Soy Cervino, don
Seve -le dije, tomando entre las mías su mano temblorosa, que
parecía dudar en tenderme. Y algo de aquel escurrido sudor del
confesonario reverdeció en su palma como una huella cuaresmal.
Nos sentamos en la
cafetería y hubo un largo momento en el que nos estuvimos
requiriendo torpemente, con esas atropelladas informaciones de
quienes todavía no superaron la sorpresa de un encuentro tan
inesperado, incapacitados para retomar sin mayores dilaciones la
antigua confianza que acaso el tiempo diluyó.
-Diez años
-confirmaba don Severino, como si de repente hubiese tomado
conciencia exacta de su ausencia. Y yo lo observaba, respetando los
silencios en que se quedaba momentáneamente abstraído, viendo tras
el ventanal la fuente esquilmada de la plaza, la lluvia de fuego que
barría las aceras esparciendo las pavesas de polvo.
Había pedido un
coñac con hielo, que era lo que yo tomaba, y me agradecía que le
hubiese llamado: en realidad había sucumbido a la tentación de un
regreso efímero, apenas unas horas entre un tren y otro tren,
convencido de que nadie en la ciudad iba a reconocerlo, tal vez
llevado por alguna de esas amargas nostalgias que son como espinas
que hay que arrancar.
-Y ya ves -decía-,
una tarde como esta que no hay quien se mueva, tantos años después,
y sólo hago que llegar y alguien me llama a la vuelta de la primera
esquina.
-Yo soy de los que
la familia abandona todo el verano. Y aquí me quedo escoltando esta
ciudad vacía. Pero no se crea que me quejo. El despacho me lo
administro a mi aire.
De aquellos diez
años llevaba don Severino Caso siete en Puerto Rico, de profesor en
la Universidad de San Juan. Regresaba ahora, por primera vez, para
participar en un congreso y dispuesto a tentar alguna cosa para poder
quedarse en España. Era una información que coincidía vagamente
con lo que yo sabía, con lo que en la ciudad se había comentado en
los meses que siguieron a la huida.
-Llega un momento en
que hay que decidirse: o te quedas o vuelves. No hay nada peor que ir
dejando pasar el tiempo sin resolver. Se engaña uno a sí mismo.
Repetimos las copas.
Aquella inmediata imagen de don Severino, discreto en su atuendo
veraniego, coronado por la calva, el vientre bastante pronunciado,
tan sonriente y apacible como en tantas tardes de latín y filosofía
en la Academia Regueral, se mezclaba en el asalto del recuerdo con su
figura más espigada , juvenil, siempre con la dulleta impoluta, la
teja en la mano como un engorroso objeto que hay que transportar por
obligación, una escueta elegancia especialmente vertida en los
largos y solitarios paseos dominicales.
-Me apetece dar una
vuelta por ahí -dijo al cabo de un rato y pude entender con
facilidad que me estaba pidiendo que le acompañara.
-Todo sigue lo mismo
-comenté, invadido por cierta sensación de apuro, como si de pronto
presintiese que la casualidad de aquel encuentro me conduciría en
seguida a la complicidad de las confidencias.
Don Severino vació
la copa e hizo tintinear el hielo en el cristal antes de depositarla
en la mesa.
-Solo no voy a
perderme, Cervino, confesó-, pero después de tantos años se
agradece que alguien te eche una mano. No sabes lo que me alegra
volver a verte.
Me había palmeado
el brazo cuando salimos al resplandor polvoriento de la hoguera, y yo
sentí el gesto paralelo de su saludo en aquellos años enterrados, y
hasta pude resucitar el aroma de alguna discreta lavanda en el tejido
de la sotana.
-¿Qué es de mi
hermano? -inquirió, dejando resbalar la pregunta cuando comenzábamos
a caminar por la acera abrasada.
-Doro sigue con lo
suyo. Apenas lo veo.
-Vamos hasta la
ferretería -decidió.
Me detuve un
instante, lo justo para que él percibiese la mezcla de indecisión y
temor, lo justo también para que yo me reconociera, una vez más,
como tantas en mi vida, en esta situación de indefectible embarcado
que tan vanamente orienta mi destino.
-No quiero verle ni
hablar con él -dijo don Severino, volviendo a palmearme en el
brazo-. Sólo pretendo echarle una ojeada, aunque sea de lejos, a la
ferretería. Y a ser posible darle un beso a Luisina.
Avanzó unos pasos y
metió las manos en los bolsillos del pantalón, al tiempo que alzaba
el rostro para distinguir el perfil aéreo de las viejas casas de la
plaza entre las llamas. Recordé la torcida indignación de Doro en
tantas noches alteradas, por las cantinas donde maltrataba la úlcera.
Aquellas maldiciones al hermano huido que había sembrado de
ignominia a toda la familia. Aunque la últimas borracheras de Doro,
que yo conocía, databan, por lo menos, de hacía seis años.
-Don Seve -le llamé,
sin salir de mi indecisión-, yo no sé de lo que usted está al
tanto. Son diez años los que han pasado.
Me miró con un
gesto comprensivo y desolado, como dando a entender que la medida del
tiempo, y las desgracias que podían envolverlo, estaban aceptadas
con el mismo designio de la ausencia y la distancia irremediables.
-Sé que mi madre
murió al año siguiente de irme. Doro encontró el medio de
comunicármelo. No iba a privarme de la amargura que me podía causar
la sospecha de que yo la había matado de pena.
-Luisina también
falleció. Hace tres años -le informé resignado.
La mirada de don
Severino quedó suspensa en un tramo de recuerdo que hendía el dolor
como un cuchillo frío en la sorpresa de la tarde calcinada. Presentí
entonces la figura yerta de la niña anciana en los ojos fugazmente
nublados que sorteaban una lágrima inútil, aquel ser arrumbado en
el destartalado cochecito, con los brazos caídos, las manos
diminutas arrastradas por la tarima, la enorme cabeza vencida hacia
atrás, la saliva reseca en la comisura de los labios. Un latido
violento minaba el corazón de don Severino.
-Vamos a tomar otra
copa -propuso.
-El Arias está
cerrado -señalé con cierta inconsecuencia-. Habrá que subir hasta
el Cadenas.
Apostados en la
barra del Cadenas, que preservaba una rala penumbra aprovechada por
algunos soñolientos jugadores, bebimos despacio el coñac con hielo,
y yo respeté aquel silencio apesadumbrado de don Severino, que
parecía recorrer los últimos trechos de una memoria urgente, en la
que palpitaba la inocencia y el dolor de la hermana enferma, el
margen ya estéril de la ternura aplacada amargamente por la muerte.
Dio unos pasos hasta
la puerta del Cadenas con la copa en la mano y asomó al reducto de
los soportales. Sólo el empedrado se salvaba de la mano afiebrada
que transmitía su calentura hasta el pergamino de la caliza gótica.
La catedral brillaba como una patena arrojada a la lumbre.
-¿Todavía sigue
Longinos de sacristán? -me preguntó.
Le dije que sí, que
Longinos estaba contagiado del mal de la piedra que era, como él
decía, una especie de lepra que al tiempo que lo destruía lo iba
convirtiendo en estatua, una imagen fósil que serviría para
sustituir a cualquiera de los santos carcomidos del pórtico.
-Hazme un favor,
Cervino -me pidió-. Dile que nos abra la catedral y que nos deje la
llave del coro. Sabiendo que es para mí, no va a negarse.
Rescatar a Longinos
de la siesta fue una tarea bastante complicada. Explicarle que don
Seve había vuelto y quería entrar en la catedral resultó casi
imposible. La pétrea sordera de Longinos era, por el momento, el
dato más elocuente de su transformación en estatua. Pero cuando,
rezongando y arrastrando las zapatillas y haciendo sonar el manojo de
llaves, llegó conmigo donde don Severino nos esperaba, se detuvo un
momento, inquieto, y luego, medio lloroso, avanzó hacia él, sin que
don Severino pudiese evitarlo, buscó su mano y la besó repitiendo
alguna ininteligible jaculatoria.
Seguí a don
Severino, que había cogido la llave del coro, por la nave lateral,
después de dejar a Longinos entretenido en los armarios de la
sacristía, mentando el peligro de que don Sesma, el deán, pudiera
enterarse.
Un frescor luminoso
inundaba el abismo. El silencio se agarraba en el vacío sagrado.
Tuve la sensación de que de pronto me encontraba perdido en un
bosque submarino de arcos vegetales, de frondas cristalinas, y me
percaté de que el coñac comenzaba a hacer efecto, acaso porque el
ritmo de mis copas cotidianas se había acrecentado y anticipaba
algún grado de mayor irrealidad.
Entonces me di
cuenta de que don Severino había desaparecido. Fui a la nave central
y miré hacia el coro. El silencio se rompió con un estrépito de
música ronca, como si desde los desfiladeros manase de repente un
arroyo desprendido como una cascada.
El órgano alzó en
seguida la suavidad casi hiriente de las tubas, un sostenido
clarinazo que parecía jugar con sus propios ecos en el interior de
la caverna. Y rápidamente la melodía apasionada me hizo localizar
la figura de don Severino, tendida sobre los teclados, como la de un
pájaro que de nuevo encontrase el amparo en el nido que abandonó.
Entré en el coro y
me acerqué despacio. La música crecía como un vendaval, se abría
en salvas por los arcos enhiestos, invadía la sombra votiva de las
capillas. Me senté cerca de don Severino, que parecía concentrarse
cada vez con mayor intensidad en el arrebatado concierto. Le observé
alzar el rostro con los ojos cerrados, permanecer quieto, como
perdido en la inspiración o en el recuerdo, mientras sus manos se
movían tensas sobre las teclas. Y en un instante, cuando la música
recobraba una huidiza suavidad de delicados murmullos, vi cómo su
barbilla se hundía y de los ojos entrecerrados brotaba una lágrima
apenas perceptible.
En los aéreos
vitrales, teñidos por el dibujo de las florestas, reverberaron las
brasas de agosto, y yo sentí cómo la cabeza me daba vueltas,
acompasada a un vértigo fugaz de lluvia sonora.
-No había vuelto a
tocar desde entonces -me dijo don Severino al cabo de un rato-. Las
manos ya no responden lo mismo.
Regresamos al
Cadenas. Pedimos otra copa. Don Severino bebió un largo trago, como
si necesitara ahogar algo con urgencia. Yo miraba el hielo flotando
en el coñac, convencido de que la tarde iría desapareciendo, tras
el rastro del alcohol, hasta algún punto perdido del oscurecer y el
sueño, porque todo estaba cada vez más desvanecido a mi alrededor.
Bebí a su lado y repetimos las copas y lo seguí a la mesa más
cercana de la puerta, donde llegaba el aliento quemado de la calle.
-Tengo que ver a
Elvira -musitó de pronto, como si hablara exclusivamente para sí
mismo.
La copa me tembló
en la mano.
-¿Está bien?
-quiso saber, y yo fui incapaz de alzar los ojos, de atender lo que
enseguida se convertiría en una súplica.
-Tienes que
ayudarme, Cervino.
El recuerdo minaba
ahora mi corazón, porque yo había vivido muy intensamente aquella
historia, como todos los que estábamos socorridos por el amparo de
su figura, la amistad y la inteligencia que don Severino compaginaba
para nosotros y ofrecía generoso, más allá de las clases de latín
y filosofía en la Academia Regueral, más allá de las benévolas
bendiciones del confesonario.
-Se casó con
Evencio -dije-. Lleva la farmacia de su padre.
-A ella también le
apetecerá verme -aseguró don Severino-. Nunca pude olvidarla
–confesó después apurando la copa.
Elvira Solve tenía
mi edad. Había frecuentado nuestra pandilla, aunque nuestras
verdaderas amigas eran sus primas Cari y Mavela. El amor secreto del
padre espiritual y de su dirigida había estallado entre la
indignación y la vergüenza, complicado por la huida y el largo
tiempo en que nada se supo del paradero de la pareja. Elvira regresó
y los años fueron echando tierra sobre aquella desventura juvenil.
-Me dijiste que
estabas solo, que tu familia te abandona por el verano -comentó don
Severino.
-Así es.
-Tienes que ir a
avisar a Elvira, tienes que dejar que nos veamos en tu casa. Por nada
del mundo querría comprometerla.
Su voz contagiaba la
súplica y la desesperación, como guiada por una necesidad acuciante
que nadie podía desatender. Su mano me palmeaba el brazo, y yo
seguía mirando el fondo, de nuevo vacío, de la copa, todavía lejos
de comprender lo que estaba proponiendo.
Conduje a don
Severino a mi casa. La tarde iba cediendo hundida en el polvo, y la
atmósfera de las calles parecía enrarecerse, como dominada por un
humo de gases y hervores. Flotaba en el camino incierto de las
aceras, persuadido ahora de la inaplazable necesidad de tomar otra
copa, porque la encomienda de don Severino me llenaba de recelo, y la
dirección de la farmacia, donde iba a encontrar a Elvira Solve,
orientaba mis pasos con mayor seguridad y rapidez de lo que me
hubiese gustado.
-Esto jamás podré
pagártelo, Cervino -me había dicho don Severino, y yo había
recordado las vigilias cuaresmales, el aroma de un cirio cuya cera
derretida me abrasaba la yema de los dedos.
Cuando pude hablar
con Elvira Solve tuve la sensación de que las palabras iban a
fallarme, pero ese esfuerzo envarado de quien necesita disimular el
alcohol, componer dignamente el gesto propicio, me fue suficiente, y
hasta me sentí dotado de una escueta elocuencia.
-¿Está allí?
-recuerdo que me preguntó incrédula. Y vi en sus ojos el reguero
sentimental de los años por donde nuestra juventud había
discurrido, y percibí una amarga melancolía, casi capaz de
desterrar por un momento la nube de alcohol, de rescatarme en la
emoción viva y espesa de la derrota del tiempo y de la vida, del
dolor de todo lo que no pudo ser.
Fui a cobijarme en
la cantina más cercana, casi enfrente de mi casa. Elvira me había
acompañado sin hablar apenas.
-Gracias, Cervino
-me dijo cuando la dejé en el portal.
En aquella larga
espera, más de dos horas estiradas sobre el borde la tarde y el
oscurecer inmóvil, la memoria y el sueño me fueron envolviendo y
logré demorar las copas lo más posible, aunque nada quedaba de real
en aquel estrecho refugio de ventanas mugrientas, cascos apolillados
y barriles de escabeche.
Tuve la aletargada
conciencia del centinela perdido en la guardia como un objeto oculto,
pero luego comencé a preocuparme, a considerar mi absurda situación
en aquel asunto, el repetido trance de verme embarcado siempre en
algo ajeno que me acabe involucrando más allá de lo debido.
Entonces volví a
acelerar las copas y cuando el tiempo se me hacía ya insufrible
decidí subir a buscarlos.
En el fondo oscuro
del portal, Elvira y don Severino estaban abrazados. A pesar del
ritmo vacilante, de la difusa percepción, del sentido desorientado
que me haría navegar, ya sin remedio, como gabarra a la deriva, pude
esconderme discretamente, porque entendí que aquellas sombras
estrechadas, a las que escuchaba sollozar, alargaban la despedida.
Fui a la zaga de don
Severino, incapaz siquiera de mantener el gesto envarado que
disimulara mi situación. Tropecé en algún bordillo, sorteé con
dificultad una motocicleta. La noche se aposentaba como una ruina
lenta. El hombre parecía un huido de esos que se consumen
extraviados, que no saben reposar más allá de su obsesión.
-Tú me entiendes,
Cervino -me decía, temblándole la copa en la mano derecha y
golpeando con la izquierda la barra del bar-. Sabes lo que fue mi
vida.
Y yo asentía, casi
a punto de derrumbarme.
-Sabes de sombra que
de mi vida no queda nada -confesaba, vaciando la copa y pidiendo
otra-. Sólo ella, Elvira.
No sé lo que duró
aquel recorrido que nos metía en la noche con el azogue de las
sombras caldeadas. De algún bar nos echaron porque don Severino
comenzó a romper copas. Yo iba por un túnel del que únicamente
tenía certeza de que no se podía regresar, y escuchaba la reiterada
confesión de un amor desgraciado, de un amor en el que se comparte
el perdón y la culpa, el prohibido sentimiento del espíritu y la
carne que aquel hombre evocaba golpeándome la espalda, haciéndome
tambalear penosamente.
-Tantas miserias
como yo absolví, Cervino -me decía, con ese gesto de quien recuerda
un pasado inadvertido del que sólo él tiene el secreto, e intentaba
guiñarme un ojo como para ampliar la complicidad y la suspicacia.
Arribamos a la
estación y todavía con cierto equilibrio don Severino recuperó su
maleta en consigna. Yo no distinguía la esfera luminosa del reloj,
que campeaba sobre el andén vacío, sólo un borroso y movedizo
fogonazo blanco y redondo.
-Quedan cinco
minutos, Cervino –me indicó–. Lo justo para tomar la última en
la cantina -pero la cantina estaba cerrada y los esfuerzos de don
Severino por abrir la puerta resultaron inútiles.
-Nos conformaremos
con lo que llevamos puesto –afirmó resignado–. ¿O crees que
todavía no tenemos bastante?
-Yo sí, don Seve
-dije convencido.
-Te veo borracho,
Cervino. Del alcohol hay que cuidarse casi tanto como de las mujeres.
Llegó el tren. Don
Severino cogió la maleta, me miró, volvió a dejarla en el suelo y
se abalanzó sobre mí para darme un abrazo. Nos sujetamos con
dificultad, a punto de caer desplomados.
-La quiero, Cervino,
la quiero -me dijo entonces al oído con la voz tomada por la
emoción.
Le ayudé a subir la
maleta después de dos o tres intentos fallidos. Le vi caminar por el
pasillo. El tren iba a arrancar. En seguida volvió a la ventanilla.
Di unos pasos para acercarme. Don Severino intentaba abrirla pero no
lo conseguía. El tren se puso en marcha. Entonces logró bajar el
cristal y se asomó sacando las manos. No pude distinguir ya el gesto
de su rostro, acaso el resplandor de una lágrima desgajada de la
emoción alcohólica.
Alzó la mano
derecha mientras el tren se iba, y me bendijo haciendo la señal de
la cruz. Yo acababa de caer de rodillas en el suelo y me santigüé
con el mayor recogimiento.
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