jueves, 24 de octubre de 2019

No quiero engañarlos. Augusto Monterroso.

Los preliminares de la función no se desarrollaban como fue previsto. En la sala llena, el público, impaciente y acalorado, se removía inquieto en los asientos. Al centro del escenario había un micrófono, del que de vez en cuando salía un angustioso zumbido.
De pronto una voz metálica anunció a través del amplificador que los protagonistas de la película, que acababan de llegar de Francia, subirían al proscenio a decir algunas palabras y -aunque esto no se mencionó, a pesar de ser lo más atractivo – a mostrarse un poco en carne y hueso. El maestro de ceremonias, un hombre diligente y calvo, mezcla de timidez y seguridad, comenzó a hablar, fingiendo cierto tono profesional que denunció desde el primer momento su escasa experiencia.
Como si no estuviera todo preparado de antemano, la estrella femenina aparentó sorpresa desde su butaca cuando fue llamada; pero pronto subió radiante, y dijo que muchas gracias, entre la general aprobación. Después apareció el actor principal, quien al cabo de un corto silencio, y no hallando otra cosa mejor que declarar gritó en su mal español: “¡Viva México!” y fue muy aplaudido.
Posteriormente se presentaron los artistas de menor magnitud y, por supuesto, cantidad de personas que no tenían nada que ver, entre ellas un individuo bajito que se dio importancia confesando que podía imitar voces de artistas de la radio y de animales, y lo hizo. Por último, y como después de haber sido penosamente olvidados, el productor de la película y su esposa.
El maestro de ceremonias presentaba a cada uno con intrépidas frases de elogio y pedía aplausos para todos. No era muy hábil, pero disimulaba su ineptitud ensalzando a todo el mundo y moviendo afanosamente los brazos en demanda de una aprobación que el público estaba cada vez con menos ganas de otorgarle.
-Tenemos también con nosotros -anunció finalmente- a la señora esposa del productor, la gran actriz -consultó con apremio un papelito-, la gran actriz, señora de Fuchier, quien va a dirigirnos unas palabras y para quien pido un fuerte aplauso.
Desde las butacas ocho o diez personas respondieron con cansancio a su insinuante palmoteo.
La señora de Fuchier tuvo oportunidad de lucir su belleza rubia y su fulgurante vestido y sus joyas cuando se acercó al micrófono. Insegura y torpe, movió nerviosamente una clavijita durante varios segundos, hasta lograr poner el aparato a la altura de la boca; sonrió apenada como diciendo “¡al fin!”, y el público sonrió con ella comprensivo.
-Mi querido público, muchas gracias -comenzó-. Ante todo, quiero aclarar que yo no soy una gran actriz como acaba de afirmar mi querido amigo, el señor, el señor -y señaló al maestro de ceremonias-. No soy siquiera actriz. Claro que me gustaría serlo y poder dar a ustedes con frecuencia unos minutos de alegría; pero, bueno, creo que el arte es algo muy difícil y francamente, bueno, pues pienso que el arte es algo muy difícil y tiemblo ante la simple idea de estar frente a una cámara con los reflectores encima, como si me fueran a fusilar. Supongo que ésa sería la sensación. De modo que no sé, realmente, por qué ha asegurado él que soy una gran actriz. No solamente una actriz, fíjense, sino una gran actriz. Bien quisiera yo que fuera cierto, porque a pesar de todo, bueno, siento una grandísima atracción por las tablas. En la escuela, hace ya bastantes años, teníamos un grupo y representábamos unas pastorales muy bonitas, ya pueden imaginar ustedes; pero yo nunca logré vencer mi timidez, y en cuanto estaba ante el público sentía que las ideas se me iban no sé adónde, y sudaba porque me daba cuenta de que todos se estaban fijando en mí como si estuviera desnuda y después ya no sabía si estaba haciendo el papel de pastora, de oveja o de Niño Dios. Piensen. Cuando olvidaba mi parte y por qué estaba allí, lo que se me ocurría era inventar algo y hablar y hablar cualquier cosa para no quedarme callada como una tonta. Bueno, por eso les ruego no creer que les va a hablar una artista, por decirlo así, hecha y derecha.
Se escucharon en la sala débiles aplausos entre murmullos de impaciencia y de aprobación. Un señor flaco se volvió a su mujer y le susurró: “Pues ¿y esta?”,
-Yo solo quiero decir que me siento muy contenta de estar aquí con ustedes esta noche; pero de ahí a que yo sea una gran actriz, bueno, pues dista mucho la verdad. ¡Qué esperanza! Si no fuera por mi esposo, el señor Fuchier, que maneja la empresa, bueno, creo que ni siquiera estaría aquí. Es más, cuando él me propuso insistentemente que encarnara en la sábana de plata a la protagonista de Vientos de libertad, que ahora vamos a ver recordé mis experiencias de la escuela y me dije: “¿Qué vas a hacer tú? ¿Y si fracasas?”. Y por más que él me estimulaba con sus repetidos “Anda, anímate, en el cine no se necesita saber actuar”, yo tomaba eso como una indirecta a mi incapacidad artística, bueno, que él no creía en mí, y nunca quise, porque me conozco. La verdad es que sí me gusta actuar, y, a veces, cuando estoy sola en mi casa, me paro ante el espejo y sin que nadie se dé cuenta, porque me daría mucha vergüenza, ensayo algunos papeles de pastorales para no perder la costumbre. Entonces me olvido de todo y soy feliz. Pero si alguien entra en esos momentos y me sorprende en ademán de recitar, hago como que me estoy peinando, o tratando de matar una mosca. Lo que más me gustaría hacer es comedia. Es más fácil porque si uno tropieza, por ejemplo, con una pared, el público se ríe y no se echa de ver. En el drama es otra cosa.
Los asistentes más respetuosos lograron acallar el rumor que empezaba a levantarse en la sala. Resignados, los impacientes se conformaron con oír un poco más a la señora de Fuchier, entre divertidos y confusos. Sólo el señor flaco insistió en hacer ruido con un periódico, pero su mujer le dijo: “¡Cómo eres!”.
-Por temporadas me entraron deseos de ponerme a estudiar. Pero no; nunca me hubiera atrevido. Tenía deseos, sí, pero “¿qué vas a hacer tú?”, me decía. Y pasaba todo el día pensando tal vez mañana, tal vez mañana. Esto es lo que quiero aclarar; porque no me gusta atribuirme méritos que no tengo. Todos son muy buenos conmigo; pero de ahí a que yo esté al servicio de Talía, que es la musa del teatro, pues hay una distancia enorme.
Las recomendaciones de cordura fueron desechadas por la mayoría y los aplausos volvieron a sonar, esta vez más fuertes y mezclados con silbidos. Un grito desde el anfiteatro remedó la voz de la señora Fuchier, y todos se rieron creyendo que era el hombre que imitaba voces de artistas y animales de la radio.
-En primer lugar, hay que estudiar mucho; y yo no sirvo, bueno, no he servido nunca para el estudio, pues me distraigo con frecuencia; como quien dice, pierdo el hilo y me pongo a pensar en otra cosa y como que no me concentro. Y el arte lo que requiere sobre todo es concentración y esfuerzos prolongados y no pensar en otra cosa. Eso es,me decía, lo que a ti te falta es constancia; la verdad es que no tienes vocación. Es cierto, te gusta el teatro, pero no tanto, y así, ¿para qué te empeñas? ¿Y si fracasas? Si es por dar gusto a tu marido, que ya ves cómo te quiere, está bien; pero si se trata de una simple vanidad, ¿para qué te empeñas? Eso me digo cuando lo medito en las noches. Y supongo que eso piensa también mi marido. Quién sabe, no crean, en el fondo no deja de darme una como ganita de llorar.
El maestro de ceremonias atento a su responsabilidad, miraba a todos y gesticulaba en su afán de explicar: “¿Qué hacemos? Yo no tengo la culpa. La situación es penosa, me doy cuenta, pero no puedo hacer nada”.
-Me he acercado a este micrófono, bueno, pues porque quiero que sepan lo contenta que estoy de encontrarme esta noche entre tan grandes artistas; pero de ahí a lo que dijo este señor, pues, la verdad, no quiero que ustedes se formen una falsa idea de mí. Si fuera posible, yo les prometo que me esforzaré, que estudiaré, y que algún día seré digna, bueno, del nombre de actriz; pero por ahora tengo que ser franca y no engañarme a mí misma ni engañarlos a ustedes.
Mientras tanto, y preocupado por su propio problema, el maestro de ceremonias seguía tratando de darse a entender con gestos y miradas de inteligencia. Le interesaba que el público captara este mensaje: “Comprendan. Hacerla callar no me parece correcto. Quizá si ustedes aplauden más fuerte, o silban más fuerte, o hacen algo. Claro, yo soy el maestro de ceremonias, pero todo esto es tan raro. ¿Se dan cuenta de mi situación? Sólo una vez, hace algunos años, tuve una experiencia parecida. Bueno, era cuando yo comenzaba a trabajar en esto y me turbaba. Un día el Presidente de la República llegó a mi pueblo, en ocasión en que un tío mío, por pura coincidencia, cumplía años, y al ver al Presidente creyó que iba al pueblo a felicitarlo, y se puso a decirle por el micrófono que él no merecía tanto honor y que no era quién para que el Presidente fuera a verlo, y yo no hallaba cómo arreglar la cosa. Bueno, qué quieren que haga, yo también estoy muy apenado. Lo de gran actriz, bueno, pues era una cortesía”.
-Quiero insistir, pues, en que me siento muy contenta de estar aquí esta noche en que inauguramos este festival de cine italiano. De repente pienso que quizá en una película neorrealista me sería más fácil trabajar, pero me digo: “¿Qué vas a hacer tú? ¿Y si fracasas?”. No sé, tal vez ese sea mi camino: un papel sencillo, sin complicaciones; bueno, en el que pueda improvisar un poco sin ningún temor, dejar suelta mi personalidad. En fin, no sé.
Los gestos del maestro de ceremonias eran a cada momento más desesperados. Se retorcía las manos y guiñaba los ojos; pero un observador atento hubiera podido comprender que ya su tío estaba otra vez enredado en algo con el Presidente de la República.
Llegó un momento en que el público no supo ya a quién atender, si a la señora de Fuchier con el discurso de sus aspiraciones, sus miedos y sus disculpas, o al maestro de ceremonias con su gesticulación desconcertada. Optó por la risa franca y el pataleo. El señor flaco daba rienda suelta a sus instintos y trataba de pararse en el asiento, pero su mujer lo tironeaba de una manga y le decía: “¿Qué te pasa?”
-Tal vez si estudiara con un buen maestro podría acostumbrarme al público y a concentrar, porque lo que me falta sobre todo es concentración, y el arte, ustedes lo saben bien, lo que requiere es concentración.
Los otros invitados de honor, maniobrando hábilmente, se habían retirado del escenario, uno por uno. El señor Fuchier fue hasta la cabina de operadores y ordenó que empezara la película. Entonces, sobre un fondo movedizo y musical, se vieron las sombras del maestro de ceremonias y de la señora de Fuchier, cada una por su lado, corriendo y manoteando y dando las últimas explicaciones.


Obras completas (y otros cuentos), 1959.
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario