Estuvieron despiertos mucho rato, fumando, mientras el viento se
paseaba por la casa, arrancando pedazos de pared y haciendo caer
piedras; del piso de arriba saltaban trozos de revoque que se
estrellaban en la planta baja con estrépito.
Él sólo veía de
la mujer una tenue silueta, un contorno rojizo, cada vez que se
avivaban las brasas de los cigarrillos: la suave curva de sus pechos
bajo la tela del camisón y el perfil de su cara en reposo. Al ver la
fina hendidura de sus labios, aquella leve entalladura de su rostro,
sintió una oleada de ternura. Habían sujetado bien las mantas a los
lados, y se apretaban uno contra otro. Aquella noche no tendrían
frío. Los postigos golpeaban y por los cristales rotos de las
ventanas silbaba el viento. Lo que se oía arriba, entre los restos
del tejado, eran verdaderos aullidos, y en algún sitio algo batía
con fuerza contra una pared, algo duro y metálico, y ella murmuró:
—Es el canalón.
Hace tiempo que está suelto. —Le asió la mano y prosiguió en voz
baja— Aún no había estallado la guerra, yo ya vivía aquí, y
cada vez que llegaba a casa y veía ese trozo de canalón colgando
pensaba: «Tienen que mandarlo reparar». Pero no lo mandaron
reparar. Colgaba torcido, uno de los ganchos se había caído. Yo lo
oía golpear cuando hacía viento, lo oía las noches de tormenta,
desde esta cama. Vino la guerra y siguió igual. En la pared se veían
las marcas del agua, un reguero blanco con los bordes gris oscuro, de
arriba a abajo, cerca de la ventana y, a derecha e izquierda, unas
manchas redondas, con el centro blanco y aros grises alrededor.
Después, me fui muy lejos, trabajé en Turingia y en Berlín, y
cuando la guerra terminó y yo regresé, el canalón seguía igual.
Media casa se había hundido, yo había estado lejos, había visto
mucho sufrimiento, muerte y sangre. Me dispararon con ametralladoras
desde unos aviones y pasé miedo, mucho miedo… y, mientras, ese
pedazo… de zinc seguía colgando, echando la lluvia al vacío…
porque la pared se había caído. Las tejas saltaron por los aires,
los árboles fueron derribados, el yeso se desprendió de las
paredes, cayeron bombas, muchas bombas, y ese pedazo de zinc seguía
colgado de un solo gancho, sin ser alcanzado ni arrancado por la
presión de las explosiones.
Su voz se hizo más
suave, casi cantarina, y ella seguía oprimiéndole la mano.
—Mucho ha llovido
durante estos seis años —dijo—. Mucha gente ha muerto, muchas
catedrales se han hundido; pero cuando regresé el canalón seguía
ahí, y las noches de viento lo oía golpear. ¿Me creerás si te
digo que me gustaba?
—Sí —dijo él.
El viento había
cesado, la noche estaba serena y el frío se hacía sentir. Se
subieron las mantas y metieron los brazos. En la oscuridad ya no se
divisaba nada, ni su perfil veía él, aunque la tenía tan cerca que
sentía su respiración: el soplo ligero y cálido de su aliento era
tranquilo y regular, y él pensó que se habría dormido. Pero, de
pronto, dejó de percibirlo y buscó sus manos. Ella las asió con
fuerza y él notó su calor y pensó que aquella noche no tendría
que pasar frío.
De pronto, se dio
cuenta de que ella estaba llorando. No se oía nada, sólo por el
movimiento de la cama dedujo que ella se frotaba la cara con la mano
izquierda, pero tampoco podía precisarlo y, sin embargo, sabía que
lloraba. Se inclinó sobre ella y volvió a sentir su aliento, que
parecía resbalarle por la piel como un suave fluido. Ni siquiera
cuando le rozó la fría mejilla con la punta de la nariz pudo ver
algo.
—Anda, échate
—dijo ella en voz baja—. Vas a coger frío.
Él no se movía,
quería verla, pero no vio nada hasta que, de pronto, ella abrió los
ojos. Entonces vio el brillo de sus ojos y el débil fulgor de las
lágrimas.
Ella estuvo llorando
mucho rato. Él le tomó la mano y volvió a arrebujarse en la manta.
Y le sostuvo la mano hasta que sintió que ella aflojaba la presión
de los dedos y se soltaba lentamente. Él le rodeó entonces los
hombros con el brazo, la atrajo hacia sí y también se quedó
dormido y durante el sueño sus alientos se entremezclaban como
caricias…
El legado. La herida y otros relatos. 1983.
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