Salí a la terraza para escapar de la cháchara de los asistentes al
cóctel.
Me senté en un
rincón oscuro, estiré las piernas y suspiré, mortalmente aburrido.
La puerta de la
terraza volvió a abrirse. Un hombre salió tambaleándose del
molesto alboroto, fue dando traspiés hasta la barandilla y se quedó
contemplando la ciudad.
-¡Dios mío!
-exclamó, pasándose una mano temblorosa por el cabello ralo.
Sacudió la cabeza
con cansancio y miró la luz de la azotea del Empire State. Después
se volvió con un gemido y se me acercó dando tumbos. Tropezó con
mis zapatos y estuvo a punto de caer de bruces.
-¡Uf! -farfulló,
derrumbándose en otra silla-. Perdone, caballero.
-No tiene
importancia -le respondí.
-¿Me permite que
abuse un momento de su amabilidad? -me preguntó.
Iba a contestar,
pero no me dio tiempo.
-Escuche -dijo,
moviendo un dedo bastante gordo-. Voy a contarle una historia
imposible.
Se inclinó haci mí
en la oscuridad y me miró lo mejor que pudo con unos ojos nublados
por los martinis. Después volvió a reclinarse jadeando entre
vapores etílicos y eructó.
-Escúcheme bien
-dijo-. No se engañe. Pasan cosas muy extrañas en este mundo. Cree
que estoy borracho, y tiene toda la razón. Pero ¿por qué? Nunca lo
adivinaría.- Tras una breve pausa prosiguió, desesperado-: mi
hermano... Ya no es un hombre.
-Fin de la historia
-aventuré.
-Todo comenzó hace
un par de meses. Es el director de publicidad de la agencia Jewnkins.
Un tipo de primera. Bueno, quiero decir que... lo era -dijo entre
sollozos-. De primera -murmuró.
Se sacó un pañuelo
del bolsillo de la pechera y se sonó ruidosamente con un trompetazo
que me hizo estremecer.
-Todos acudían a
él. Se sentaba en su despacho sin quitarse el sombrero, con los
zapatos relucientes sobre la mesa. "¡Charlie, danos una idea!",
le gritaban. Él hacía girar el sombrero una vuelta completa (lo
llamaba su sombrero de pensar) y decía: "Chicos, esto es así".
Y de sus labios brotaban las ideas más increíbles que pueda
imaginarse. ¡Qué hombre!
Se quedó mirando la
luna con los ojos desorbitados y volvió a sonarse.
-¿Y?
-Qué hombre
-repitió-. El mejor del negocio. "Dale su sombrero y..."
Era una broma, claro. O eso creeíamos.
Suspiré.
-Era un tipo
gracioso -dijo mi interlocutor-. Un tipo gracioso.
-¡Ja! -dije.
-Era un figurín;
eso es lo que era. Los trajes tenían que ser perfectos. El sombrero
tenía que ser perfecto. Los zapatos, los calcetines..., todo hecho a
medida. Ya le digo. Recuerdo una vez que mi señora y yo fuimos al
campo con Charlie y Miranda, su muejr. Hacía calor y me quité el
abrigo, pero ¿se lo quitó él? ¡No señor! "Un hombre no es
un hombre sin su abrigo", decía. Fuimos a un sitio precioso,
con un arroyo y una zona con hierba para sentarse. Hacía un calor
espantoso. Miranda y mi esposa se quitaron los zapatos y metieron los
pies en el agua. Al cabo de un poco, yo también. ¡Pero él! ¡Ja!
-¡Ja!
-Él no -continuó-.
Allí estaba yo, sin zapatos ni calcetines, con los pantalones y la
camisa arremangados y los pies en el agua, como un crío. Charlie nos
miraba, divertido, de punta en blanco. Lo llamamos: "Venga,
Charlie, ¡quítate los zapatos!". Pero nos dijo: "No, no.
Un hombre no es un hombre sin sus zapatos. Descalzo no podría ni
andar". Miranda se enfadó. "A veces no sé si estoy casada
con un hombre o con un ropero", nos dijo. Así era él
-suspiró-, así era.
-Fin de la historia
-dije.
-No -continuó,
estremecido de horror, supongo-. Ahora viene lo más terrible. Ya le
he contado lo de su ropa. Era muy maniático. Hasta la ropa interior
tenía que sentarle a la perfección.
-Hum -dije.
-Un día, en la
oficina -prosiguió con la voz convertida en un murmullo de asombro-,
le quitaron el sombrero para gastarle una broma. Charlie fingió que
no podía pensar, o eso parecía. Casi no podía hablar; solo
farfullaba. No dejaba de decir "Sombrero, sombrero" y de
mirar por la ventana. Lo llevé a casa. Miranda y yo lo metimos en la
cama y, mientras hablábamos en el salón, oímos un golpe tremendo.
Corrimos al dormitorio. Charlie estaba en el suelo. Lo ayudamos a
levantarse. Se le doblaban las piernas. "¿Qué pasa?", le
preguntamos. "Zapatos, zapatos", decía. Lo sentamos en la
cama. Cogió los zapatos, pero se le cayeron de las manos. "Guantes,
guantes", dijo. Nos quedamos mirándolo. "¡Guantes!",
chilló. Miranda estaba asustada. Le buscó unos guantes y se los
dejó en el regazo. Él se los puso despacio y con dificultad.
Después se agachó y se puso los zapatos. Se levantó y paseó por
la habitación como si estuviera comprobando que le aguantaran los
pies. "Sombrero", dijo. Fue hasta el armario y se puso uno.
Y entonces, ¿puede creérselo?, nos soltó: "¿A quién se le
ha ocurrido la genial idea de traerme a casa? Tengo trabajo y además
tengo que despedir al cabrón que me ha robado el sombrero". Y
volvió a la oficina. ¿Se lo puede creer? -me preguntó.
-¿Por qué no?
-respondí, un poco harto.
-Bueno -dijo-,
supongo que se imagina el resto. Aquel día, justo antes de que me
fuera, Miranda me comentó: "¿Por eso se mueve tan poco en la
cama, el muy vago? ¿Voy a tener que ponerle un sombrero todas las
noches?". Aquello me incomodó, claro. -Hizo una pausa y
suspiró-. Las cosas fueron de mal en peor a partir de entonces. Sin
sombrero, Charlie era incapaz de pensar. Sin zapatos, no podía
nadar. Sin guantes no podía mover los dedos. Llevaba guantes incluso
en verano. Los médicos lo dejaron por imposible. Hubo incluso un
psiquiatra que se fue de vacaciones después de hablar con él.
-Termine -dije-,
tengo que irme.
-No hay mucho más
-repuso-. Las cosas siguieron empeorando. Charlie tuvo que contratar
a un hombre para que lo vistiera. Miranda se hartó de él y se
trasladó a la habitaciónde invitados. Mi hermano estaba perdiéndolo
todo. Entonces, una mañana... -Se estremeció-. Fui a visitarlo para
ver cómo estaba y me encontré la puerta del piso abierta de par en
par. Entré corriendo. Aquello estaba silencioso como una tumba.
Llamé al ayudante. Nada. Entré en el dormitorio y allí estaba
Charlie, tumbado en la cama como un cadáver, farfullando. Sin decir
palabra, cogí un sombreroy se lo puse. "¿Dónde está tu
ayudante? ¿Dónde está Miranda?", le pregunté. Me miró; le
temblablan los labios. "Charle, ¿qué pasa?", le pregunté.
"Mi traje se ha ido a trabajar esta mañana", gimotéo.
Supuse que se había vuelto loco. Estaba histérico. "Mi traje
de rayas grises. El que llevaba ayer. Mi ayuda de cámara se ha
puesto a gritar y me ha despertado. Estaba mirando el armario. Yo
también he mirado y... ¡Dios mío! Delante del espejo, mi ropa
interior estaba colocándose. Una camisa blanca ha volado hasta la
camiseeta y se ha puesto encima de ella, los pantalones se han
subido, encima de la camisa se ha puesto un abrigo, una corbata se ha
anudado, los calcetines y los zapatos se han colocado en la boca de
las perneras. El abrigo ha levantado un brazo, ha cogido un sombrero
del estante del armario y lo ha colocado en el aire, allí donde
habría estado la cabeza de haberla tenido. Después, el sombrero se
ha movido en un saludo. "Esto es así, Charlie", ha dicho
una voz y ha soltado una carcajada infernal. El traje se ha marchado
y mi ayuda de cámara ha huido. Miranda no está."
-Cuando Charlie
terminó de contármelo, le quité el sombrero para que pudiera
desmayarse y llamé a una ambulancia.
El hombre se rebulló
en la silla.
-Eso fue la semana
pasada -dijo-. Todavía tiemblo al recordarlo.
-¿Eso es todo?
-pregunté.
-Casi -repondió-.
Me dicen que Charle está cada vez más débil. Sigue en el hospital.
Se queda sentado en la cama con el sombrero gris calado hasta las
orejas, murmurando para sí. No puede hablar, ni siquiera con el
sombrero puesto. -Se enjugó el sudor de la cara-. Pero eso no es lo
peor -prosiguió entre sollozos-. Me han dicho que Miranda está...
-Tragó saliva-. Que está saliendo con el traje. Les dice a todos
sus amigos que esa maldita cosa tiene mas sex-appeal del
que Charlie tuvo nunca.
-¡No! -dije yo.
-Sí -me confirmó
él-. Miranda está ahí dentro. Ha llegado hace un rato.
Volvió a sumirse en
una meditación silenciosa.
Yo me levanté y me
desperecé. Intercambiamos una mirada y cayó en redondo, desmayado.
Lo dejé ahí. Entré
en la habitación a recoger a Miranda y nos fuimos.
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