Tenía la espalda inquieta y la nuca de porcelana. Tenía un pelo
castaño y subversivo, y una lengua despiadada y alegre con la que
recorría la vida y milagros de quien se ofreciera.
A la gente le
gustaba hablar con ella, porque su voz era como lumbre y sus ojos
convertían en palabras precisas los gestos más insignificantes y
las historias menos obvias.
No era que inventara
maldades sobre los otros ni que supiera con más precisión los
detalles de un chisme. Era sobre todo que descubría la punta de cada
maraña, el exacto descuido de Dios que coronaba la fealdad de
alguien, la pequeña imprecisión verbal que volvía desagradable un
alma cándida.
A la tía Charo le
gustaba estar en el mundo, recorrerlo con sus ojos inclementes y
afilarlo con su voz apresurada. No perdía el tiempo. Mientras
hablaba, cosía la ropa de sus hijos, bordaba iniciales en los
pañuelos de su marido, tejía chalecos para todo el que tuviera frío
en el invierno, jugaba frontón con su hermana, hacía la más
deliciosa torta de elote, moldeaba buñuelos sobre sus rodillas y
discernía la tarea que sus hijos no entendían.
Nunca la hubiera
avergonzado su pasión por las palabras si una tarde de junio no
hubiese aceptado ir a unos ejercicios espirituales en los que el
padre dedicó su plática al mandamiento «No levantarás falsos
testimonios ni mentirás». Durante un rato el padre habló de los
grandes falsos testimonios, pero cuando vio que con eso no
atemorizaba a su adormilada clientela, se redujo a satanizar la
pequeña serie de pecados veniales que se originan en una
conversación sobre los demás, y que sumados dan gigantescos pecados
mortales.
La tía Charo salió
de la iglesia con un remordimiento en la boca del estómago. ¿Estaría
ella repleta de pecados mortales, producto de la suma de todas esas
veces en que había dicho que la nariz de una señora y los pies de
otra, que el saco de un señor y la joroba de otro, que el dinero de
un rico repentino y los ojos inquietos de una mujer casada? ¿Podría
tener el corazón podrido de pecados por su conocimiento de todo lo
que pasaba entre las faldas y los pantalones de la ciudad, de todas
las necedades que impedían la dicha ajena y de tanta dicha ajena que
no era sino necedad? Le fue creciendo el horror. Antes de ir a su
casa pasó a confesarse con el padre español recién llegado, un
hombre pequeño y manso que recorría la parroquia de San Javier en
busca de fieles capaces de tenerle confianza.
En Puebla la gente
puede llegar a querer con más fuerza que en otras partes, sólo que
se toma su tiempo. No es cosa de ver al primer desconocido y
entregarse como si se le conociera de toda la vida. Sin embargo, en
eso la tía no era poblana. Fue una de las primeras clientas del
párroco español. El viejo cura que le había dado la primera
comunión, murió dejándola sin nadie con quien hacer sus más
secretos comentarios, los que ella y su conciencia, destilaban a
solas, los que tenían que ver con sus pequeños extravíos, con las
dudas de sus privadísimas faldas, con las burbujas de su cuerpo y
los cristales oscuros de su corazón.
—Ave María
Purísima —dijo el padre español en su lengua apretujada, más
parecida a la de un cantante de gitanerías que a la de un cura
educado en Madrid.
—Sin pecado
concebida —dijo la tía, sonriendo en la oscuridad del
confesionario, como era su costumbre cada vez que afirmaba tal cosa.
—¿Usted se ríe?
—preguntó el español adivinándola, como si fuera un brujo.
—No padre —dijo
la tía Charo temiendo los resabios de la Inquisición.
—Yo sí —dijo el
hombrecito—, y usted puede hacerlo con mi permiso. No creo que haya
un saludo más ridículo. Pero dígame: ¿cómo está? ¿Qué le pasa
hoy tan tarde?
—Me pregunto,
padre —dijo la tía Charo—, si es pecado hablar de los otros.
Usted sabe, contar lo que les pasa, saber lo que sienten, estar en
desacuerdo con lo que dicen, notar que es bizco el bizco y renga la
renga, despeinado el pachón, y presumida la tipa que sólo habla de
los millones de su marido. Saber de dónde sacó el marido los
millones y con quién más se los gasta. ¿Es pecado, padre?
—preguntó la tía.
—No hija —dijo
el padre español—. Eso es afán por la vida. ¿Qué ha de hacer
aquí la gente? ¿Trabajar y decir rezos? Sobra mucho día. Ver no es
pecado, y comentar tampoco. Vete en paz. Duerme tranquila.
—Gracias padre
—dijo la tía Charo y salió corriendo a contárselo todo a su
hermana.
Libre de culpa desde
entonces, siguió viviendo con avidez la novela que la ciudad le
regalaba. Tenía la cabeza llena con el ir y venir de los demás, y
era una clara garantía de entretenimiento. Por eso la invitaban a
tejer para todos los bazares de caridad, y se peleaban más de diez
por tenerla en su mesa el día en que se jugaba canasta. Quienes no
podían verla de ese modo, la invitaban a su casa o iban a visitarla.
Nadie se decepcionaba jamás de oírla, y nadie tuvo nunca una
primicia que no viniera de su boca.
Así corrió la vida
hasta un anochecer en el bazar de Guadalupe. La tía Charo había
pasado la tarde lidiando con las chaquiras de un cinturón y como no
tenía nada nuevo que contar se limitó a oír.
—Charo, ¿tú
conoces al padre español de la iglesia de San Javier? —le preguntó
una señora, mientras terminaba el dobladillo de una servilleta.
—¿Por qué? —dijo
la tía Charo, acostumbrada a no soltar prenda con facilidad.
—Porque dicen que
no es padre, que es un republicano mentiroso que llegó con los
asilados por Cárdenas y como no encontró trabajo de poeta, inventó
que era padre y que sus papeles se habían quemado, junto con la
iglesia de su pueblo, cuando llegaron los comunistas.
—Cómo es díscola
alguna gente —dijo la tía Charo y agregó con toda la autoridad de
su prestigio—: El padre español es un hombre devoto, gran
católico, incapaz de mentir. Yo vi la carta con que el Vaticano lo
envió a ver al párroco de San Javier. Que el pobre viejito se haya
estado muriendo cuando llegó, no es culpa suya, no le dio tiempo de
presentarlo. Pero de que lo mandaron, lo mandaron. No iba yo a hacer
mi confesor a un farsante.
—¿Es tu confesor?
—preguntó alguna en el coro de curiosas.
—Tengo ese orgullo
—dijo la tía Charo, poniendo la mirada sobre la flor de chaquiras
que bordaba, y dando por terminada la conversación.
A la mañana
siguiente se internó en el confesionario del padre español.
—Padre, dije
mentiras —contó la tía.
—¿Mentiras
blancas? —preguntó el padre.
—Mentiras
necesarias —contestó la tía.
—¿Necesarias para
el bien de quién? —volvió a preguntar el padre.
—De una honra,
padre —dijo la tía.
—¿La persona
auxiliada es inocente?
—No lo sé, padre
—confesó la tía.
—Doble mérito el
tuyo —dijo el español—. Dios te conserve la lucidez y la buena
leche. Ve con él.
—Gracias, padre
—dijo la tía.
—A ti —le
contestó el extraño sacerdote, poniéndola a temblar.
Mujeres de ojos grandes, 1990.
No hay comentarios:
Publicar un comentario