lunes, 18 de enero de 2016

Heliogábalo. Leo Maslíah.

Es una gran ventaja tener una amante que se llame igual que la mujer de uno, porque así, si uno la nombra dormido, su mujer no sospechará nada, y hasta se dará por aludida, estrechando al esposo entre sus brazos bajo las cálidas sábanas conyugales y dirá “qué, mi amor, qué”. 
El problema es que mi esposa se llama Hermelinda, y ni entre las pocas mujeres que además de ella alguna vez me dieron bola, ni entre las muchas que no, hubo nunca ninguna que portara ése como nombre, ni como segundo nombre, y menos como apodo, y por supuesto tampoco como apellido. 
Pero al promediar la crisis de los treinta años, en uno de esos días en que la compulsión a probar nuevas carnes me parecía cuestión de vida o muerte, cacé la guía telefónica y no paré de leerla hasta encontrar una abonada con el nombre de mi esposa. 
Empecé a discar su número y estaba dispuesto a sorprenderla con una declaración de amor cuando mi visión periférica detectó, al costado de las cifras sobre las que yo fijaba mi atención, una pequeña anormalidad. Corriendo un poco la mirada observé que, en mi entusiasmo, había leído mal: la abonada no se llamaba Hermelinda, sino Hermenegilda. Mi primera reacción fue colgar el tubo, pero enseguida recapacité, considerando que si yo mientras dormía pronunciaba el nombre “Hermenegilda”, mi mujer no podría sospechar nada, y atribuiría la variación en el nombre a los tan comunes procesos de elaboración onírica que uno puede rastrear hasta en los sueños de las mejores familias. 
Así pues, llamé a esa tal Hermenegilda y tuve la suerte de encontrarla. Inventé una historia acerca de que yo era su admirador secreto, que la había visto muchas veces por su barrio (en la guía telefónica, por supuesto, estaba su dirección) pero que nunca me había animado a hablarle, etcétera. Ella me creyó. Con cierta reticencia de su parte al principio, logré que concertáramos una cita. Nos encontramos al día siguiente en un bar, que quedaba lejos tanto de su casa como de la mía. Por supuesto, yo no tenía –antes de verla- la más remota idea de su apariencia física, pero lo que hice fue llegar temprano al bar, sentarme cerca de la puerta y decir “Hermenegilda” a toda mujer que viera entrar sola. En dos o tres casos lamenté que no se llamaran así, pero también me salvé de unas cuantas. Hubo una cuyo aspecto era tan asqueante que casi me inhibió de pronunciar el nombre, pero tuve que hacerlo porque si ésa llegaba a ser Hermenegilda y yo seguía llamando así a otras que fueran llegando después, se me armaba la gorda. 
Bastante gordita resultó ser la verdadera Hermenegilda, pero la amplitud de sus caderas y su número de corpiño la hacían todavía deseable pese a estar al borde de la tercera edad. 
Modestia aparte, tengo que decir que yo le gusté. Nos fuimos pronto del bar y ese día se inició un caluroso romance. Pero al despedirnos ella me informó de cierta circunstancia que dificultaría el vernos con demasiada frecuencia: era casada. Yo le confesé que eso me tomaba por sorpresa, ya que al ver el número del teléfono a su nombre la había dado por soltera, viuda o divorciada. 
-Es que la casa es mía. Yo siempre viví ahí –dijo ella-. José, mi marido, es un tipo que nunca tuvo donde caerse muerto. 
A través de nuestros sucesivos encuentros me fui enterando de que el marido de Hermenegilda, según ella, sólo la quería por su dinero. La vida sexual de la pareja había durado menos que su luna de miel. Y conmigo ella se desquitaba de lo lindo. Hasta que una vez se abrió la puerta de nuestro cuarto de hotel, y entró José con un equipo de fotógrafos y técnicos en grabaciones de video. -Te pesqué, ramera –dijo-. Ahora tengo las pruebas que necesito para pedir el divorcio y quedarme con la mitad de tus bienes. 
-Pero...-balbuceó Hermenegilda- ... ¿Cómo supiste de...nosotros? 
-Entré en sospechas y decidí seguirte querida –contestó José-. Hace varias noches que cuando duermes pronuncias un nombre que no es el mío. 
Efectivamente, yo no me llamo José, como él. Mi nombre es Heliogábalo.

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