domingo, 22 de abril de 2018

Una casa llena de sillas. Antonio Báez.

Invité a una mujer a subir a mi casa. Tenía las piernas tatuadas, los brazos, los hombros y el cuello. No todos los hombres son capaces de invitar a una mujer llena de tatuajes a subir a su casa. Era una mujer grande, muy blanca de piel y con el pelo negro como el azabache. A pesar de su aspecto apocalíptico me pareció una mujer muy tierna, casi infantil. Y eso incentivó aún más mi deseo. Mientras íbamos en el ascensor hojeando una revista entre risas pensé en ella desnuda, como vulgarmente se suele decir, a cuatro patas. Deseaba ver los tatuajes que mantenía ocultos mientras la penetraba. No puedo saber qué es lo que a ella se le pasaba por la cabeza. Podría preguntárselo. Ir a la cafetería en la que la abordé, donde no es extraño que se encuentre en este momento, y decirle: estoy escribiendo sobre nosotros y me gustaría conocer tus pensamientos en el ascensor aquella tarde en que subiste por primera vez a mi casa. Estoy seguro de que me los contaría. Quizás lo haga un día de estos, aunque este relato ya esté terminado. Podré rehacerlo, añadir lo que ella me cuente, pero por ahora voy a seguir, aunque sea con esa laguna. La besé precipitadamente y con torpeza. Ella fue un ángel. Comprendió la situación enseguida y se abrazó a mí. No llegamos a desnudarnos, pues actuamos con la urgencia del deseo, como mínimo con la del mío. Aplacado el furor amoroso hubo un momento en el que no supimos qué decir o hacer, ella miró el techo y yo miré la puerta. Luego puso la boca con forma de o mayúscula, así, O. Como si hubiese un agujero allí que dejase ver el piso de arriba y, en el techo de este, otro agujero dejase ver el siguiente piso y así sucesivamente hasta llegar a un espléndido cielo. A mí la puerta, sin embargo, me pareció una montaña en la que me sería imposible excavar un túnel. Ya se vería. Ella accionó la cerradura con gran suavidad y me dedicó una sonrisa. Una vez entré en una casa en la que sólo había sillas, todo el espacio estaba ocupado por sillas, lo que dificultaba mucho moverse de una habitación a otra, me dijo. Te acompaño, le dije. Encerrados en el ascensor nos apresuramos de nuevo a amarnos con frensesí, con la ropa puesta. Y luego volvimos a enmudecer. Ella miró al frente en aquel espacio claustrofóbico, yo al techo, sudando. Una vecina nos encontró así al abrir la puerta, casi como estatuas de sal. Dio un respingo hacia atrás y nosotros aprovechamos para salir al rellano. Al día siguiente me invitó ella a su casa. Me pareció que tenía una enorme serpiente descansando en el centro de la cama, así que le propuse que nos arrojaramos al suelo, donde manifestamos una gran voracidad del uno por el otro. Luego ella se asomó a la ventana y me mostró en su espalda desnuda un dragón tatuado. Advertí que la serpiente de la cama era sólo un estampado de la colcha. Le conté mi confusión y con los espamos de su risa todos los seres maravillosos dibujados en su cuerpo empezaron a cobrar vida. Mientras me trababa con sus piernas, sujeto contra el suelo, comencé a ver que en el techo se abría un agujero y en el piso de arriba se abría otro y así sucesivamente, hasta llegar a un cielo espléndido. A última hora decidimos salir y de nuevo probamos nuestros deseos dentro del ascensor. Volví a mi casa de madrugada y caí en la cama como un saco. Al despertar al día siguiente me encontré todas las habitaciones llenas de sillas, lo que dificultó muchísimo mi salida para salir a tomarme un bocadillo a la cafetería de la esquina, donde la mujer, subida a un taburete, dejaba ver sobre su lechoso y espléndido muslo el trazo de un nuevo tatoo. Hasta ahí llega esta historia, hasta lo que pensé en aquel momento: santo cielo, cómo me gusta. Le guiñe un ojo y me siguió a la calle. No sé lo que a ella se le pasaba por la cabeza, porque, la verdad sea dicha, hablábamos poco, pero le puedo preguntar un día de estos para ponerlo en este relato como final.

 

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