miércoles, 25 de abril de 2018

Catgut. Anna Gavalda.

Al principio nada estaba previsto así. Había contestado a un anuncio de La Semaine Vétérinaire para una sustitución de dos meses, en agosto y septiembre. Y luego el tío que me contrató se mató en la carretera volviendo de vacaciones. Afortunadamente, no había nadie más en el coche.
Y me quedé. Incluso compré la casa. Es una buena clientela. A los normandos les cuesta pagar, pero acaban haciéndolo.
Los normandos son como todos los catetos. Las opiniones, una vez que se les meten en la cabeza, ahí se quedan para siempre… y una mujer, para los animales, mala cosa. Para alimentarlos, para ordeñarlos y para limpiar la mierda, vale. Pero para las inyecciones, los partos, los cólicos y las metritis, está por ver.
Se vio. Después de varios meses de calibrar, terminaron por ofrecerme esa copita en la mesa de la cocina.
Por supuesto, durante las mañanas, no hay problemas. Atiendo en la consulta. Me traen sobre todo perros y gatos. Varios casos: me lo traen para pincharlo porque el padre es incapaz de hacerlo y el animal sufre demasiado, me lo traen para curarlo porque éste es bueno para la caza o, ya menos frecuente, me lo traen para la vacuna, y entonces, es un parisino.
Lo peor al principio eran las tardes. Las visitas. Los establos. Los silencios. Hay que verla trabajar, luego ya se dirá. Cuánta desconfianza y, me imagino yo, cuantas burlas por la espalda. Sí que he debido dar motivos de risa en el café con mis prácticas y mis guantes estériles. Además, me llamo Pernil. Doctora Pernil. Vaya descojone.
Terminé por olvidar mis fotocopias y mi teoría, esperé en silencio yo también, delante del animal, a que el propietario me escupiera pedazos de explicación para ayudarme.
Y luego, sobre todo, y es gracias a lo que estoy todavía aquí, me compré unas pesas.
Ahora, si tuviera que dar algún consejo (con todo lo que ha ocurrido me extrañaría que me pidiera alguien alguno) a un joven que quisiera ser veterinario rural, le diría: músculo, mucho músculo. Es lo más importante. Una vaca pesa entre quinientos y ochocientos kilos, un caballo entre setecientos kilos y una tonelada. Eso es todo.
Imaginaos una vaca que tiene problemas para parir. Por supuesto es de noche, hace mucho frío, el establo está sucio y apenas hay luz.
Bueno.
La vaca sufre, el granjero está triste, la vaca es su ganapán. Si el veterinario le sale más caro que el precio de la carne que va a nacer hay que pensárselo… tú dices:
―El ternero está mal colocado. Hay que darle la vuelta y saldrá solo.
El establo se anima, han sacado de la cama al mayor y detrás de él ha venido la hermana pequeña. Para una vez que ocurre algo.
Mandas atar al animal. Bien atado. Nada de patadas. Te desnudas, te quedas en camiseta. Hace frío de golpe. Buscas un grifo y te lavas bien las manos con un trozo de jabón que anda por ahí. Te pones los guantes que te llegan hasta debajo de los sobacos. Con la mano izquierda te apoyas en la vulva enorme y adelante.
Vas a buscar el ternero de setenta o sesenta kilos al fondo de la matriz y le das la vuelta. Con una sola mano.
Lleva tiempo pero lo haces. Después, te acuerdas de tus pesas cuando te tomas un calvados, al calorcito, para recuperarte.
Otra vez, el ternero no saldrá, hay que abrir y es más caro. El tío te mira y según tu mirada tomará una decisión. Si tu mirada inspira confianza y si haces un gesto hacia tu coche como para coger el material, dirá que sí.
Si tu mirada está vuelta hacia los otros animales y si haces un gesto pero como para irte, dirá que no.
Otra vez también, el ternero está ya muerto y no hay que lastimar a la novilla, entonces se le corta en trocitos y se sacan uno después de otro, siempre con el guante.
Luego, de vuelta a casa, pero con tristeza.
Han pasado los años y estoy lejos de haber terminado de pagar todo, pero me van las cosas bastante bien.
Cuando murió, compré la granja del tío Villemeux y la arregle un poco.
Conocí a alguien y luego se marchó. Por mis manos en forma de palas, me imagino.
Recogí dos perros, el primero vino solo hasta mi casa y la debió de encontrar buena, el segundo vivió lo peor antes de que yo lo adoptara. Por supuesto, el que manda es el segundo. También hay unos cuantos gatos por aquí. No los veo nunca, pero la comida desaparece. Me gusta mi jardín, es un poco salvaje pero hay algunos rosales antiguos que están ahí antes que yo y que no exigen nada. Son muy hermosos.
El año pasado compré muebles de jardín de madera de teca. Carísimos, pero al parecer envejecerán bien.
Cuando se presenta la ocasión salgo con Marc Pardini que es profesor de no sé qué en el colegio de al lado. Vamos al cine o a cenar. Se hace el intelectual conmigo y me hace gracia porque, es verdad, me he vuelto súper paleta. Me presta libros y discos.
Cuando se presenta la ocasión, me acuesto con él. Siempre sale bien.
Ayer por la noche sonó el teléfono. Era la Billebaudes, la granja de la carretera de Tianville. El tío me habló de algo que iba mal y que no podía esperar.
Decir que me costó ir es poco decir. Había estado de guardia el fin de semana anterior, y llevaba trece días trabajando sin interrupción. Hable un poquito con mis perros. Cualquier cosa, es para oír mi voz, y me hice un café negro como el carbón.
Nada más quitar la llave del contacto, supe que nada saldría bien. La casa estaba a oscuras y el establo en silencio.
Metí un ruido tremendo golpeando la puerta de chapa ondulada como para despertar al mundo entero pero era demasiado tarde.
Me dijo: el culo de mi vaca está bien, ¿pero el tuyo cómo está? ¿Tienes tú un culo? Cuentan por aquí que no eres una mujer de verdad, que eres más bien un poco marimacho, es lo que dicen por aquí, sabes. Entonces nosotros les dijimos que lo comprobaríamos nosotros mismos.
Y todo lo que decía hacía reír a los otros dos.
Yo miraba fijamente sus uñas mordidas hasta hacerse sangre. ¿Crees que me lo habría hecho sobre una paca de paja? No, estaba demasiado borracho como para agacharse sin caerse. En la lechería me placaron contra una cuba helada. Había una especie de tubo acodillado que me machacaba la espalda. Era patético verles impacientes con la bragueta.
Todo era patético.
Me hicieron un daño horrible. Así, no quiero decir nada, pero lo repito para aquellos que me hayan oído mal: me hicieron un daño horrible.
Al tío de las Billebaudes la eyaculación lo despejó de golpe.
Bueno, doctora, esto ha sido para divertirnos, ¿eh? No solemos tener ocasiones de divertirnos por aquí, hay que comprendernos, y aquí, mi cuñado, es su despedida de soltero, ¿verdad Manu?
Manu ya estaba durmiendo y el colega de Manu empezó a pimplar otra vez.
Yo le dije al tío, claro, claro. Incluso bromeé un poco con él hasta que me ofreciera la botella. Era aguardiente de ciruela.
El alcohol los había vuelto inofensivos pero les administré a cada uno una dosis de Ketamine. No quería que movieran un músculo. Quería estar bien tranquilita.
Me puse guantes estériles y lo limpié todo bien con Betadine.
Después, estiré la piel del escroto. Con la hoja del bisturí hice una pequeña incisión. Saqué los testículos. Corté. Ligué el epidídimo y el vaso sanguíneo con catgut nº 3,5. Volví a meter los testículos en las bolsas y lo cosí con un punto por encima. Un trabajo muy limpio.
Al que me llamó por teléfono y que fue el más violento porque se siente aquí en su casa, le trasplanté su par de huevos encima de la nuez.
Eran casi las seis cuando pasé por casa de mi vecina. La señora Brudet, setenta y dos años, de pie desde hacía tiempo, toda acartonada pero animosa.
―Me voy a tener que ausentar seguramente, señora Brudet, necesito alguien que cuide de mis perros y de los gatos.
―¿No será nada grave, espero?
―No lo sé.
―Los gatos, encantada, aunque me parece a mí que no es bueno cebarlos así. Que cacen ratones, que es lo que tienen que hacer. Los perros ya me cuesta más porque son gordos, pero si no va a ser mucho tiempo, me los quedaré.
―Le voy a firmar un talón para la comida.
―Está bien. Déjelo detrás de la tele. ¿No será nada grave, espero?
―Nahnahnahnah ―dije sonriendo.
Ahora estoy sentada en la mesa de la cocina. Me he hecho otro café y me estoy fumando un cigarro. Aguardo al coche de la policía.
Sólo espero que no pongan la sirena.

 Quisiera que alguien me esperara en algún lugar. Anna Gavalda, 2010.

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