Él
era uno de esos predestinados que ven más allá. No desde el balcón
de los dioses, sino desde aquí, desde este lugar común llamado
Tierra.
Él,
como ejemplo, veía el dolor (para ser más preciso: el temblor) del
bosque cuando al amanecer los pájaros lo abandonan para entrar en el
aire.
También,
al encenderse la luz, él veía cómo las sombras se contorsionaban
(en realidad, se resistían) en ese fugaz y fulminante instante antes
de desaparecer.
Y
si, por caso, en el horizonte aparecía una veladura, él, de una
sola mirada, sabía si aquello era un remolino de niebla, la
polvareda de una estampida, una invasión enemiga o un espejismo.
Hasta
llegó a ver, cierta vez, frente al espejo, el lento trazado de un
lápiz invisible, o dicho de otro modo, el nacimiento de una arruga.
Y
sin embargo no vio llegar al dulce animal amargo del amor, y eso que
este animal, antes de dar el salto y atraparlo, lo miró hondo a los
ojos.
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