en algún polvoriento camino
de México, y el hecho me produjo una honda impresión.
No
ha sido éste el primer crimen que he cometido. Desde que hace
setenta y un años nací en Ohio y recibí el nombre de Ambrose
Bierce hasta mi reciente deceso, he destripado a mis padres y a
diversos familiares, amigos y colegas. Estos conmovedores episodios
han salpicado de sangre mis días o mis cuentos, que me da lo mismo:
la diferencia entre la vida que viví y la vida que escribí es
asunto de los farsantes que en el mundo ejecutan la ley humana, la
crítica literaria y la voluntad de Dios.
Para
poner fin a mis días, me sumé a las tropas de Pancho Villa y elegí
una de las muchas balas perdidas que en estos tiempos pasan zumbando
sobre la tierra mexicana. Este método me resultó más práctico que
la horca, más barato que el veneno, más cómodo que disparar con mi
propio dedo y más digno que esperar a que la enfermedad o la vejez
se hicieran cargo de la faena.
Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.
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