domingo, 26 de enero de 2020

Una de estas mañanas me asesiné. Eduardo Galeano.

en algún polvoriento camino de México, y el hecho me produjo una honda impresión.
No ha sido éste el primer crimen que he cometido. Desde que hace setenta y un años nací en Ohio y recibí el nombre de Ambrose Bierce hasta mi reciente deceso, he destripado a mis padres y a diversos familiares, amigos y colegas. Estos conmovedores episodios han salpicado de sangre mis días o mis cuentos, que me da lo mismo: la diferencia entre la vida que viví y la vida que escribí es asunto de los farsantes que en el mundo ejecutan la ley humana, la crítica literaria y la voluntad de Dios.
Para poner fin a mis días, me sumé a las tropas de Pancho Villa y elegí una de las muchas balas perdidas que en estos tiempos pasan zumbando sobre la tierra mexicana. Este método me resultó más práctico que la horca, más barato que el veneno, más cómodo que disparar con mi propio dedo y más digno que esperar a que la enfermedad o la vejez se hicieran cargo de la faena.

 Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.

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