A
Delia Saravia de Massa
Yo,
que tantos hombres he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo
desfallecía Matilde Urbach.
J.
L. Borges.
Bueno,
claro, eso... Pero la vida también, hombre, y para qué negarlo, la
vida le andaba dando toda clase de satisfacciones últimamente, para
qué negarlo, su primer puesto en el extranjero, toda clase de
satisfacciones, el comienzo de una brillante carrera diplomática. Y
en Buenos Aires nada menos, pudo haber sido cualquier otra ciudad
inferiorísima a Lima, pero no: nada menos que Buenos Aires y mira la
suerte que hemos tenido de encontrar este departamento, precioso,
¿no? Media hora más y estaría camino de la Embajada, allá su
despacho, su refinada atención a los problemas diarios, una cierta
elegancia en la manera de atender al público, aquel encanto que se
desprende de la belleza muy a la moda de las corbatas de sus
compañeros de trabajo. «Un buen grupo, de lo mejorcito que ha
salido de la Academia Diplomática», le había dicho él a Ana, al
cabo de su primera semana de trabajo. Y no se equivocaba, «se
equivocaba la paloma», sonrió, pensando en el poema que cantaba
Bola de Nieve la otra noche, ves: por ejemplo eso, el haberlos
llevado a una boite,
el
haberlos querido iniciar en la vida nocturna de Buenos Aires, qué
más prueba de la alegre disposición de sus compañeros de trabajo,
del optimismo y la excelente disposición que se adivinaba en sus
corbatas, cualquier pretexto era bueno para salir a divertirse, se
había casado seis meses antes de que lo destacaran a Buenos Aires y
sin embargo ése fue el pretexto que dieron sus compañeros para
invitarlos: su reciente, su flamante matrimonio, casi siete meses
hacía de la boda, pero ellos insistieron en llamarlo flamante.
Bueno, todo es relativo... ¿relativos también entonces su
bienestar, su alegría actual? Colgó la toalla en la percha al darse
cuenta de que se había estado secando más de lo necesario, y dudó
calato frente al espejo que lo retrataba de cuerpo entero: barriga en
su sitio, ninguna tendencia a la acumulación de grasa. Lo otro:
siempre había sido más bien bajo, una empinadita pero la disimuló
con una media vuelta realmente necesaria ya que tenía que coger la
caja de talco, volvió a lo del espejo para talquearse la
entrepierna, un sector de su cuerpo que siempre lo había dejado
ampliamente satisfecho, ¿no...? Silbó para no sentir pena, también
en talquearse se estaba demorando más de lo necesario. Bloqueó una
idea agradeciéndole a su entrepierna por lo bien que le iba en su
matrimonio, la contempló agradecido por la parte que le correspondía
en todo eso, sí, su flamante matrimonio con Ana, Baby Schiaffino fue
testigo... Abriendo la puerta del baño porque el duchazo caliente
había dejado mucho vaho, bloqueó otra idea pero segundos más tarde
estaba silbando mientras cogía el peine, para que Ana, allá afuera,
lo escuchara silbar en el preciso instante en que volvía a pensar
tranquilo: bueno, claro, eso...
Pero
nada, hombre: él tenía esa «gran capacidad». Ahora, por ejemplo,
acababa de desayunar con Ana, y más de lo que conversaron durante
ese desayuno nadie conversa durante el desayuno, ni hablar. Ana le
había contado uno por uno sus proyectos para el día y él le había
estado hablando de la Embajada, de lo que le esperaba en un día como
hoy. Definitivamente, él tenía esa «gran capacidad», y contando
con ella partiría esa mañana a su despacho de segundo secretario
para realizar su trabajo de inolvidable eficiencia, todo tal como
correspondía a la brillante carrera diplomática que estaba
iniciando. Sabe Dios por qué su chaleco gris claro le dio un
optimismo que no hizo más que aumentar en el instante en que se puso
de pie para besar a Ana y partir. Hasta la puerta llegó con la
profunda e higiénica satisfacción que le dio el contemplar la
impecabilidad de unas uñas que coronaban un par de manos francamente
finas y largas para su contextura y estatura. Pero entonces, junto a
la puerta, se dio con la mesita en que Ana había depositado la carta
para no olvidarla cuando saliera.
Sra.
Baby Schiaffino de Boza
Blas Cerdeña 799
San Isidro
Lima,
Perú.
Bueno,
claro eso... Pero él tenía esa «gran capacidad» y gracias a ella
pudo cerrar rápidamente la puerta y partir a la Embajada. Una vez
allá, la brillante carrera que estaba empezando captó durante largo
rato toda su atención y anduvo de cosa en cosa, de asunto en asunto
con una diligencia envidiable. Era despierto, era inteligente, era
eficiente, leía en tres idiomas y tenía su cultureta, había sido
un buen alumno de la Academia Diplomática, era cortés, hasta fino,
y lo cierto es que aunque era más bien bajo, la ropa le quedaba
pintada porque tenía un buen sastre y vestía con una elegante
discreción. De estas muchas virtudes, algunas las trajo al mundo y
otras las aprendió en la vida. Y ahora precisamente estaba
sirviéndose de ellas con profunda conciencia de su utilización, tal
vez era de eso de lo que consistía su «gran capacidad». O era tal
vez de otra cosa, de algo que le volvió a fallar aquella mañana en
el instante en que salía del despacho del cónsul: se quedó parado
mirando con cara de despiste total a un peruano que andaba esperando
por algo de su pasaporte. «¿Por qué mierda le escribí eso a
Baby?», murmuró retorciendo desesperado la boca, pero otra llamada
del cónsul a su despacho lo salvó recuperándolo para su brillante
carrera.
Almorzó
con el cónsul y con el encargado de negocios en un restaurante de
por ahí cerca y por la tarde empezó a trabajar como cualquier otro
día. Pero algo en ese apagón otoñal que pegó el sol, hacia las
cuatro, lo entristeció profundamente. Siguió trabajando, claro,
pero muy consciente de que para ello se estaba valiendo de la
eficiencia que cierta práctica le daba. Interiormente sentía en
cambio que continuaba entristeciendo como la tarde, sabía que en
poco rato iba a terminar con su trabajo y qué otra alternativa
entonces más que la de regresar a casa y comprobar que Ana ya se
había llevado la carta. Se estremeció ante la imagen de Baby
leyéndola en la cama, llegando a esas ridículas líneas finales,
sonriendo al leerlas, fuiste y serás
mi más grande (amo) amiga, por
supuesto que seguro había tachado mal lo de amor en vez de amiga,
tremendo lapsus ¿no?, imbécil, te
juro que nuestra amistad perdurará en lo más profundo..., se
crispaba, se encogía todito al recordar, ¡a santo de qué por Dios
santo!, Baby le había escrito tres líneas de pésame tres meses
después de la muerte de su padre, Baby se cagaba probablemente en el
pasado, Baby no era sensible, ni siquiera inteligente, eso no fue más
que un mito creado por sus amigos porque era bellísima y en vez de
querer casarse muy pronto prefería ir a la universidad y conversaba
libremente con los hombres, pura pose, le había escrito tan sólo
porque estaba en cama con siete meses de embarazo y se aburría, y él
salir con toda esa rimbombancia, fuiste
y serás (amo) amiga te juro amistad perdurará..., «Ridículo»,
se dijo «por algo te llamaban Taquito, Taquito Carrillo. Taquito
Taquito Taquito—, se repitió en voz alta, añorando aquellos
momentos en que su «gran capacidad»... Selló un documento que
definitivamente no debía sellar.
Su
«gran capacidad»... Estaba pensando en aquellas palabras y sentía
como que iba a pensar en tantas otras cosas, ahora. Ana estaba en
casa de Raquelita por lo del bendito té aquel y antes de las ocho no
regresaría. Sin querer, encendiendo primero la lámpara al pie del
sillón en el que se instaló al llegar, y luego la luz indirecta del
bar para servirse un whisky, logró una atmósfera muy propicia para
el amor o para el recuerdo, bastante atangada en todo caso, había un
resultado cinematográfico en el salón de su departamento. Era
realmente un precioso departamento y Ana lo había terminado de
decorar con verdadera prolijidad utilizando algunos regalos de
matrimonio y otras cosas compradas en Buenos Aires. Pero mientras se
servía el whisky, pudo comprobar que la mayor parte de los objetos
permanecían en una especie de respetuosa penumbra, lograda sin
ninguna determinación precisa. Hizo tintinear los hielos como si
estuviera llamando a los ocultos objetos y, al fondo, sobre una
pequeña mesa redonda, apareció la cigarrera de plata que Baby
Schiaffino le había regalado por su matrimonio. Por lo menos dos
veces habría podido impedir que esa carta se enviara. ¿Por qué no
lo hizo anoche, por ejemplo, cuando al cerrarla se dio cuenta
súbitamente de lo ridícula, de lo extemporánea que era? ¿Por qué
no la cogió esta mañana, al partir a la oficina, diciéndole
simplemente a Ana que él iba a pasar delante del mismo buzón? «¿Por
qué la he mandado?», se preguntó en voz alta, como pidiéndose una
explicación. Su respuesta fue un sorbo de whisky cuyo sabor
permaneció largo rato en su boca. Le encantaba su departamento, le
encantaba contemplarlo desde ahí, apoyado en su bar, bebiendo una
copa. No era la primera vez que lo hacía mientras esperaba que Ana
regresara de la calle, y no era tampoco la primera vez que se
imaginaba que en vez de Ana, era Baby Schiaffino la que llegaba de la
calle...
Pero
él tenía esa «gran capacidad», y probablemente la había tenido
desde que las cosas empezaron a marchar mal en cuarto de media, fue
en cuarto de media que tantas cosas cambiaron, en cuarto de media que
Rony Schiaffino trajo la fotografía de su hermana al internado
causándole una angustia tan distinta a todo lo que había sentido
con Carmen... Carmen... Sí... Tantas cosas le ocurrieron aquel año,
fue como la inauguración de toda una nueva zona de sus sentimientos,
como la falta de todo lo antiguo, tanto más simple, tanto más puro,
como si una serie de derrotas a todo nivel y la inauguración del
sufrimiento lo hubiesen obligado a un cambio externo, a ese defensivo
cambio de carácter que se expresaría en adelante por una actitud
sonriente y un hablar más de la cuenta que con el tiempo
desembocarían en lo que ya para siempre sería su «gran capacidad».
A Carmen la había querido con el amor más puro e increíble que
conoció en el mundo, la había querido cogiéndole tan sólo la mano
y la había querido sobre todo con una estatura normal. Pero uno
tiene catorce, quince, dieciséis años y llega ese tiempo en que
entre los compañeros unos crecen más, otros menos, y de repente uno
de ellos nada, nada hasta el punto en que un día sales pensativo y
triste porque hace dos meses ya que Carmen te puso los cuernos y
Carlos Saldívar inaugura también lo de Taquito Carrillo, Taquito.
Casi puede ponerle fecha a cosas que sin embargo sucedieron a lo
largo de varios meses. La forma en que había querido a Carmen, por
ejemplo, duró mucho tiempo pero sólo un día fue suficiente, pues
tuvo que haber un día, un momento, una especie de cataplum en que
algo se vino abajo al comprender de golpe que Carmen también había
crecido, crecido física y mentalmente, y que teniendo su edad era
mayor que él y buscaba otro hombre mayor. Tuvo que haber ese momento
en que todo se acabó con Carmen mientras él miraba la fachada del
colegio comprendiendo que estaba profundamente solo, sin amigos
porque ella le robaba todas las salidas, acaparaba todo su tiempo
libre de estudiante interno, gracias a Dios que allí estaba Lucho,
esa especie de silencioso entendedor que le sonrió, le conversó, lo
invitó, lo presentó a otros amigos, hasta le escribió aquel verano
desde su hacienda. Llámalo tu primer gran amigo y recuerda ahora sus
cualidades, su nobleza sobre todo... una
amistad que perdurará en lo más profundo...
Aquello
fue otra tarde junto a la piscina. Taquito acababa de fumar un
escondido cigarrillo y se acercó optimista al grupo que rodeaba a
Rony Schiaffino. Rony era aún un chiquillo y andaba buscando
protección porque era algo afeminado y en el colegio lo fregaban
duro, le metían la mano y cosas por el estilo. Tenía que atraer la
simpatía de la gente y qué mejor medio que conseguirse un cuñado
entre los grandes, entre los poderosos, un cuñado tipo Lucho,
alguien que te protegiera con sólo su presencia. Por eso trajo la
foto al colegio, y acababa de pasar de mano en mano cuando Taquito se
acercó al grupo y trató de mirarla de la misma manera en que todos
la habían mirado. La foto había sido tomada en la piscina de su
hacienda, sobre un pequeño trampolín y ahí estaba Baby sentada,
una pierna extendida, la otra recogida, un traje de baño gris en la
foto blanco y negro donde la pierna recogida triunfaba muy blanca
sobre lo demás, los senos también, todo esto hasta un punto casi
desagradable, no, muy agradable, lo desagradable era que poco rato
después algunos en ese grupo estarían masturbándose en sus baños
y tú, Taquito, tú sentiste por primera vez en tu vida que querías
ir también a tu baño, que nunca habías ido también a tu baño,
que te pasabas la vida prisionero a una obligación ya antigua, que
debía ser agradable, que tenía que sértelo, pero qué desagradable
que todo fuera tan público, tan popular, tan fácil y agradable.
No,
eso no te gustaba, es verdad. Pero ya no era tampoco la época en que
podías quedarte callado cuando algo no te gustaba. Esos tiempos,
esos años se parecían tanto a los westerns.
Piensa en Lucho, él podía quedarse callado y dejar que sus gestos,
sus ojos, sus medidas sonrisas dejaran ampliamente satisfecho a todo
el mundo. Exacto a los westerns:
Gary Cooper era siempre el más alto, el que menos hablaba y, al
final, siempre el que salía matando a más gente. Ése no era tu
caso, tú tenías que hablar y ¡cómo habías aprendido a hablar!
Pero hablabas vacío de historias y eso era triste. Por supuesto que
sólo tú, tal vez Lucho también, sabías que eso era triste, te
sentías triste por la noche, en la cama, cuando el día se terminaba
en un duro y sincero enfrentamiento con la almohada. Eso era triste
pero también es cierto que ya andabas formando tu «gran capacidad».
¡Cuánto sonreías! ¡Qué fácil era! Pedro hablaba de tres baños
en una sola tarde, tú contabas que cuatro. Gran competencia entre
Carlos y Raúl, quién llegaba más lejos con la lechada, tres
metros, eso no es nada, decías tú, te sonreías, yo mandé una a
cuatro metros la otra tarde. Se creía o no se creía, qué
importaba, lo importante es que había que estar presente, había que
contar, había que ser igual si no mejor, eso era lo importante y por
eso tú tenías que pasarte la vida inventando proezas para contar en
los recreos, en las horas libres antes y después de la comida, ya
casi habías creado una costumbre, cosas como el poder exorcizante de
la palabra, pero esa tarde después de la foto, después de Baby
Schiaffino en ropa de baño, realmente quisiste estar solo en tu
baño, estar solo y sentirte enfermo, por una vez en la vida iba a
haber un acuerdo entre la realidad y lo contado, y por primera vez en
la vida no quisiste contar nada aquella tarde sino que te escondiste
entre los árboles nocturnos más allá de la piscina, como si
hubieras querido de una vez por todas agarrarte a golpes con la
soledad, como si hubieras sabido de antemano que no era necesario
repetir esa historia en voz alta para ponerte a llorar.
Una
semana después Rony Schiaffino vino a quejarse donde Lucho. Qué
podía hacer Lucho más que darle un buen consejo: no se anda
enseñando la foto de la hermana en ropa de baño. Le habían robado
la foto al pobre Rony. Todos se rieron con el asunto, quién había
sido el gran pajero que se la había timplado. Pero la cosa no pasó
de ahí, mujeres más calatas aún no faltaban en periódicos y
revistas y hasta había la posibilidad de ver la chola del director
bañándose desnuda de vez en cuando, eso hasta Lucho lo había
intentado. Sólo el padre Manrique supo quién se la había robado y
hubo conversaciones, largos diálogos sobre sexo y pecado, a veces
parecían inútiles porque Taquito se confesaba una semana un día sí
y otro no, a veces llenaban al padre de esperanzas porque Taquito se
pasaba tres semanas sin confesarse. Pero lo cierto es que el día en
que Taquito conoció a Baby Schiaffino, llevaba contados cuarenta y
siete pajazos con su foto colocada sobre la repisa del baño.
Baby
Schiaffino lo curó. Lo curó hasta el extremo de que una vez se pasó
siete semanas sin confesar ese pecado, y además esa vez fue con una
foto de Debra Paget y no fue nunca más con la foto de Baby. ¿Por
qué? Demasiada belleza, indudablemente. Demasiada belleza respirando
junto a él, hablándole, estudiando con él los sábados por la
tarde, sentada falda contra pantalón en una carpeta doble, los
sábados por la tarde, y sobre todo, hablándole de libros:
literatura, psicología especialmente. No cabe la menor duda de que
algo sucedió, de que algo le sucedió desde aquella noche en que a
la tercera vuelta al parque Salazar, Rony Schiaffino, más pegajoso
que una mosca, le presentó a su hermana. Los dos dijeron mucho gusto
y todo eso y en realidad la cosa no estaba saliendo muy bien hasta el
momento en que Baby le preguntó si había leído La
agonía del cristianismo. Taquito
bendijo el progresismo del padre Manrique y respondió que sí.
Entonces Baby quiso sentarse, eso de dar vueltas como una tonta,
dijo, a mí lo que me gusta es sentarme con una persona y conversar.
Y allí, conversando, era muchísimo mejor que en la foto. Era muy
rubia y había algo espontáneo y terriblemente bello en la forma en
que sus cabellos caían sobre sus hombros. Tenía una boca atrevida,
tal vez el secreto de su éxito, y cuando hablaba lo hacía
clavándote sus dos ojazos verdes, exaltadamente verdes en los cuales
estaba contenido, sin sufrimiento alguno, todo lo que era por aquella
época: una colegiala demasiado hermosa y grande ya para el uniforme
del Villa María, orgullosa hasta el extremo de desearse intocable,
preocupada por la existencia de otras mujeres bellas en el mundo
hasta el extremo de desear pegarles (pero un día trató de hacerlo y
mientras atenazaba a la otra chica sintió tanto placer que aflojó
las piernas y se dejó pegar y luego, tirada en el suelo y
abandonada, trató sin lograrlo de llorar, para que algo le dijeran
también sus sentimientos), respirando a gritos una sensualidad que
dominaba feliz y que sin embargo parecía siempre a punto de
desbocarse. Pero no: no porque Baby Schiaffino acababa de descubrir
las posibilidades muy particulares de la conversación y estaba
convirtiéndolas en el arte de agotar a un hombre, no con argumentos
y razones sino con palabras y gestos cargados de muslo, de senos, de
labios y dientes, de la inquietud de unas piernas que no cesaba de
volver a cruzar, fatigándose también ella para poder dormir después
tranquila, pero siempre menos, fatigándose siempre menos. Y en eso
consistía su estilo y su triunfo.
Ésa
fue la muchacha que Taquito Carrillo conoció una noche de mayo, y
que en pocos meses logró alejarlo definitivamente del abandono de
los baños escolares. El padre Manrique no podía creerlo, de la
misma manera como no podía creer, o más bien comprender, que su
penitente alumno se encontrara muchas veces más preocupado que
antes, como si el descubrimiento de una muchacha que insistía en
calificar de ideal lo hubiera lanzado sin embargo a otra empresa
marcada por la soledad y el desasosiego.
—Padre
Manrique —trató de explicarle un día—, hay algo que me preocupa
seriamente: Cada vez que salgo con Baby Schiaffino termino agotado,
casi deshecho, y sin embargo siempre quiero volverla a ver.
Y
cómo no iba a querer verla, frecuentar con ella las plateas de los
cines a los cuales sus compañeros asistían también con sus
primeras enamoradas. Verla y ser visto con ella, exhibirse con Baby,
poder contar después en el colegio los plancitos que tiraban en el
sofá de su casa, claro que esto último nunca fue verdad, pero a
quién le constaba, quién lo iba a poner en duda si por todas partes
él y Baby aparecían juntos, interesadísimos el uno en el otro.
Baby había encontrado el compañero ideal, hablador, alegoso como él
solo, pero siempre dispuesto a callar y darle la razón al fin.
Compañero ideal, inteligente y lector, con él se podía hablar de
cosas serias, discutir la quinta sinfonía de Beethoven y la
existencia de Dios, que siempre, por lo demás, terminaba existiendo,
con él se podía intercambiar libros y estudiar los sábados por la
tarde, el resto qué importaba, qué importaba por ejemplo que la
gente empezara a decir que eran enamorados a punto de tanto andar
juntos sábados y domingos, cada vez que él salía del internado.
Baby estaba dispuesta a convertirse en una mujer interesante y qué
más interesante que saber que la gente hablaba de ella a sus
espaldas, qué cosa más interesante que ser alta y guapísima y
darse el lujo de tener un enamorado bajito y con fama de medio
pesadote, Baby Schiaffino tiene personalidad, eso iba a decir la
gente, sí, eso. Por lo demás Taquito no era su enamorado y si con
el tiempo podría llegar a serlo fue un problema que Baby simplemente
nunca se planteó.
Taquito
en cambio como loco: soy su enamorado pero por el momento que nadie
lo sepa porque es a escondidas de sus padres, amores prohibidos,
comprende, hermano, y no le digas a nadie, como loco Taquito y lleno
de confianza porque en el colegio seguía contando lo de los
plancitos en el sofá, siempre con la esperanza de que las voces no
llegaran hasta donde Baby. Y si llegaban qué diablos, Baby
comprendería, las malas lenguas, la envidia de unos cuantos
resentidos, enemigos nunca faltan, no, nada pasaría nunca. Mientras
tanto él preparaba su camino, todo era cuestión de saber esperar,
de saber encontrar el momento, de seguir viendo a Baby hasta que un
día, por cualquier motivo, la conversación derivaría hacia algún
tema parecido al amor y entonces él empezaría diciendo Baby,
gracias a ti he olvidado a Carmen.
Pero
había problemas que superar. El primero fue el asunto ése del
baile. Sucedió, tenía que suceder: ya él lo había probado mil
veces pero por más que trataba no lograba cogerle el ritmo a nada,
ni al bolero siquiera, al merengue ni hablar, simplemente no podía,
no había nacido para bailar y los esfuerzos de Baby iban a resultar
inútiles. Pero cómo decirle, cómo negarse a tan generoso
ofrecimiento, Baby estaba dispuesta a enseñarle a bailar y, como
siempre, él no tuvo más que aceptar. Para qué, fue humillante, muy
humillante. Sábado tras sábado Baby lo tuvo en sus brazos, lo
apretó, lo movió, le dio vueltas como a un muñeco. Y nada, él no
respondía, a duras penas si logró aprender a bailar mal el bolero
con ella. Pero la poca satisfacción que eso pudo causarle se
derrumbó ante la evidencia de una cosa que sí que lo molestaba:
aquella intimidad del salón oscureciendo en casa de Baby y él que
nunca supo sacar partido de la situación, nunca se atrevió a nada,
a pegársela un poquito más, a apretarla un poquito, tenía los
senos, los brazos, las maravillosas caderas de Baby prácticamente
entre sus manos, y sin embargo siempre esa sensación de fatiga, no,
de fatiga no, de desasosiego, peor todavía, de nostalgia y de pena,
de pena y de algo que nunca quiso aceptar, la abrupta soledad de
aquella tarde en que sintió que estaba ante una inalcanzable
dimensión de la belleza.
Pero
eso los sábados y/o domingos. Otra cosa eran el lunes, el martes,
allá en el colegio: se la había bailado riquísimo en su casa,
apenas una lamparita encendida y sus padres en vermouth, el
mayordomo, la cocinera, la chola, todo el mundo en la cocina y ellos
solitos en el salón, había tal lujo de detalles en las
descripciones de Taquito que hasta el mismo Lucho empezó a
escucharlo con atención, por lo pronto salía con ella siempre y eso
ya era algo. Algo también eran los encuentros de Taquito con su
almohada, a veces hasta le daba manotazos para que se callara, para
que no jodiera, déjame dormir tranquilo, le decía casi, al apagar
la luz, y la verdad es que con el tiempo Taquito Carrillo empezó a
dormirse sonriente, plagado de aventuras con Baby Schiaffino, como si
él fuera el mayor embaucado en aquel oscuro negocio de su carácter
que con el tiempo se iba transformando en su «gran capacidad».
«Gran
capacidad de asimilación», había señalado un cronista deportivo,
refiriéndose a la resistencia a los golpes que poseía Archie Town,
un boxeador norteamericano que andaba por entonces en Lima. Y Taquito
había sentido que eso se le parecía aunque en su caso era también
algo más, era contar una mentira alegre y sentir la alegría de la
verdad, y era sobre todo sonreír cuando las cosas le salían mal
como si en alguna región ignorada del alma le estuvieran saliendo
bien, sonreír sonreír, sonreírle siempre a la vida porque la vida
no está a la altura de lo que uno espera, la vida es en el fondo
triste pero existía felizmente la vida con la gente, mentira y
sonrisas, sonrisa y mentiras. Y eso tenía que ser verdad, Taquito lo
sabía, lo sentía hasta tal extremo que una tarde un alfiler de la
inteligencia le incrustó la convicción de que tanto besuqueo
tumultuoso con Baby Schiaffino, tanto feroz manoseo en el sofá de su
casa lo estaban convirtiendo en un hombre experimentado en la vida y
en el amor.
Y
sin embargo no eran épocas fáciles. Los dos, Baby y él, estaban
por terminar el colegio y pronto arrancaría todo el asunto de las
fiestas de promoción. Por supuesto que Baby aceptó encantada ir con
él, pero en cambio no le dijo ni pío de invitarlo a la suya. Qué
pasaba. No lo entendía muy bien. Lo lógico era que Baby lo llevara
de pareja, aunque claro, por supuesto, él no sabía bailar, seguro
que por eso Baby no lo iba a escoger, a ella le gustaba bailar y ya
bastante se había sacrificado pasándose noches enteras sentada
conversando con él, él sólo la sacaba cuando tocaban un bolero. La
fiesta de promoción era otra cosa, allí todo el mundo era enamorado
o iba a divertirse como loco. Y eso de divertirse y de bailar
frenéticamente a Baby le encantaba, tenía el ritmo en la sangre, se
movía como negra, casi daba vergüenza verla cuando alguien los
interrumpía en plena conversación y la sacaba a bailar un calypso,
un mambo, un rock. Baby se volvía loca, a una aguda quebrada de
cintura del tipo una agudísima de Baby, le pedía que qué con la
cara, los ojos, la boca, se despeinaba, se hacía ver grandaza en el
centro de la pista, prácticamente se abría campo a caderazos, sólo
Taquito sabía que tanta locura era calculada, bastaba ver la
tranquilidad con que luego volvía y continuaba hablándole de La
rebelión de las masas, por ejemplo.
No
lo invitaría, pues, y en efecto no lo invitó. Sonrisas y una nueva
mentira y llegó la noche de la promoción de Baby y Taquito estuvo
genial, eso sí que era tener lo que se llama clase. A las ocho en
punto ya estaba donde Baby conversando con todo el mundo y listo a
recibir con bromas y comentarios al suertudo de Cuqui Suero, tercer
año de agronomía, un tipazo y de los pintones además, hasta lo
abrazó como a viejo amigo al verlo entrar a la casa, medio
muñequeado el pobre frente a los padres de Baby, crecido ante las
circunstancias, él con esa familia estaba como en su casa, y ni
hablar de que fue el primero en gritar ¡guapísima!, no bien
apareció Baby en la escalera. Pero ahí cambiaron las cosas, él
bajó los ojos y Cuqui los mantuvo fijos: era más que obvio que,
bajo el escotado traje color turquesa, Baby, agrandadísima, había
dejado sus senos en completa libertad. Bueno, había llegado la hora
de partir, no correr mucho en el auto, que no volvieran muy tarde, y
Taquito sonriendo como si al mismo tiempo dijera consejos de madre,
tonteras de la vieja, y tiene usted toda la razón señora. Pero
cuando la pareja desapareció las cosas se deterioraron
momentáneamente, algo así como qué diablos hago yo aquí, y ahora
qué. Eso sólo un instante sin embargo, al minuto ya estaba de nuevo
feliz porque el padre de Baby le acababa de ofrecer un whisky, tenía
su encanto lo de quedarse conversando con los viejos, demostraba
madurez, aunque claro, mucho no podía durar. Y poco rato después
Taquito tuvo que enfrentarse con la calle vacía, a las nueve de la
noche de una maravillosa noche de diciembre. Inmediatamente supo que
iba a hacerlo, ni siquiera se preguntó si era alegre o triste, sólo
sintió que iba a hacerlo porque así se le había ocurrido y porque
era más fuerte que él. Carro no le faltaría porque acababa de
aprobar con muy buenas notas todos sus exámenes y su padre le
prestaría el suyo siempre que se lo pidiera. Comió pues con sus
viejos y luego subió a su dormitorio contándose la mentira de que
iba a probarse el smoking. Después de todo, por qué no, dentro de
tres días era su fiesta de promoción y por qué no. Pero a
escondidas se lo quedó puesto y a escondidas partió en el auto y
casi a escondidas estuvo dando vueltas por Lima hasta que, a las dos
de la mañana, ya era hora.
—Pepe
—dijo, apoyándose matador en la barra del Ed’s Bar—, sírveme
una menta, por favor. Vengo de la promoción del Villa María y estoy
agotado —luego se desanudó la corbata de lazo para mostrar fatiga
y para conversar mejor, quería comentar la fiesta con Pepe.
Tres
días después hizo exactamente lo mismo terminada su fiesta de
promoción. Y entonces sí que más que nunca lo de la fiesta de Baby
le supo a verdad, acababa de vivirlo, ¿no?
Algo
muy positivo ocurrió luego: Cuqui Suero no volvió, él había
temido lo contrario, hasta había preparado toda una historia acerca
de su ruptura con Baby, pero no fue necesario, el asunto no pasó de
acompañarla a su fiesta de promoción, claro, él había tenido
razón: si Baby lo invitó fue porque era guapo y rubio y mayor, pero
sobre todo porque era un gran bailarín. O sea que el asunto podía
seguir viento en popa durante el verano, y desde luego iba a ser así
porque los dos habían decidido presentarse a la Universidad
Católica, primero de Letras, y decidieron estudiar juntos para el
examen de ingreso, a fines del verano. Y entre sesión y sesión de
estudios, en las que conversaban tanto que él quedaba completamente
agotado, playa. Eso mismo, la playa, la Herradura a la hora de
almuerzo, el chófer de Baby los llevaba a golpe de una, había que
ver a Taquito feliz llegando a las Gaviotas, bajando del carro al
lado de ella, internándose en la arena hasta encontrar el lugar
apropiado para instalarse. Él iba en camisa y ropa de baño pero
Baby nada, a duras penas una toalla cubriendo algo lo mucho que su
bikini deja descubierto. Y se la quitaba en la vereda, no bien salida
del auto, las escaleras las bajaba ya calatita y todos a mirar: Baby
Schiaffino, la gran novedad de la temporada, llegaba a la Herradura,
y a su lado, importantísimo, nada despreciado, todo lo contrario,
muy atendido en su conversación, Taquito Carrillo, envidia del mundo
entero. Al menos él lo creía así, al comienzo, aunque eso tampoco
duró mucho. Uno por uno los galifardas, los matadores miraflorinos
le echaron ojo. Chany, Danny y Vito aparecieron triunfales en las
cercanías con sus trusas chiquititas y sus músculos tipo academia
de los hermanos Rodríguez, salud y figura en tres meses. Giraban en
torno a la presa y los círculos eran cada vez más pequeños. Baby
como si nada, conversa y conversa con Taquito hasta que llegaba el
momento en que se metía al agua. Silencio en las Gaviotas, ojos
masculinos atentos en aquella elegante sección de la Herradura,
tremendo lomazo. Pero ella ni caso, se incorporaba, vamos Taquito, le
decía, a veces hasta se desperezaba abriendo estirados los brazos,
ajustando las nalgas, un delicioso cuarto de minuto en que sus muslos
se endurecían blancos y en que sus senos se alzaban hasta apuntar al
sol. Tocaban el agua y sentían frío, Baby daba saltitos torpona,
riquísima, y al lado él, juguetón, amenazador, a que te echo agua,
íntegras las Gaviotas al acecho, celosas las mujeres, Chany, Danny y
Vito musculosísimos, era la vida feliz de Taquito Carrillo.
La
corta vida feliz, diría Hemingway, porque una de esas tardes
apareció por ahí el Negro Calín, un maldito el zambo, para qué
apareció. Pero así es la vida y tanta carga biográfica como la que
traía el tal Calín no podía menos que interesar a una mujer
interesante, ya Baby había oído hablar de él además, y había
intervenido en su favor sin haberlo visto, estaban predestinados a
conocerse, ella simplemente tenía que salvarlo. Y es que así no
podía continuar Calín, malo no podía ser, en el fondo seguro que
era bueno, lo que pasaba es que había tenido mala suerte en la vida.
Claro que todo lo del burdel y lo de que tenía una puta que le daba
plata y que no podía acostarse con sus amigos, pero aun eso tenía
que ser por falta de cariño, por falta de padres, porque a
cualquiera le pasa que un día se roba el carro de su padrino y
atropella borracho a una mujer. Baby lo defendió ardorosamente ante
sus amigas, habló con coraje y con experiencia de la vida, y ahora
que lo tenía ahí en la playa no podía menos que sentir deseos de
conocerlo, personalidad no le faltaba.
—Taquito,
anda tráelo y preséntamelo.
—Encantado,
Baby; ¿sabes que está en segundo de Letras? Nos podrá hablar de la
universidad.
—Está
repitiendo segundo, anda, apúrate.
Fue
un rápido traspaso de poderes y los amores de Baby y Calín,
célebres en Miraflores y San Isidro, duraron hasta que Baby llegó a
tercero de Letras y Calín siguió repitiendo segundo. Un rápido
traspaso de poderes si es que de poderes se podía hablar en el caso
de Taquito, pero en algo se parecía el asunto a todo eso porque lo
que sí es verdad es que Taquito no cayó en desgracia y que se
convirtió más bien en el favorito del favorito. Baby encantada,
había encontrado a la horma de su zapato, al malísimo y mal afamado
Calín, un tipo que llegaba a la facultad con tufo de pisco, mal
dormido, y que sostenía con voz aguardentosa que en esta vida lo
importante no es ser rico ni maceteado ni pintón, se trata
simplemente de saber cachar. Fue el gran amor, el escándalo, y
Taquito, convertido en el más grande admirador de la vida dura,
mala, heroica de Calín y, al mismo tiempo, en el más ferviente
defensor de la pareja, encontró una especie de nuevo destino en la
constante lucha por la reputación de ambos y en un incesante ir y
venir del burdel a casa de Baby, buscando mediante recados y
mensajes, la siempre deseada reconciliación que seguía a una nueva
pelea a muerte de la pareja. No había paz, con las justas aprobaron
sus exámenes de ingreso los dos, con Calín había llegado el
desorden, el desconcierto, la misma Baby andaba vacilante, su orgullo
perdía terreno y no había conversación que terminara con Calín,
al día siguiente se presentaba nuevamente a su casa oliendo a licor
y la dejaba tirada en su sofá, despeinada, preocupada, agotada.
Definitivamente el tipo le estaba haciendo un daño horrible, la
estaba corrompiendo, Lima entera tenía que ver con el asunto, ya los
padres de Baby no sabían cómo reaccionar, hasta temían que Baby
cometiera una locura si le prohibían que continuara viendo al tal
Calín. Cambiaron de táctica, le abrieron las puertas de su casa de
par en par, lo invitaron a la hacienda, lo recomendaron al padre
Manrique para que lo aconsejara, pero todo fue inútil. Innegable que
Calín iba por el mal camino, a Baby le podía causar un trauma
espantoso, no la dejaba estudiar en paz y en la hacienda la mantuvo
como atontada, completamente dominada, era el diablo en persona. Pero
eso parecía ser lo que ella quería, al menos así lo pensaba
Taquito que mantenía una fidelidad absoluta al nuevo ídolo y al
mismo tiempo una total sumisión a cada capricho de Baby. También él
partió a la hacienda arriesgando perder más de una semana de clases
y para qué sirvió todo eso. Calín en vez de tratar de ganarse a
los padres hizo un infierno de la estadía, y de pronto, una noche,
todo fue demasiado para Taquito y fue entonces que ocurrieron
aquellos tristes sucesos que pusieron punto final a la invitación.
Baby
nunca los mencionó, nunca le agradeció su inútil coraje, y en las
mil ocasiones que el futuro les dio para hablar con toda sinceridad,
nunca hizo la menor alusión a todo aquello. Es muy posible que el
ambiente tuviera algo que ver con lo ocurrido, la hacienda con su
inmensa casona colonial, sus finísimos alazanes, sus vastos campos
de algodón que se extendían hasta aquella hermosa y soleada playa
en la que Baby y Calín solían pasar horas enteras completamente
solos. Pero había también algo de influencia cinematográfica en el
asunto. Una tarde, por ejemplo, Calín y Baby cabalgaron hasta la
playa y allí él la obligó a bajarse del caballo y a meterse al mar
vestida. Salieron del agua con las ropas empapadas, pegadas al
cuerpo, Baby temblando de frío y de miedo porque hacía ya una media
hora que Calín se limitaba a darle órdenes y prácticamente no le
hablaba. De pronto un beso y mientras la besaba la pierna por detrás,
una zancadilla y Baby al suelo con él encima, le dolió, la hizo
sufrir pero ella era una mujer orgullosa y nunca iba a hacerle ver
que se estaba muriendo de miedo. Las olas que llegaban a la orilla
los cubrieron muchas veces entre las pequeñas rocas incrustadas en
la arena, y hubo un momento en que hasta el propio Calín sintió que
estaba muy cerca del amor, ante una mujer casi tan valiosa como una
puta, en todo caso.
Pero
si el peor cine mejicano parecía haberse apoderado del alma de
Calín, la moderna epopeya del western
iba poco a poco enraizando en Taquito. Algo había en el ambiente
aquella noche que los dos partieron a tomarse unos tragos en el tambo
de la hacienda. La reunión familiar acababa de terminar en la
terraza de la casona. Los padres de Baby se habían marchado a
acostarse sin lograr romper para nada una tensión que los seguidos
estornudos de su hija no hacían más que aumentar, cada estornudo
hablaba de gritos de la larga ausencia de la pareja por la tarde y de
la aguda preocupación de la señora cuando encontró la ropa de
ambos empapada en el baño. Hasta Taquito andaba un poco silencioso
esa noche en la terraza, y nunca se logró crear un verdadero
diálogo. Baby los acompañó un rato más pero de pronto Calín dijo
que la hora de los hombres había llegado y le hizo una seña para
que se fuera a la cama. Ella obedeció cansada y silenciosa pero
antes de marcharse se acercó donde él para darle un beso. Taquito
recordó emocionado a Gary Cooper y se alejó rápidamente en
dirección al tambo para que no lo fueran a besar a él también. «Te
espero allá», le dijo a Calín, mientras se dirigía hacia la
cancha de fútbol bordeada de rancherías. Al fondo, entre la
oscuridad total, se podía ver la luz del tambo.
Ahí
estaba el negro Coronado y otros negros con quienes ya en noches
anteriores habían conversado largo. Dominaban un poco el ambiente,
apoyados en el mostrador atendido por una japonesa a la cual era más
que obvio que ya Calín le había echado el ojo. Pero eso seguro
ocurría aún más tarde de la hora de los hombres, a la hora de los
hombres solos y silenciosos, una parte de la noche que Taquito a
duras penas si lograba adivinar tirado en su cama, pensando más que
nada que estaba arriesgando su año a punto de perder tantas clases
en la universidad. Los negros le llamaban Negro a Calín, y entre
ellos había surgido una especie de solidaridad que se manifestaba
más que nada en un callado desprecio por los cholos que bebían en
las dos o tres mesitas dispersas que había en el tambo. Taquito
saludó a todo el mundo y anunció la pronta llegada de su amigo. En
efecto, al cabo de un momento apareció Calín.
Cosas
se han oído decir», sonrió el negro Coronado, abrazándolo con un
estilo bastante gangsteril, una especie de abrazo ritual que sellaba
pactos y que ya Taquito había observado en las relaciones de su
amigo con otros hombres de su mundo. Luego vinieron copas y copas de
pisco, cigarrillos negros, discusiones sobre gallos de pelea, y de
pronto sobre algo que Taquito nunca se hubiera imaginado en esas
circunstancias: sobre la hija del patrón. —Cosas se han oído
decir», repitió el negro Coronado.
Tanta
copa de pisco había sido demasiado para Taquito, y al principio no
lograba entender muy bien de qué se trataba todo el asunto. Pero un
esfuerzo y nuevas copas de pisco lograron darle una lucidez muy
especial, la suficiente como para irse enfureciendo de verdad por
primera vez en mil años a medida que Calín avanzaba con su cruel
historia. Todo terminaba por la tarde, en la playa. Ahí pidió chepa
la hijita del patrón y supo para siempre lo que era un hombre, un
verdadero hombre y no esos cojuditos con que tanto solía andar en
sus fiestas. Había sido sólo cuestión de trabajarla bonito, usted
sabe, compadre, no hay mujer imposible sino mal trabajada... No
tuvieron tiempo de soltar la carcajada los compadres, fue cosa de un
segundo y vino de donde menos se lo esperaban, vino de un Taquito
inflado de westerns
y de rabia. Pero la sorpresa de Calín duró menos aún, ni siquiera
se limpió el pisco que acababan de arrojarle a la cara. También los
negros ya habían abierto cancha.
La
versión oficial fue que se había torcido un pie y que, al caer,
todo el peso de su cuerpo había ido a dar sobre su brazo derecho. El
mismo Taquito fue el primero en contarla, a la mañana siguiente,
cuando los padres de Baby lo llevaron quejándose de dolor al
hospital más cercano y luego a Lima, porque no confiaban en el
enyesado del primer médico de pueblo. Pero Baby tenía sus sospechas
y no se iba a quedar sin saber la verdad. Por lo pronto a Calín no
le dirigió la palabra durante el desayuno y, a eso de las doce,
apareció furiosa en el tambo, con sus pantalones de montar, su fuete
y todo, y gritó a la japonesa hasta que ésta le confesó que el
señor Calín le había sacado la mugre a su amigo. Y ahí la cosa
empezó a parecerse a Chicago con sus gángsters. No más westerns
para Taquito y no más cine mejicano del más malo para Calín y
Baby. Los tres andaban ahora en época de treguas y conversaciones,
sufrían y al mismo tiempo les encantaba, calculaban. Mientras tanto
la facultad andaba movida con lo de las elecciones a delegados de año
y Baby conversaba con todo el mundo sobre posibles resultados, hasta
proponía tachar a un catedrático cada vez que veía a Calín
aparecer por los rincones, estaba interesadísima, no cesaba de
hablar y discutir. Con Taquito como siempre, cordialidad total, pero
sobre lo del brazo enyesado ni una palabra, como si nada hubiera
ocurrido. Así hasta que un día llegó el primer mensaje de Calín:
no había probado un trago en una semana, juraba nunca más volver a
ver a su puta y lo mismo en cuanto al billar ya que éste sólo le
servía de antesala mientras abrían el burdel. Quería la paz y
pedía por favor que fuera para el veintitrés porque el veintitrés
era el día en que murió su madre. No. No habría la tal paz
mientras Calín no le pidiera disculpas a Taquito delante de ella.
Ésas fueron las condiciones impuestas por Baby. Taquito se puso
feliz, nada deseaba más que volver al régimen anterior, no
soportaba la actual tensión y la verdad es que de rencoroso él no
tenía nada, él sólo deseaba la felicidad de Baby. Pero una tarde,
poco antes del día veintitrés, Baby volteó a mirar si Calín
estaba mirándola desde el fondo del patio de Letras y de pronto, al
verlo, sintió un profundo desencanto. Allá estaba parado
conversando con tres más de su collera, pero sin puta, sin burdel,
sin billar en la Victoria desde hace varios días, qué aburrido. Y
como que lo dejó de querer inmensamente.
Pero
no por eso dejó de asistir a la cita del veintitrés. Se sentía
obligada, después de todo Calín era muy sentimental y era el día
en que murió su madre, esas cosas se respetan y seguro que se
parecen tanto a la música que tocan en los prostíbulos. Y además
el montaje era genial, la organización perfecta, Baby no podía
dejar de aceptar que todo el asunto la intrigaba enormemente y que la
hacía sentirse importantísima. Como testigo iba a asistir a la
comida en que se sellaría la paz, en que Calín y Taquito se
abrazarían delante de los amigos que cada uno había invitado, luego
de haberse propuesto los brindis apropiados. Y todo en un chifa del
barrio chino, en pleno Capón nocturno, realmente era una situación
digna de una mujer como ella, a qué otra muchacha de Lima se le
presentaría una ocasión semejante, iba a beber con hombres, entre
hombres, de hombre a hombre. La cita era a las nueve de la noche y
todos fueron puntualísimos. Taquito llegó en el carro de su papá,
trayendo a un compañero de facultad. Al instante, Calín y sus
compinches bajaron del carro de su padrino, y a Baby la trajo su
chófer que se quedó esperando en la esquina. Minutos después ya
estaban sentados en un compartimiento bastante amplio y empezaron a
pedir grandes cantidades de cerveza, comida en abundancia, y unos
cuantos aperitivos mientras se viene lo bueno. Calín sólo
conversaba con los suyos, mientras que Baby, Taquito y el otro
compañero formaban grupo aparte. Una guinda sirvió para el primer
brindis y fue, como era de esperarse, por la madre de Calín, que en
paz descanse. Ni hablar de la bajada de cabeza que pegaron todos,
respetuosísimos. Pero luego vino el impasse
y se jodió
la cosa. Uno de los compinches del grupo ofensor sugirió brindar por
la belleza y la bondad de Baby y Taquito, ¡claro!, ya iba a alzar su
copa pero ahí no más se quedó al ver que ella permanecía fría e
inmóvil, eso era chantaje, querían ganarles la mano con
adulaciones. Con su silencio Baby dejó muy bien establecido que
hasta que no llegara el gran abrazo reconciliador ellos permanecerían
alejados. Y este abrazo no podía venir sino de la iniciativa de
Calín, el gran ofensor. Y tú, Taquito, ni te muevas hasta que yo no
te lo diga, pareció indicarle con la mirada.
Eso
se trajo abajo todo el asunto durante una media hora más o menos.
Reinaba el silencio mientras comían y cada grupo se servía cerveza
de acuerdo a sus necesidades, no compartían ni la sal. Pero el
tiempo iba pasando y a Baby la cara de rabia de Calín empezó a
gustarle cada vez más, casi como en los viejos tiempos, algo tenía
en sus ojos, algo terriblemente atractivo, ni más ni menos que si
hubiera vuelto a las andadas, cada vez que él no la veía, ¡paf!,
le echaba su miradita. Y eso la hizo pensar y pensar hasta que de
pronto se encontró en un callejón sin salida. En efecto, por un
lado no podía amistar con Calín si él no le prometía nunca más
volver a los billares y a los prostíbulos de la Victoria, pero,
¿acaso el otro día no había sentido que un Calín bueno era poco
digno de su amor? Ya sabía: ésa iba a ser su gran noche. No bien se
produjera el gran abrazo para el cual se había asistido a esa
comida, ella abandonaría la cena diciéndole a Calín que para ella
simplemente todo había terminado, que había perdido la fe en él.
En ésas andaba Baby cuando Calín propuso un brindis por la única
mujer que había amado en su vida, por la única que lo había sabido
amar y comprender. Fue igualito que en la ranchera, con el llanto en
los ojos alcé mi copa y brindé por ella. Y en este caso ella
también quiso quedarse cuando vio su tristeza, pero nada. Baby no
alzaría una copa más mientras no se desagraviara a Taquito. Fue
media hora más ya sin comida pero con ingentes cantidades de cerveza
y por último una botella de pisco para el gran brindis. Baby se
sintió triunfal. Calín cedía, sin trampas ni astucias ni falsos
brindis lo había hecho llegar exactamente al punto en que quería
verlo. Y ahora estaba parado y ella lo estaba queriendo menos, casi
nada porque estaba de pie, la cabeza gacha, bastante avergonzado
porque seguro por primera vez en su vida iba a pedirle perdón a
alguien. Taquito se incorporó al escuchar que pronunciaba su nombre
y que brindaban por él con palabras de desagravio. Fue en ese
instante, Baby lo deduciría después, que Calín la miró un segundo
y le entendió los ojos verdes, triunfales, sonrientes. Bajó su copa
y dijo que no podía haber brindis sin previo abrazo. Baby lo quiso
menos todavía mientras se acercaba a abrazar a Taquito pero ahí
acabó tanto desamor, ahí resurgió nuevamente Calín en todo su
esplendor y lo que estuvo a punto de ser el gran abrazo se convirtió
en fracción de segundo en una especie de gruñido de tigre, raaajjj,
un zarpazo terrible, desconcierto general, Taquito se cubría la cara
ensangrentada, los compinches de Calín maniataban a su compañero,
mientras Baby sentía nuevamente que era inevitable obedecer y se
dejaba arrastrar hasta la calle por un hombre que se la podía llevar
a cualquier parte aquella noche.
Pero
el tiempo que todo lo borra, dice
el tango, y en el caso de Calín esta ley pareció cumplirse
inexorablemente desde aquel mes de diciembre en que Baby y Taquito
aprobaron su segundo año de Letras y él lo volvió a repetir por
tercera vez. Todos como que cambiaron, como que maduraron, y Calín
simplemente empezó a perder atractivo. Sus prostibularias historias
cesaron de interesarles a unos compañeros que también ya habían
hecho sus pininos en los burdeles de la ciudad y que, más de una
vez, habían amanecido borrachos en las cantinas mal afamadas de
Lima. Y ahora todos pasaban a tercero de Letras, a primero de
Derecho, todos empezaban a trabajar en el estudio de papá y a tener
su carro propio y a soñar con un lujoso porvenir en el que tipos
como Calín no tenían ningún lugar, hasta lo empezaron a ver con
algo de pordiosero, como a alguien que los incomodaba con sus
sentimientos bastante huachafos y sus problemas absurdamente turbios.
De pronto no fue más uno de los suyos sino una especie de huérfano
empobrecido y sin un porvenir brillante como el de ellos, de golpe un
consenso general decidió tácitamente que en sus futuras casas de
Miraflores, de San Isidro, de Monterrico un tipo así no tenía
cabida. Qué se iba a hacer, se cansaron de los bajos mundos, de sus
mediocres leyes, algo mejor los esperaba, y tal vez todo el asunto
quedó sellado una mañana en que Raúl Nieto apareció en la
facultad diciendo que qué tanto burdel ni malanoche, seguro que
Calín se acostaba tempranito como todos y que antes de venir a
clases hacía gárgaras de pisco para llegar apestando a licor como
si hubiera pegado la gran trasnochada. Risa general, olvido y vacío
en torno a un héroe en desgracia que no tuvo más remedio que irse a
buscar su nueva clientela entre los que recién ingresaban a la
facultad. Y Baby simplemente lo mandó al diablo.
En
cambio Taquito era un hombre nuevo, un flamante miembro de la
Academia Diplomática, un entusiasta admirador de Baby de siempre, de
la antigua compañera con quien tantos buenos momentos había pasado.
Y era, sobre todo, un hombre dispuesto a triunfar en la vida, a hacer
una brillante carrera y a hablar en adelante con palabras mayores.
Una mañana se levantó, se puso su primer terno
con chaleco y, parado frente a un espejo, llegó a casa de Baby y
pidió su mano. Sus padres se la concedieron encantados.
Pero
claro... siempre aquella pequeña diferencia con la realidad. Y la
realidad era que Baby había entrado de cabeza en el gran mundo
limeño. Para nada lo había excluido, por supuesto, pero por otro
lado ahora salía con tres de los solteros más cotizados de la
ciudad. El primero buenmocísimo, un escandinávico y rubio
arquitecto cuyo nombre aparecía en casi todas las construcciones de
los barrios elegantes. El segundo no paraba hasta conde español y,
en cuanto al tercero, abogadazo de nota, era la primera vez que Baby
salía con un hombre que pasaba los cuarenta y, lo que es más,
experimentado hasta las sienes plateadas. A todos los abrazó Taquito
en casa de ella, con todos discutió y a todos los vio partir noche
tras noche llevándosela a algún restaurante carísimo.
Pero
un día sucedió algo que lo convenció definitivamente de que, en el
fondo, era a él a quien Baby amaba. Fue una noche en que no tenía
nada que hacer. La llamó por teléfono para ver si podía ir a
conversar un rato a su casa, y ella le dijo que desgraciadamente
había quedado en salir a comer con el conde español. «Espera»,
agregó, «si quieres lo llamo y le digo que lo dejemos para otra
noche». Taquito se quedó cojudo de felicidad, llenecito de
esperanzas, y lo único que atinó a decir fue que no tenía un
céntimo para invitarla. Pero Baby tenía demasiada clase como para
que eso le importara y una hora después estaban comiendo en la
Pizzería de Miraflores.
De ahí pasaron al Ed’s Bar, todo pagado por ella. Taquito la sacó
a bailar un slow y le pegó la cara. Media hora más tarde Frank
Sinatra estaba cantando Thosefingers
in my hand, y
Baby le confesó que para ella los hombres más atractivos del mundo
eran Frank Sinatra y Antonio Ordóñez.
Menudo
problema para Taquito el de parecerse a tremendos tipazos. Pero se
vio varias películas de Sinatra y decidió que colocándose un
sombrero de lado (con lo cual se convirtió en el hazmerreír de
medio Lima), sonriendo de cierta manera y utilizando determinadas
expresiones en inglés era posible parecerse al artista, crear un
ambiente psicológico parecido al que se desprendía de sus
actuaciones en el cine. Esto y whisky porque Sinatra era de los que
se tomaban sus buenos tragos no sólo en el cine sino también en la
vida real. Faltaba solamente que llegara la ocasión. Whisky,
sentimientos latinos, modismos norteamericanos, sombrero ladeado,
Baby sucumbiría.
Y
qué mejor oportunidad que la que ahora se le presentaba con la
fiesta de la Beba Aizcorbe. Ni hablar del peluquero. Él conocía
bien esa casa inmensa, de enormes salones archimodernos y ventanales
que daban sobre un jardín que seguramente estaría más alumbrado
que Beverly Hills para la ocasión. Unos cuantos whiskies antes de la
fiesta, justo los necesarios para llegar en forma, para entrar
encantado de la vida, saludando a todo el mundo y presentándose
finalmente donde Baby con más cancha que Sinatra en Paljoey, cuando
apareció en casa de la multimillonaria Rita Hayworth. Perfecto. No
podía fallar. Taquito se anduvo entrenando toda la semana, y el
sábado a las siete en punto de la noche ya estaba sentado en el
Blackout, pidiendo su primer whisky. Ahí hubo un decaimiento. El
primer whisky no le hizo el efecto deseado, la verdad es que no le
hizo ningún efecto estimulante y el segundo y el tercero lo mismo
que el primero, como si nada. Se metió el cuarto a eso de las ocho y
otra vez como si fuera agua. El quinto lo mismo y así el sexto y el
séptimo, cosa rara en él, pero de pronto el octavo se le trepó
hasta el cielo. Tuvo que tener cuidado para no tambalearse al salir
pero con un pequeño esfuerzo logró dominarse y utilizar los efectos
del licor exactamente para los fines deseados. Entró, pues, a la
fiesta tal como lo había planeado, hasta lanzó el sombrero al aire
y embocó en una percha, igualito que en el cine, lo único malo es
que de repente no supo en qué película estaba y como que se le
mezclaron todas. Mejor aún, ése era el verdadero Sinatra, el de
todas sus películas, así era el personaje. A Baby la saludó desde
lejos haciéndole adiós con la corbata y cuando llegó donde ella le
golpeó afectuosamente la mejilla y se echó un poquito para atrás,
ni más ni menos que el cantante entonando Cheek to cheek. Baby lo
miraba entre asombrada y sonriente y sobre la marcha se dio cuenta de
que había bebido algo más de la cuenta. Pero él dale con que dónde
está el bar, whisky on
the rocks
quería, y tú, beautiful
one,
me vas a acompañar a buscarlo porque no te voy a dejar sola en este
barrio mal poblado. Baby lo seguía, lo acompañaba y, por último,
le dijo que de acuerdo, que estaba dispuesta a instalarse en uno de
los taburetes del bar siempre y cuando hubiese una botella de oporto,
porque ella sólo bebía oporto.
Se
estaban pegando la gran tranca juntos, por lo menos eso es lo que él
creía y dale con servirse otro whisky sin darse cuenta de que Baby
aún no pasaba de la primera copa. «Armemos la gran juerga»,
gritaba Taquito, «Let’spaint
the town», y
sentía en lo más profundo de su corazón que estaba igualito a
Sinatra cantando Island
of Caprí, hasta
le parecía escuchar a la orquesta de Billy May acompañándolo.
Media hora más tarde tenía a Baby abrazada, encantada de estar con
él, y cada vez que ella le celebraba una de sus salidas en inglés
él la traía riéndose hacia su cuerpo y ahí la escondía un ratito
contra su hombro. Luego volteaba a mirar hacia la terraza donde tanta
gente bailaba pero en una de ésas como que vio doble y casi se viene
abajo del taburete. «Un momento», dijo, «no te cases en mi
ausencia, Baby.» En realidad lo que quiso fue ir en busca de un
disco de Sinatra para darle ambiente al asunto, pero en el camino no
tuvo más remedio que desviarse violentamente para ir a parar al
baño. Se sintió pésimo y, cuando regresó, como que ya no sabía
muy bien dónde estaba, se tropezó demasiadas veces antes de llegar
donde Baby y una vez a su lado comprendió que le era simplemente
imposible volver a subirse al taburete. Pero aceptó feliz el whisky
que ella le dio y continuó conversando hasta que de pronto supo que
estaba pegándole un rodeo enorme al asunto de la declaración
amorosa y que Baby lo escuchaba muy seria. Tuvo la certeza de que
Baby le estaba prestando toda la atención del mundo.
Y
para siempre guardó la absoluta certeza de que si alguna vez en la
vida ella le había hecho caso había sido precisamente esa noche.
Pero hasta ahí los recuerdos. Lo demás se le borró
desesperadamente y, al despertar el domingo, lo hizo con la total
convicción de que algo había sucedido, no necesariamente malo pero
sí insuficiente. Sólo Baby podía saber qué había ocurrido, ella
le contaría, si ya eran enamorados se dejaría coger de la mano esa
tarde, y sin embargo tanto dolor de cabeza y esa espantosa sensación
de que lo de anoche no había sido más que un borrón al cual una
sensación de inseguridad añadía casi obligatoriamente algo de
cuenta nueva.
Fue
como se lo esperaba. Vio a Baby, hizo alusión a lo de anoche y, como
ella se limitara a sonreír indicando casi que nada había pasado, ya
no encontró el coraje para tomarla por la mano y comprobar si algo
había pasado. Podían ser dos cosas: que Baby le había dicho que no
y que Baby, al comprobar que estaba borracho, había optado por no
darle importancia al asunto en cuyo caso qué otra solución quedaba
más que la de empezar de nuevo.
La
feria de octubre fue la ocasión. Venían toros y toreros españoles
y Taquito la invitó a ver las dos corridas del ídolo Ordóñez. Por
supuesto que antes se leyó completitas las obras de Gregorio
Corrochano y, en lo referente a La
estética de Ordóñez, prácticamente
se la aprendió de paporreta. A Acho llegó con puro y sombrero
cordobés lo cual le valió más de un silbidito tipo hojita-de-té,
pero qué diablos si Baby sabía compartir a fondo los verdaderos
ambientes y eso precisamente era lo que él le estaba creando. La
tarde se presentó perfecta.
Ordóñez,
con un faenón de dos orejas y rabo, le dio tanto ambiente al asunto
como la música de Sinatra le había dado antes a su encarnación del
famoso cantante. La gente gritaba en la plaza, oles a granel, flores
en el ruedo, pero Taquito, muy entendido, sabía en qué consiste la
seriedad de un torero de Ronda y entre toro y toro le explicaba a
Baby cuál era la exacta diferencia entre la escuela rondeña y la
sevillana. Realmente la llegó a interesar, y terminada la corrida,
ella aceptó gustosa seguir escuchándolo mientras tomaban un par de
oportos en el bar del Bolívar. El embrujo se había creado, Baby
estaba nuevamente cerquísima de él.
Y
en la fiesta de Luz María Aguirre, Taquito, con la serenidad y
elegancia de una verónica de Ordóñez, con un solo whisky bien
saboreado, le iba a hablar definitivamente de sus sentimientos. No
había miedo, no había cortedad posible, como en la escuela rondeña
con el mínimo de pases el bello animal se aproximaría ya dominado a
la hora de la verdad. Frases seguras, palabras bien dichas, una fina
atención a sus deseos, un oporto traído a tiempo, una majestuosa
calma serían los equivalentes de una breve y grande faena. El lugar
era propicio. Se habían instalado al borde de una gran terraza que
se elevaba un metro sobre el jardín. Abajo, en el tabladillo,
bailaban las parejas y ellos, allí al borde, conversaban tranquilos,
casi graves. Taquito hasta se sorprendía de lo bien que Baby se
ajustaba a las circunstancias que él iba creando. Así hasta que
llegó el momento en que ella tuvo su oporto y él su whisky. No;
esta vez no iba a llegar intempestivamente y con la ayuda de copas a
lo que quería; esta vez sin confusión ni engaños era él quien iba
a encontrar el momento apropiado, con coraje, con hombría. Y ahora
es cuando, ahora en que la orquesta estaba tocando un hermoso
pasodoble, ahora en que Baby, volteando ligeramente para observar a
las parejas, le había mostrado como nunca la desesperante dimensión
de su belleza a los veintiún años. Ordóñez-Taquito se apoyó
sólidamente sobre el espaldar de su asiento y echó una bocanada de
humo antes de empezar a hablar, Baby, ha llegado el momento en que
tenemos que ver muy claro en nuestros sentimientos... Eso es lo que
estaba diciendo, apoyándose cada vez más en el espaldar para poder
seguir el humo que se elevaba ayudándolo a hablar. No se dio cuenta
Taquito de que los muebles suelen ser muy livianos en las terrazas y
a punta de apoyarse se fue de espaldas, desapareciendo bruscamente de
su declaración de amor.
Ésa
fue la última tentativa que hizo por acercarse a la verdad, a lo que
debía y tenía que ser la verdad. Dos veces se había acercado y las
dos veces algo había ocurrido pero también algo había sido dicho.
Entonces ¿por qué no reaccionaba Baby? Taquito llegó a pensar que
era por insensible o por falta de inteligencia; cualquier otra
persona se habría dado cuenta, habría hecho una alusión al asunto,
se habría sentido aludida. Pero por esas épocas andaba demasiado
embobado como para dar rienda suelta a tan negativos pensamientos.
Qué quedaba más que seguir, seguir viendo a Baby, seguir saliendo
con ella cuando no tenía cita con alguno de los tres solteros
incansables
con que salía a cada rato. Volvió a abrazarse con todos, volvió a
compartir sus risas y optimismos, habló en público de los «lazos
inseparables» que lo unían a Baby, pero en una comida de ex alumnos
de su colegio bebió un poco más de la cuenta y extrañó
profundamente las épocas en que hablaba a solas con el padre
Manrique.
Sin
embargo la vida empezó a darle grandes satisfacciones. De la
Academia Diplomática se graduó con excelentes notas y dónde se ha
visto un diplomático triste. Estaba tan contento con sus ocupaciones
que en el fondo a lo mejor ni quería a Baby. La continuaba viendo,
eso sí. Con ella iba a todas partes y ella era su compañera
infalible cada vez que salía con algún amigo y su novia. Porque por
esa época sus amigos empezaron a tener novias, a regalar anillos con
brillantes y hasta a casarse. Ya no salían con amigas o enamoradas,
ahora el asunto era con la novia, hasta con la esposa. «No, conmigo
no es la cosa», dijo un día Taquito, cuando le preguntaron que
cuándo iba a sentar cabeza. Lo dijo sin pensar, casi como un reflejo
defensivo y de golpe descubrió que su frase le había encantado.
Hombre, por qué no. Por qué no ser como el arquitecto y el conde y
el abogadazo. Eso. La soltería, la soltería le caía de perilla,
estaba perfectamente de acuerdo con su carácter y aquello de
convertirse en un soltero cotizado e incasable le pareció una idea
muy atractiva. «Sale con Baby pero ése no se casa nunca.»
Exactamente. Era justo lo que iba a decir la gente sobre él, y qué
mejor que tener fama de hombre de mundo, de solterón inconquistable.
Debutó
feliz Taquito en su nuevo personaje. Se mandó hacer cuatro ternos
a la medida y con ayuda de su papá hasta se compró su carrito
sport. A Baby la llevaba a la playa y era lindo ver sus cabellos
volando al viento. Por las noches la invitaba al cine, a un bar de
moda, a un restaurante y era realmente cojonudo parecerles a otros
algo que hasta entonces otros le habían parecido a él. Cojonudo
sentirme medio playboy. De humor andaba como nunca, todo lo tomaba a
broma si Baby le decía, por ejemplo, esta noche no puedo salir
contigo, él sobre la marcha le contestaba cuál de los tres, gringa,
¿el de las sienes plateadas, el arquitecto o el condecito? Pero un
día ella le dijo que ninguno de los tres y entonces sí que se quedó
desconcertado y triste.
En
efecto, era uno nuevo y, lo peor, era el último. También lo saludó
aspaventosamente, también lo abrazó cuando le tomó confianza, pero
esta vez no era como las otras y muy pronto supo Taquito que el
personaje tipo playboy
acababa
de derretirse ante la presencia del hombre que verdaderamente lo iba
a apartar de Baby Schiaffino. Sintió de golpe que vivía en un mundo
en el que todos habían nacido para casarse y que ahí el único que
no iba a casarse nunca era él. Lo de Baby se veía venir, se había
enamorado, Taquito se dio cuenta desde el día en que le presentó a
Ignacio Boza, un hombre que era la encarnación de la madurez y que
se afeitaba dos veces al día. Qué importaba que fuera un tipo con
un brillante porvenir político, que añadiera una nueva dimensión a
la curiosidad intelectual de Baby. Muchas cosas antes habían
despertado su interés pero ahora estaba simple y llanamente
enamorada.
Y
sin embargo no lo excluyó. Por el contrario, lo llamaba cuando
estaba sola, hasta lo invitaba a salir con ellos dos. Taquito
encantado. Se hizo íntimo de Ignacio Boza y nunca se sintió de más
acompañándolos. Muchos sábados pasaron sentados en la terraza de
un club, hablando de política, de libros, y bebiendo la infalible
copa de oporto de Baby. Pero una tarde, saliendo del Regatas, a
Taquito se le vino a la cabeza una idea de lo más triste, de golpe
se le ocurrió que estaban en una tira cómica y que Ignacio lo
llevaba a todas partes metido en el bolsillo interior del saco; a
veces lo mostraba y otras lo escondía. Esa noche soñó con Baby.
Después,
durante el año y medio que transcurrió hasta el matrimonio de Baby,
Taquito logró componer la realidad hasta el punto en que sus
calladas esperanzas renacieron mezclando su nueva alegría con una
sincera aflicción por el trágico destino que aguardaba a Ignacio
Boza. En efecto, una noche se durmió con una fe terrible en aquel
infarto que en medio de tantos ajetreos políticos sorprendería a su
amigo, causándole repentinamente la muerte. Pero nada ocurrió hasta
el día en que Baby recibió su flamante anillo de compromiso,
quedando fijada la fecha de la boda para unos meses más tarde.
Tirado en su cama, otra noche, semanas antes de la celebración,
Taquito volvió a inferir en la realidad, aliviándose extrañamente.
El avión que llevaba a la pareja en su viaje de luna de miel se
estrellaba al aterrizar, dejando un trágico saldo de muertos y
heridos. Tiempo más tarde, Baby, desengañada pero joven siempre y
con toda una vida por delante, se sobreponía a tan terrible tragedia
y encontraba otra vez el calor de la ilusión en el descubrimiento de
un viejo afecto, el único real ahora, sólido y sincero como para
durar ya para siempre.
En
la otra realidad Taquito fue testigo de la novia, despidió con
aplausos a la pareja cuando huyó del banquete de bodas, y cenó con
ella un mes más tarde, al regreso de la luna de miel en Nassau. Pero
en aquella ocasión fueron cuatro y no tres los comensales. Ana,
prima por Adán de Baby, acompañaba a Taquito, dejándose coger la
mano dulcemente. Todo había sucedido el mismo día del matrimonio
cuando él, luego de haber almorzado en la mesa de honor, se lanzó
algo turbado por tanto champán en busca de gente con quien comentar
la radiante belleza de la novia. A las seis de la tarde la fiesta
seguía y Taquito, sin saber muy bien cómo, conversaba encantado de
la vida con una muchacha que le confesó haber oído hablar mucho de
él, de su vieja amistad con su prima Baby. Horas después ambos
cenaban en la Taberna y de ahí pasaban al Mon
chéri.
Una mezcla de champán, vino y whisky logró que se pareciera
increíblemente a su prima y, a eso de las dos de la mañana,
Taquito, entre borracho, sentimental y profundamente solo, soltó la
más larga y paporreteada declaración de amor. Ana lo escuchó
conmovida. Cosas como que algún día sería la esposa del embajador
del Perú en Washington le encantaron, aunque de vez en cuando tenía
que corregirlo porque él en lugar de Ana le decía Baby.
Taquito
amaneció feliz y desasosegado al mismo tiempo. Tenía una enamorada,
iba a tener una novia, iba a casarse, todo como todo el mundo. Y sin
embargo nada correspondía a su realidad, ni siquiera sabía si
quería a Ana. Pero se tomó un par de alka-zeltzers
por lo de las muchas copas, y de entre las burbujas le fue viniendo
el recuerdo de aquel extraño itinerario de sus sentimientos que lo
había llevado a amar (porque ahora tenía que amarla) a una muchacha
que se parecía a Baby... sólo que menos interesante, rubia,
bonita... sólo que más llenita, narigoncita, bajita... Pero esta
tarde tenía cita con Ana. Dejó el vaso y se metió a la ducha para
cantar a gritos y salir transformado en un personaje feliz, que tenía
una enamorada, que iba a tener novia, que iba a casarse, todo como
todo el mundo. De la ducha salió corriendo y no paró hasta que dio
con una florería y ordenó una docena de rosas rojas para la
señorita Ana Vélez. Y corriendo, silbando y tarareando llegó feliz
donde su gran amor, a las seis en punto. Tal como habían quedado.
Baby
fue testigo de su boda y también él partió a Nassau en viaje de
luna de miel. Su próximo nombramiento a Buenos Aires era ya casi
seguro pero sólo el día en que vio el documento firmado por el
ministro sintió que la vida lo estaba recompensando en todo sentido
y que la realidad empezaba a corresponder con total precisión al más
exigente de sus deseos. Ana era una esposa ideal... menos interesante
rubia bonita, más llenita narigoncita bajita... y con ella...
Bastaba ver lo bien que lo acompañaba a las reuniones a que su
carrera lo obligaba, bastaba ver lo bien que había arreglado y
decorado su flamante departamento, qué bien quedaba la cigarrera que
les regaló Baby sobre la mesita...
—Tenías
cara de estar pensando en las musarañas —le dijo Ana, acercándose
para besarlo.
A
Taquito le costó trabajo captar que regresaba del té en casa de
Raquelita.
—Estaba
pensando en las musarañas —dijo.
Sigue
pensando otro ratito, amor. Sírvete otro whisky si quieres. Tengo
que confesarte algo pero prométeme que me perdonaras.
—¿Qué
ha pasado?
—Nada.
No te asustes; no es nada que no tenga solución inmediata. Me olvidé
de echar tu carta para Baby al buzón pero en este instante voy. En
cinco minutos estoy de regreso.
—Okay.
Y
se quedó parado, como esperando la vergüenza que iba a sentir...
fuiste y serás mi más grande (amo) amiga una amistad que perdurará
en lo más profundo...
Entonces
hizo algo muy triste. Se sirvió otro whisky, y sacando una botella
que siempre solía tener, le invitó una copa de oporto a Baby.
—Padre
Manrique —sollozó, apoyando la cabeza sobre su vaso de whisky—:
Hay algo que quisiera explicarle. Yo nunca salí con Baby
Schiaffino... No sé bien cómo decirlo. Trate de comprender. Nunca
salí con Baby Schiaffino. Nunca salí con ella. Yo salía al lado de
Baby Schiaffino...
Después
regresó Ana menos interesante bonita rubia más llenita narigoncita
bajita y le agradeció que la estuviera esperando con una copa
servida porque afuera hacía frío.
—Tienes
un marido que piensa en todo —dijo.
Y
un rato más tarde ella continuaba muy contenta porque tenía un
marido que pensaba en todo y luego comieron y más de lo que
conversaron durante esa comida nadie conversa durante la comida.
Definitivamente, él tenía esa «gran capacidad».
La felicidad ja, ja. 1974.
Cuentazo
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