jueves, 16 de noviembre de 2017

Blanco y negro, Ernesto Ortega.

El día que repusieron “Casablanca” en el cine de verano hacía tanto viento que a Humphrey Bogart se le voló el sombrero y fue a parar a la fila siete, justo en mis rodillas. No pude evitar ponérmelo. Cuando terminó la película el cielo se había vuelto gris. Un hombre que se ocultaba entre las sombras me sonrió. Llovía y por alguna ventana se escapaban las notas de un piano. Una chica me pidió fuego. Yo no fumaba, pero me entraron unas ganas irresistibles de encenderme un pitillo y llamarla muñeca. Desapareció en un Austin blanco. Paré un taxi y dije: “Rápido. ¡Siga a ese coche!”, pero la perdí. Al llegar a casa una mujer me esperaba sentada en el sofá con un vestido negro. Me quité el sombrero y lo dejé sobre la mesa. Cuando iba a besarla, me dijo: “Venga, cámbiate, que llegamos tarde a la cena”, y todo recuperó su aburrido color original.

 

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